La adaptación que realizaron el guionista Frank Galati y el director Lawrence Kasdan a partir de la exitosa novela de Anne Tyler es un ejemplo interesante para pensar la “fidelidad” en la transposición. La literatura de Anne Tyler se nutre de elementos de su origen y se enriquece por su invaluable sentido de la observación. Nacida en Minnesota y criada en Carolina del Norte, a menudo se la ha vinculado con la tradición sureña por su declarada admiración por Eudora Welty. Sin embargo, la ciudad que mejor retrata en su universo es Baltimore, donde ha vivido la mayor parte de su vida y ambientado casi todas sus novelas. Cultora de un profundo realismo, el estilo de Tyler es sutil en el recorrido por las apariencias y profundo en la indagación de las aristas más complejas de sus personajes. Atados a restricciones autoimpuestas, a rutinas circulares, a una cotidianeidad de aspecto vulgar pero arraigada en la formación del carácter, los personajes de Tyler se revelan lentamente, a medida que evocan su pasado en un estado de parcial duermevela, en un devenir que combina el sueño y el recuerdo. El tono ácido de la evocación es el que abre el humor e impide la invasión de la nostalgia, por ello su mirada elude con gracia todo atisbo de sentimentalismo.
El turista accidental, escrita en su etapa de reconocimiento luego del triunfo de Dinner at the Homesick Restaurant (1983) y anterior a Ejercicios respiratorios (1988) -con la que ganó el Pulitzer-, es considerada su novela más popular. La historia sigue a Macon Leary, exponente de una de las tantas familias disfuncionales que ha retratado Tyler en su amada Baltimore, quien escribe guías para hombres de negocios que odian viajar y solo quieren sentirse como en casa. Esa es una de las claves del personaje que la adaptación elige acentuar con inteligencia: el paralelismo entre la seguridad que brinda la guía para ir por el mundo como si fuera la propia casa, y el intento de Macon de ir por su vida como si fuera siempre un territorio previsible y confortable. Muy pocos pasajes se leen en el libro de lo que Macon escribe, pero la película decide usar esos párrafos que sintetizan su mirada sobre la vida para confrontarla con las imágenes. Así, de la misma manera que elige la comida americana en los restaurantes europeos, o el libro de Marguerite Young Mrs Macintosh como escapatoria a cualquier contacto o conversación en aviones, Macon intenta ir por la vida sin sobresaltos ni alteraciones, guiado por su intinerario previsto de antemano.
Como la mayoría de los personajes de Tyler, Macon, y todos los Leary, se encuentran desconectados del exterior, sumergidos en el reparo de una casa familiar donde repiten juegos de cartas y no atienden el teléfono. Los dos hermanos mayores se han divorciado y Rose, la hermana menor y soltera, cuida como una madre protectora ese universo cerrado en el que trascurren los días. La separación de Macon luego de la muerte de su hijo, y el accidente hogareño que le quiebra una pierna, lo llevan de regreso a ese útero materno donde la seguridad está garantizada. La introversión enfermiza de Macon se expone en el constante contrapunto que ofrece la película entre su vida y su escritura: en la casa busca aceitar las previsiones (el carrito de la ropa sucia), engendrando sus propios riesgos (el accidente), en su vida busca asegurar el control de toda emoción (la negación del duelo del perro) propiciando sus efectos (la mordedura). La personalidad inmutable e indolora de Macon es interpretada por William Hurt de manera magistral: su tono cansino elude cualquier sobresalto, cualquier demostración de conflicto o afectación pese a lo que está transitando (la muerte de su hijo y la separación de su mujer).
Pese a que inicialmente predomina un narrador externo, omnisciente y pretendidamente invisible, la novela lentamente se desliza desde esa exposición minuciosa de ambientes y climas, desplegados con un disfraz neutral, al mundo interior de un único personaje cuyos sueños y recuerdos se convierten en la mismísima materia de la representación: Macon. Cuando los personajes se alejan de la vida de Macon, Tyler los pierde, los convierte en esos tenues retazos que activan su memoria de a ratos, cuando alguna de las barreras de su indolencia parecen levantarse. La dirección de Kasdan se concentra en modelar esa fobia al riesgo que confina a Macon a su mundo minúsculo: como viaja sin salir, no hay nada del mundo exterior que tenga peso salvo aquello que se parece a su casa (las hamburgueserías de estilo americano en Londres); como no conversa con nadie, siempre es sorprendido por las charlas, incomodado por la palabra ajena (sobre todo por la de Muriel que encadena un tema con otro desorientándolo); y como su confianza en el método es siempre ciega, no muestra signos de duda pese a que la vida y lo vivo le indican lo contrario.
