El cine puede ser un vehículo para atravesar el mundo, un portal para fugarse a otros o simplemente un refugio. O puede ser las tres cosas (y muchas más), constituirse como una forma de conocimiento y al mismo tiempo habilitar, a partir de un juego de distancias y duraciones, las condiciones para una experiencia. La sala de cine, aunque ahora parezca conservador decirlo, todavía es su espacio predilecto. No tanto por las posibilidades que brinda, sino por los límites que impone, entre los cuales el más importante es el de impedir la incidencia sobre la duración de la película. Puede parecer una paradoja en un momento en el que se confunde interacción con emancipación, pero entregarse de manera consciente a una experiencia en la que es imposible detener el flujo de imágenes, fragmentarlas, forzarlas a convivir con una infinidad de ventanas, es casi un acto de resistencia. La sala de cine sigue siendo el hogar del cinéfilo moderno, aquel que se permite ser transformado, que puede dislocarse y poner en cuestión sus certezas al menos durante el tiempo en suspenso que propone la película.
Los festivales de cine son espacios predilectos para la defensa de esta experiencia, incluso a pesar de la hibridez que impone el presente, entre lo virtual y lo presencial, pero lo hacen desde un lugar problemático. En un sentido, son imprescindibles: fuera de ellos es casi imposible ver en una sala de cine muchas de las películas que forman parte de sus programaciones. En otro, pueden resultar funcionales a la lógica del mercado al cual supuestamente pretenden resistir: la velocidad, la dispersión y el bombardeo sensorial no son ajenos a su dinámica y contribuyen, de diversas maneras, a modelar una sensibilidad que tiende a la fragmentación y a la indiferencia. Basta explorar la heterogeneidad de las programaciones, la superposición acumulativa de tradiciones disímiles y el modo con el que están dispuestas las películas, una tras otra, para intuir una experiencia que sólo puede ser vertiginosa.
El Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín (FICIC) es una excepción llamativa. No sólo porque su programación no está conformada por un conjunto excesivo de películas, sino porque el vínculo que puede establecerse entre ellas dista mucho de ser forzado. Recorrer el festival equivale a identificar líneas de continuidad, hilos que entrelazan las películas: la persistencia del siglo veinte en el siglo veintiuno, las promesas de una vida de izquierda que parece haber claudicado, el poder de lo imaginario, el estado del cine, el estado del mundo y el estado de la relación entre ambos.
Las siete películas que integraron la Competencia Internacional de Largometrajes, por ejemplo, configuran un diagnóstico preciso, por momentos dolorosamente bello, respecto de un mundo que se devela en toda su hostilidad, y en algunos casos reactualizan las promesas de un orden alternativo, más igualitario, más justo. Las reverberaciones de la revolución rusa y de una tradición intelectual que todavía permite desmenuzar y detectar las contradicciones de un orden sensible que sólo puede incrementar la injusticia y la desigualdad, no deberían leerse como un comentario oculto dentro de la programación acerca de la guerra que nos atraviesa (que no deja de ser una disputa entre diferentes formas del capitalismo). Funcionan más bien de dos formas: primero, en un sentido específico, como un modo de combatir la cancelación de la cultura rusa, ese gesto mecánico e irreflexivo de muchas instituciones occidentales apenas iniciada la guerra. Segundo, y esto es más importante, como una forma de repensar las derrotas políticas del siglo veinte y de interpelar la teleología instalada por el capitalismo, su supuesta condición de destino.
Hubo dos películas que estuvieron atravesadas por la voluntad de reconstruir de manera creativa el pasado histórico. La primera, Estrella roja, de Sofía Bordenave, no sólo comprende al cine en tanto forma de conocimiento; además reconoce a la imaginación como componente fundamental de cualquier proyecto científico o político. Durante los primeros minutos de la película, luego de un plano extenso en el que se observa un paisaje de llanura interrumpido por un eclipse, mientras se escucha una voz que reflexiona acerca de la cualidad visionaria de Demócrito, aparece una mujer llamada Katya que, según dice la voz, dejó de envejecer durante los días de la revolución de 1917. La experiencia de ese momento le otorgó una vitalidad extraordinaria que por alguna razón detuvo su tiempo biológico. La irrupción de este personaje impone una distancia respecto de las expectativas que despierta un documental clásico. Todo lo que sigue de allí en más puede ser pura invención, desde el testimonio que brinda Katya hasta el de los “roofers”, jóvenes que deambulan por las terrazas de edificios abandonados buscando entre las ruinas los restos de una historia que en 2017 el estado ruso confinó a los espacios muertos de los museos.
