*La televisión ha construido una serie de lugares comunes, a saber:
-El abuso se narra como crónica del horror, pero invocando lateralmente al morbo. Un tira y afloje continuo entre lo que se dice y lo que no, para dar cuenta del horror, pero que, como parte de un show televisivo, se vuelve espectáculo morboso.
-El abuso se cuenta, casi siempre, poniendo el eje en el abusador. La preservación de la identidad de los menores no los corre del lugar de víctimas, pero contiene el paradójico efecto de que termina invisibilizándolos.
-Rara vez, el centro del relato es el abuso intrafamiliar –y menos si se trata de una familia de clase media o alta. Es mucho más atractivo ver a una turba de vecinos –generalmente de barrios pobres o marginales- intentando linchar a otro que ver la podredumbre en los entresijos de una familia.
-Una vez atrapado el abusador, deja de tener importancia. Lo que importa es el hecho que permite despertar una y otra vez los instintos y sentimientos más primarios del espectador.
*En La reparación se comprende que el eje principal debía apuntar a desarmar esas estrategias, que no dejan de funcionar como formas de revictimización. Primera decisión: resolver la cuestión de cómo narrar lo que no puede narrarse. Colocarse en la perspectiva de la víctima del abuso implica correrse del hecho como descubrimiento o novedad –parámetro de su constitución como elemento noticiable que se consume pasivamente- y situarse en el mismo como un proceso. El hecho puntual se cristaliza sin necesidad de ser actualizado por las palabras, pero también como consecuencia, en paralelo, de la acción de los colectivos sociales. No se necesita exponer en detalle para creer. El documental le cree a las víctimas y en esa creencia las acompaña. Solo en algunos pocos casos se atisban elementos que constituyeron el abuso. El más notable es, en todo caso, el de Daniel Sgardelis, que refiere lo que ocurría en el Instituto Próvolo. La pertenencia de la víctima a la comunidad de sordomudos le da un espesor notorio a su relato. El silencio de su boca es reemplazado por la traducción de la lengua de señas, y sobre todo, de la gestualidad. Un señalamiento de que, incluso en el silencio, se puede transmitir lo que ocurre si del otro lado hay alguien que quiere interpretar las señales.
*Segunda decisión: poner el acento en la actitud del entorno. No importa tanto la experiencia de la víctima como la relación que aquella entabla con el espacio que lo rodea. Los testimonios no interpelan al abusador/violador, al que no admiten como interlocutor –aunque el entorno lo quiera reponer en ese lugar, ya sea desde el mantenimiento de la relación en el espacio familiar o en la sugerencia de una revinculación-, sino a ese otro que puede/debe establecer un puente afectivo, un espacio de contención y cuidado. La mirada que despliegan los testimonios recuperan la tríada central del carácter represivo de la sociedad, instancias que persisten en el silencio, la negación y el descrédito. La iglesia, la familia y las instituciones del Estado aparecen una y otra vez en los relatos que intentan desmontar el rol que cumple cada uno de ellos. Lo que queda claro es que no es que no se sabe, sino que se elige hacer que no se sabe (“Mi vieja me vio y cerró la puerta” dice Roberto Piazza). Y en ese punto funciona de la misma manera una familia que le cree al cura o al pariente abusador antes que al chico/a que fue su víctima o un Estado que cajonea durante años una ley que impedía la prescripción del delito.
*Una dimensión que el documental explora para romper con el discurso tradicional lo corre parcialmente de la focalización en la víctima para observar desde los rastros de su experiencia, el accionar del abusador. Desde allí le permite establecer una relación entre el abuso y el castigo que no suele ser explorada. En ese punto logra sacar de la burbuja de aislamiento la característica del abuso para colocarla como parte de un entramado actitudinal. Si en el relato de Sgardelis el abuso se liga con las formas del cinismo (“Nos dábamos cuenta que venía el abuso porque daban cosas para que comieran”; “Decían que les estaban enseñando educación sexual y que después tenían que practicar con sus compañeros”) en la mayoría de los relatos está ligado con la amenaza o el castigo. La nena que al negarse al abuso de la pareja de su abuela terminaba habilitando el castigo sobre su hermana menor. Los castigos en el Próvolo previos o posteriores a los abusos. Un padre que abusaba de los hijos y que a la vez golpeaba a su esposa. El retrato se complejiza, se desplaza de la caracterización de una “enfermedad” a la constitución de un individuo que utiliza la violencia física y sexual como un continuo, como forma de dominación y sometimiento.
*Donde se coloca el acento es en el concepto al que alude el título del documental: qué es lo que se hace en relación con las víctimas. Si una primera idea implica el pasaje de la condición de víctimas a sobrevivientes, ello debe derivar de una respuesta de parte de la justicia. El documental plantea el concepto de reparación ligado a la administración de justicia que resarce el daño causado a la víctima. Pero también enfatiza la puesta en una escena pública como parte de ese proceso de reparación. La visibilización pública no solo rompe con el silencio social sino que permite establecer vínculos y estrategias comunes: la salida colectiva se impone sobre lo individual. Pero de la misma manera que el proceso reparatorio produce el pasaje a la condición de sobrevivientes, revela la falla del sistema. El proceso no se construye, desde el documental, solo desde el carácter positivo de lo reparatorio, sino que se contrapesa con el funcionamiento de las instituciones. El diagnóstico –reconstruido desde las víctimas, de los familiares y desde algunos miembros del sistema judicial- oscila entre el desconcierto y la desconfianza. De la dificultad para creer el relato infantil -en tanto sistema organizado alrededor del mundo adulto- a la discusión del derecho entendido como una forma abstracta o un tecnicismo laberíntico, lo que se resalta es la persistencia de una deshumanización en el proceso reparatorio. Tal vez, porque como señala uno de los entrevistados, nadie sabe bien qué hacer con el abuso, dejando nuevamente a las víctimas en el desamparo. Es en ese pasaje donde el documental sostiene su relato, entre la administración de justicia en el caso de Cristian Aldana como final del recorrido y la dificultad para llevar a juicio y a la cárcel al padre de Santiago Bustince o a los curas del Próvolo. Entre las denuncias que se acumulan y la menor cantidad de condenas efectivas. Allí se cifra, más que la lucha de los involucrados, la subsistencia de la tensión a partir del ocultamiento, el silenciamiento de lo que no se quiere ver ni escuchar. Hay un principio de reparación: ese que se basa en el reconocimiento de una existencia que se ha empeñado en ser negada a través de la historia. Llevarla a la superficie, exorcizar los fantasmas en la escena pública, ponerlos en un documental como este forman parte de la respuesta que se debe articular de manera necesaria.
La reparación (Argentina 2021). Guion y dirección: Alejandra Perdomo. Cámara y fotografía: Lucas Martelli, Mario Varela, Alex Ramírez. Sonido directo: Andrés Perugini, Alejandro Baldasso, Hernán Boleggi. Montaje: Mario Varela. Diseño de sonido: Horacio Almada. Color: Lucas Martelli. Música: Charlie Di Palma, Feli Marafioti, Francisco Marafioti. Protagonistas: Mónica Cortinez, Felicitas Marafioti, Daiana Fernández, Daniel Sgardelis, Santiago Bustince. Duración: 66 minutos.
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