La potencialidad del relato para el pasaje al cine está dada por la minuciosa correspondencia entre contexto y personaje: todo en la novela -la casa de los Leary, los viajes de Macon, las visitas a los restaurantes, los paseos con el perro- da cuenta de un mismo enfrentamiento, de un choque entre dos imágenes, siempre refractarias. La que Macon quiere aplicar al mundo y la del mundo como es. La del orden y la del caos, la de lo inmóvil y la del movimiento. “El turista accidental está estructurada con mucho cuidado. Todo es simétrico, y ese es el camino que siempre he tomado. Hay una historia paralela entre la hermana de Macon y su jefe que funciona en perfecto contrapunto con la historia central. Eso, mientras todo gira alrededor de lo efímero y los sentimientos de la gente ante los pequeños cambios en sus vidas, cosas que parecen casuales pero son cruciales”, declaró Kasdan en una entrevista. La oscilación del narrador de Tyler está dada en la película por los primeros planos dedicados a Hurt y por la escenificación de sus sueños y recuerdos. De la misma manera, el uso de los pasajes de las guías como comentarios de su comportamiento en la vida se enriquece con el uso de la alternancia con la relación de Julian y Rose, trama que va en paralelo y arriba a un resultado en espejo hacia el final de la película (Julian queda integrado al mundo de Rose, mientras Macon logra salir hacia el de Muriel).
Es interesante la efectividad de la película de Kasdan en la lenta transformación de Macon, que en la novela se operaba internamente, cuando Tyler dejaba traslucir pequeñas decisiones de su personaje. Aquí la clave es cómo el mundo es mostrado a través de los ojos de Macon y entonces el mismo personaje se percibe (y nosotros lo percibimos) diferente cuando está con Muriel que cuando está sin ella. Muriel consigue poner en tensión ciertas barreras que él nunca había registrado. Por ello con ella va al cine, cosa que odiaba porque allí estaba todo demasiado cerca; con ella se anima al contacto, que vio siempre como expresión de riesgo y vulnerabilidad (es clave la escena en la que le masajea los pies), con ella tiene reacciones no codificadas, expresiones de alegría antes que de confort, con ella se siente en peligro porque ya no está en el mundo con la seguridad de antes. Es eso en lo que Kasdan triunfa, en hacernos percibir el estar en el mundo de Macon, esa rigidez y distancia con las cosas que lo definían y que Muriel ha logrado desafiar.
Los agregados de Kasdan, como la conversación final con Sarah antes de la separación, no van en detrimento de lo literario sino a favor de lo cinematográfico. Allí se condensa en las palabras y en los colores de la imagen esa decisión que Macon toma por primera vez en su vida: salir de lo previsto, de lo asignado de antemano, de aquello que resulta confortable pero reacio a todo lo vivo. El uso de Edward como un perro pequeño que solo representa peligro como reacción al encorsetamiento de Macon, a la negación del duelo, al temor a todo lo extraño de los Leary, encuentra su nuevo cauce cuando establece contacto con Muriel, quien lo educa con límites y compensaciones.
La escena final de la imagen del joven francés que acompaña a Macon a subir al taxi, el mismo que por fortuna lo regresa a Muriel, es la síntesis del recuerdo de su hijo. En la novela, Tyler utiliza el sueño del personaje para mostrar el tránsito de su duelo desde el vacío y la culpa hacia una nueva vida en otro lado donde el hijo crece y se convierte en un Ethan de otra índole. Aquí, sin usar las palabras del texto, Kasdan elabora esa final transición del estado de ánimo de su personaje, capaz de responder con emoción contenida a esa experiencia de un extraño encuentro. Algo de eso ya se había insinuado en la escena de la compra de ropa, cuando el encuentro con un antiguo amigo de Ethan ocasionaba también la reacción de Macon de imaginarlo ya crecido.
Por último, la idea del amor es esa última sonrisa en el auto antes que cualquier construcción romántica. La idea que consigue sintetizar la película en esa efímera emoción de Macon es la experiencia de su nuevo estar en el mundo, el que implica abandonar la valija con sus pertenencias porque le duele la espalda, porque ya la ha cargado demasiado tiempo. El uso del físico de William Hurt, al igual que el contrapunto entre las dos mujeres que pasan por su vida (Kathleen Turner, con quien había compartido escena en Cuerpos ardientes, y Geena Davis, con su pelo desmañado y sus uñas inmensas como síntesis del espíritu de Muriel), es clave para la experiencia final, la de un mundo cuya presencia ya no puede ser eludida.
Un tropiezo llamado amor (The Accidental Tourist, Estados Unidos, 1988). Dirección: Lawrence Kasdan. Guion: Frank Galati, Lawrence Kasdan (sobre el libro de Anne Tyler). Fotografía: John Bailey. Montaje: Carol Littleton. Elenco: William Hurt, Geena Davis, Kathleen Turner, Bill Pulmann, Amy Wright, Bill Ogden Stiers, Ed Begley Jr., Bradley Mott. Duración: 121 minutos.
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