Siempre hay motivos para traer el pasado al presente. Bordenave parece tener claridad respecto de los suyos. Cien años después de un momento en el que el futuro era pura promesa, en San Petesburgo nadie celebra el aniversario de la revolución. Las calles están vacías, el pueblo está guardado. Volver a ese momento, traerlo al presente, es un modo de refundar el futuro, como dice uno de los personajes cuando recuerda la pretensión detrás de Estrella roja, la novela de ciencia ficción de Aleksándr Bogdánov. El autor soviético imaginaba allí un escenario utópico en el que Marte, el planeta rojo, se transformaba en un espacio habitable que podía integrarse a un proyecto revolucionario. Así de ambiciosa era una época ajena al cinismo del presente. Así de enorme era el futuro hacia el cual los encuadres de Bordenave apuntan, sobre todo en la primera parte, como flechas.
Si el cine tiene la capacidad de ser un vehículo de memorias se debe a que puede hacer pasar lo histórico por el filtro de lo imaginario (aunque la tradición inaugurada por la Escuela documental inglesa, tan aferrada a una distinción tajante entre uno y otro, prefiera ignorar las virtudes de esa contaminación). La elucubración poético-filosófica de Bordenave es de una libertad a prueba de comités evaluadores de proyectos, de programadores anestesiados y de todo el conjunto de mecanismos normalizadores del cine. Sólo desde esa certeza puede explicarse que la película no haya tenido hasta ahora la atención que se merece.
Estrella roja mantiene un diálogo directo con Danubio, otra de las películas que formaron parte de la Competencia Internacional. La película de Agustina Pérez Rial se detiene a reflexionar, a través de un trabajo notable con imágenes de archivo, acerca de lo que implicó la dictadura de Onganía en tanto prólogo de los setenta. El relato se despliega durante la edición de 1968 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Los servicios de inteligencia vigilan el festival para detectar posibles intentos de contacto entre organizaciones de izquierda de Argentina y delegaciones de países que provienen del otro lado de la Cortina de Hierro. Entre imágenes de archivo (en general fijas) y placas que recuperan fragmentos de los informes cuyas conclusiones son a veces delirantes, Pérez Rial deja expuesta una trama clandestina que demuestra (dado que todavía hace falta demostrarlo) que la persecución, la desaparición y el asesinato en el marco del Terrorismo de Estado fue el resultado de la ejecución de un proyecto genocida y no una reacción defensiva.
Pero ese, podría decirse, es el trasfondo de Danubio. Lo que hace la cineasta a partir de las imágenes del festival y los fragmentos del informe de inteligencia es elaborar una trama cuya protagonista es una mujer que forma parte de una agrupación de comunistas eslavos, la Sociedad Cultural Danubio. La confrontación entre las imágenes del festival, signadas por el glamour y las apariencias, y la voz de la protagonista, sus reflexiones en torno a su propia vida, a la de los inmigrantes, al peronismo, a la revolución cubana, a la guerra fría, perforan la superficie de las imágenes y habilitan un subtexto siniestro. La potencia de Danubio no está sólo en las imágenes (que sin embargo son profundamente expresivas), o en el modo en que se enlazan, dibujando trayectos con las miradas, sino sobre todo en lo que ellas ocultan. El peso específico que adquiere el fuera de campo es posible, sobre todo, por el modo en que el sonido le otorga temporalidad a imágenes fijas y, de ese modo, las transforma en planos.
Estrella roja y Danubio tienen algo más en común: ambas comprenden que el siglo veinte no deja de hablarnos. No hay regreso a casa, de Yaela Gottlieb, parte de una premisa similar. La diferencia con las anteriores es que la película, lejos de la elucubración poética, se organiza desde una lógica cercana a lo que se conoce como documental en primera persona. Si bien el protagonismo de la película no recae en la directora sino en su propio padre, lo que importa, en primer término, son las implicancias políticas, y no sólo afectivas, del vínculo que los atraviesa y confronta. Robert Gottlieb nació en Rumania, a fines de los cincuenta emigróa Israel debido al creciente antisemitismo en aquel país, luchó en la Guerra de los Seis Días, se volvió un sionista comprometido y finalmente se trasladó a Perú, donde nació la directora, que ahora vive en Argentina. No hay regreso a casa es un ensayo acerca de estos desplazamientos y sobre todo acerca del modo en el que la experiencia histórica modela una visión del mundo. Pero también, de manera no tan lateral, puede pensarse como un ensayo acerca de la distancia insalvable que impone la aparente inmediatez de las tecnologías de la comunicación. La estructura de la película está dada sobre todo por las conversaciones que mantienen el padre y la hija (él en Perú, ella en Argentina) de una manera mediada a través de plataformas de videollamada. El entramado visual está construido por pantallas divididas, ventanas que se abren y conviven con otras a modo de capas superpuestas. El plano se resquebraja, sus bordes tiemblan, pero siempre desde la pretensión de deconstruir al observado, de incomodarlo para que irrumpa una duda o incluso una confesión y nunca para habilitar la posibilidad de un trastocamiento en la mirada de quien observa. El padre de la protagonista es convincente en sus propios términos. Sus posiciones son el resultado de una meditación que elabora la propia experiencia desde una dimensión política. Incluso si uno se ubica en la vereda opuesta, es difícil no reconocer la firmeza de sus argumentos y no considerarlo un interlocutor válido, capaz de poner en cuestión las propias certezas. La mirada de Yaela Gottlieb, aún desde el reconocimiento amoroso, no parece permitirse una conmoción, como si en No hay regreso a casa el cine, en tanto forma de pensamiento, fuera útil simplemente para detectar los desvíos respecto de lo políticamente correcto.
