
La primera imagen que vemos en Una de nosotras es la de una mujer que hace ejercicios en el living de su casa. Podría ser cualquier mujer – de hecho, no hay ningún detalle que la diferencie de cualquier otra de su edad-. Pero la voz en off de la directora irrumpe para aclarar las cosas: “Pero es mujer, es de izquierda y por eso su historia es también la mía”. La identificación colectiva que propone el título del documental de Soledad Castro Lazaroff se transforma ahora en una individual: la de la mujer que busca en otras mujeres, particularmente de otras generaciones, aquello que todavía la une al país del que hace un tiempo se fue. Poco después de esa afirmación hay otra, pero que tiende a plantear la duda personal. Es cuando ya se ha establecido a Virginia Martinez –directora de cine también, conocida aquí por el documental Por sus propios ojos– como el puente que conecta a Soledad con esa mujer de la imagen inicial, Belela Herrera. Allí dice la directora, mientras registra el paseo de ambas por las calles de Montevideo, las compras que hacen en un mercado callejero: “Yo las miro desde lejos, sin saber todavía qué es lo que estoy haciendo”, como si en ese punto todavía no encontrara el elemento que, más allá de la superficie, la une con esas dos mujeres.
Hay otra idea en ese comienzo que resulta interesante: más que la alusión a la memoria rota como elemento en el crecimiento de la directora –marcada por esa foto de Mariana Zaffaroni, que fue ícono de la lucha uruguaya por los desaparecidos y por la restitución de los niños apropiados-, resulta más aguda la alusión a un relato inconcluso. Porque allí es donde entra Belela, no solo como forma de restaurar, de restituir una relación con el Uruguay como espacio habitado, sino como posible espejo en el cual observarse. De allí que lo que sigue en el documental no es ni la intención de un abordaje biográfico de un personaje, ni el intento de explicar una época a través de ella. Aunque haya de una cosa y de la otra: allí está tanto el propio relato sobre su vida, como el lugar que ocupó en Latinoamérica a partir de la década del 70, primero por su marido César Charlone y luego por decisión y voluntad propia. Ambas constituyen un recorrido que excede a Uruguay primero, a Chile después y que se ramifica por todo el continente, a partir del momento en que Belela empieza a trabajar para la ACNUR.
Pero lo importante está en otro lugar, en la significación que implica la historia personal de Belela establecida en el curso del tiempo y en la forma en que fue revirtiéndose. En el comienzo del relato de su vida, Belela señala un par de elementos que entran en colisión y que solo se manifestarán tiempo después. Su educación estuvo signada, por un lado, por la influencia paterna, ese padre que estuvo en Europa y absorbió las corrientes de pensamiento marxista. Y por el otro, por la presencia aún más fuerte de su madre. El componente materno incluye no solamente las influencias de la familia aristócrata del Uruguay de la que provenía o su visión ultra católica de la vida (al punto de ese detalle asombroso de que Belela solo podía utilizar el traje de baño autorizado por la Iglesia), sino por sobre todo una concepción de la mujer subsumida. “Todo lo que haga tu marido está bien”, le dice la madre cuando ella iba a casarse. Una concepción que la lleva a confesar no solamente que se casó virgen a los 20 años, sino que no sabía siquiera cómo era el acto sexual, que no se cuidaba por posibles embarazos y que por eso pudo haber tenido más hijos que los cinco que tuvo.

La influencia de esa visión sobre la mujer inculcada por la madre se traslada como influjo y en un principio se refleja en su propio casamiento. Pero el azar y la política que depositaron al matrimonio en Santiago para que su esposo fuera embajador uruguayo, sería lo que pondría las cosas en su lugar. “En Chile, Belela aprendió a ser ella misma” dice la voz en off de Soledad, marcando las coordenadas que le interesan remarcar: no tanto la de la Belela como símbolo de una ideología partidaria más o menos clara, sino la de la mujer que termina encontrando –como la propia Soledad, ya que allí está el punto de contacto con su historia- en la salida del “pago chico”, el camino de su propia vida, su identidad. Por ello, el documental se detiene tanto en la búsqueda que emprende de las huellas que dejó Belela en Santiago. Por esa razón se deja confiar a las historias familiares que refieren su trabajo para refugiar perseguidos tras el golpe de septiembre del 73. Por eso importa ver la que fue la casa en la que vivían, para entender que detrás de esas puertas, que a bordo de ese Fiat 600 rojo, se construyó un modelo de mujer diferente, que rompía no solamente con los preceptos familiares, sino con el rol que la sociedad le asignaba. Es notable cómo ese cambio se refleja de manera casi imperceptible como una doble clandestinidad: la primera, más evidente, la del relato de cómo hacía ingresar a los refugiados a la embajada y cómo hacía para sacarlos hacia las embajadas de los países que los aceptaban; la segunda, que es la que apunta al centro del documental, es la clandestinidad en relación con su propio marido. No solamente porque no podía discutir temas políticos con él, que era embajador de un gobierno conservador (“Soportaba porque era madre de cinco hijos, por la educación formal”), sino porque esas acciones se realizaban a sus espaldas, a tal punto que su descubrimiento termina costándole el puesto en la embajada. Y es la salida de esa instancia de clandestinidad duplicada lo que proyecta a Belela hacia otros espacios: sin la sombra de la embajada ni la de su marido tras la separación, hace que su nombre ahora se proyecte hacia una dimensión continental.
Ese recorrido que el documental establece siguiendo los pasos de Belela por Argentina primero, por Costa Rica y El Salvador después, para finalmente establecer los lazos que suprimen las fronteras –como una respuesta simétrica al mismo movimiento que había generado la Operación Cóndor- para hallar niños apropiados y conocer el destino de los desaparecidos de las dictaduras latinoamericanas de los 70, si bien tiene sus momentos de interés –sobre todo en la historia de los niños que aparecieron abandonados en Chile y que eran hijos de una pareja uruguaya secuestrada en Brasil-, parece estancarse en lo que venía siendo una espiral ascendente en la formulación implícita del documental. Es una dimensión del personaje que en todo caso refuerza lo que ya aparecía mostrado en el tramo previo, porque lo que hace es concentrarse en la esfera de la actuación pública, desplazándose de ese juego intenso que suponía la relación entre lo público y lo privado de la primera parte.
Es en el tramo final que el documental vuelve a encarrilarse en su eje inicial. Allí es donde la potencia del personaje se despega de la predominancia de la actuación en sí en conflictos internacionales, para volver sobre ella. Porque a fin de cuentas, Una de nosotras intenta dar cuenta más que de un personaje público, de la forma en que una mujer puede transformarse desde la opresión hogareña hasta llegar a tomar las riendas de su propia vida desoyendo mandatos y tradiciones. Es en ese punto en el que la directora señala que “la historia de Belela es también la mía, porque las luchas son otras, pero son las mismas” que el documental elude definitivamente lo biográfico y se constituye como alegato feminista sobre el poder que implica la liberación de la mujer dentro de una sociedad patriarcal que insiste –en este caso, sin suerte- en reducirla a la casa, a la maternidad, al matrimonio. Todas esas cosas que para Belela, en un momento, empezaron a ser menos importantes que su propia vida. Esa vida que vuelve a despegarse de lo individual, para convertirse, desde los actos, en una representación colectiva como la que señala el título de la película.
Calificación: 7/10
Una de nosotras (Argentina, 2019). Dirección: Soledad Castro Lazaroff. Duración: 86 minutos.
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