Al margen de estos “diálogos entre siglos”, y dentro de una forma expresiva más ligada a la ficción que al documental, se ubica Una escuela en Cerro Hueso. En la película de Betiana Carpatto lo fundamental no son los grandes movimientos de la Historia, sino las pequeñas vibraciones de lo cotidiano. La película se mueve alrededor de Emma, una niña con autismo que es rechazada por más de una decena de escuelas antes de ser aceptada por la que le da título a la película. Sus padres, Julia y Antonio, dos biólogos, se mudan al lugar y reorganizan sus vidas en torno a una comunidad que les abre todas las puertas y a la cual pretenden retribuir. Carpatto tiene la habilidad de observar el modo en el que el abrazo colectivo, la potencia de lo comunitario, puede conjurar el miedo al otro y servir de contención. Pero además tiene la lucidez de comprender que el tacto es un sentido también propicio para la comunicación. Ante la ausencia de palabras, Emma se vincula con los otros y con el mundo tocando, acariciando, empujando y dibujando contornos. En Una escuela en Cerro Hueso, la cámara, vehículo óptico que permite tocar el mundo, prolonga sus posibilidades hápticas y acompaña un gesto que por momentos remite al cine de Bresson, aunque aquí la cámara esté en movimiento, como flotando.
La programación del FICIC no se agotó en la Competencia Internacional de Largometrajes. Este fue uno de los recorridos posibles. Durante los cuatro días que duró el festival hubo una retrospectiva dedicada a Pablo Mazzolo, tres películas soviéticas programadas en el marco de Filmoteca en Vivo, un foco dedicado a Kiro Russo, una competencia de cortometrajes internacionales y otras dedicada a lo que el festival define como “Cortos Escuela”. Hubo, además, proyecciones de películas cordobesas fuera de competencia (Paula, de Florencia Whebe y Todas las pistas fueron falsas, de Alejandro Cozza), y dos enormes películas que abrieron y cerraron el festival respectivamente: El gran movimiento, de Kiro Russo, y Camuflaje, de Jonathan Perel. La primera de estas últimas, es un retrato rabiosamente libre sobre una ciudad, La Paz, Bolivia, y sobre un cuerpo, o sobre una ciudad que se vuelve cuerpo. El protagonista es Elder, el mismo de Viejo Calavera, la anterior película de Kiro Russo, un joven que hace lo posible por quemarse y al mismo tiempo, en un mismo (gran) movimiento, salvarse. El gran movimiento comienza como una sinfonía urbana y deriva en un relato alucinado, fervoroso, ceñido al cuerpo sufriente del protagonista. La experiencia inmersiva que propone puede leerse como una secuela desbordada de La nación clandestina, la gran película de Jorge Sanjinés (del cual, sostienen algunos, Kiro Russo es el gran heredero); pero también (¿por qué no?) como una película sobre la fe (¿o acaso Ordet, de Dreyer, no resuena en ese final?), sobre la necesidad desesperada, como dice Rancière, de “hacerse un cuerpo consagrado a otra cosa que no sea la dominación”.
Camuflaje, de Jonathan Perel, se interroga también acerca de un espacio, sólo que más restringido: no una ciudad, sino un mundo siniestro dentro de una gran ciudad. Un espacio argentino, Campo de Mayo, que pareciera resistirse a cualquier tipo de movimiento, grande o pequeño. Perel filma desde hace rato lugares cargados de oscuridad, escenarios, a veces, de la última dictadura cívico-eclesiastico-militar en Argentina, pero nunca lo había hecho de este modo. Hasta el momento sus películas pretendían, de manera precisa, desnaturalizar los espacios desde una búsqueda estructural, transformarlos en espacios mentales para que la observación geométrica develara los mecanismos de un proyecto político. En Camuflaje, en cambio, involucra entrevistas a cámara, caminatas por el lugar, planos que se inscriben decididamente en un nivel simbólico y un personaje excluyente: el escritor Félix Bruzzone, cuya madre fue secuestrada, desaparecida y asesinada en Campo de Mayo. Bruzzone describe, a través de una voz en off, el vínculo que tiene con ese lugar, ubicado cerca de donde vive actualmente y a donde suele acercarse para correr. Aún con sus enormes diferencias (porque lo que en una es desborde, en la otra es mesura) tanto Camuflaje como El gran movimiento son películas que elaboran los espacios, y todo lo que ellos implican, a través del cuerpo.
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