Es inevitable. Uno lee el título de esta película y algo empieza a chirriar. Porque al fin y al cabo, somos presas de nuestros preconceptos y prejuicios. Telma, el cine y el soldado –el título- suena a esas películas que poblaban la cartelera de los cines en la década del 80: una entre esas tantas malas traducciones de títulos de películas picarescas italianas. Las primeras escenas parecen incitar a reafirmar ese concepto. Una mujer que habla a cámara con un fondo en colores pastel. La misma mujer circulando en un supermercado en un carro y luego, más tarde, caminando con cierta dificultad, apoyándose en un changuito y seguida por otras mujeres. Todo parece dispuesto a presagiar los peores desbordes del cine de ficción de los 80. Sin embargo, hay un momento en el que esa percepción se enrarece.
Esas mujeres que vimos antes, junto a otros hombres y mujeres, esperan en el hall de un complejo de cines. Otra mujer desde la escalera les habla. Revela que además de la función de cine a la que irán –a cambio de una caja de leche-, son parte de un documental que se está filmando. La escena rompe el espacio invisible que separa la cámara de lo observado, en el momento en que la visión se invierte y vemos al equipo de filmación detrás de los jubilados. Lo que era un comienzo narrativo de un documental que juega a lo ficcional –en tanto hace “actuar” de alguna manera a los personajes-, se transforma ahora en un lugar de complicidad entre el delante y el detrás de cámara, un intento por lograr la indiferenciación de ambos espacios.
Esa decisión se reafirma en la escena en que se ha decorado el exterior de la casa de Telma y a ella no le gusta. En pantalla no solamente entra Telma, que acaba de salir de su casa, sino la directora del documental –la misma que hablaba desde las escaleras del complejo de cines- que propone filmar en otra casa del barrio. Y es en ese momento en que lo ficticio y lo documental entra en relación tensa, en tanto a la directora le interesa una imagen exterior, aunque sea ajena, mientras a Telma solo le interesa una realidad que incluye a su propia casa y la precaución de no tener problemas con los vecinos.
Pero a su vez, esa entrada en pantalla de lo que suele estar detrás implica un involucramiento inusual en el que las fronteras se desdibujan. Ya no se trata de una cámara que observa pasivamente y que sigue la búsqueda que emprende el personaje central, sino que se hace parte de ese entramado. Brenda, la directora, asume un rol directamente relacionado con la historia que quiere contar: es ella la que recibe el dato de dónde encontrar a ese soldado veterano de Malvinas y es ella quien lo llama por primera vez para conocerlo. Es justamente en esa llamada donde se verifica de manera más concreta el traspaso que involucra a Brenda. Si ya en la llamada del otro veterano que le da la información le dice a Telma que hace “tres días que lloro por la noticia”, el diálogo con el Tano muestra el entusiasmo y la alegría nerviosa de haber llegado a encontrarlo.
Ese desplazamiento continuo entre lo real y la ficción podría parecer, a simple vista, algo confuso. Sin embargo, es allí donde se cifra una parte de la vitalidad de la película: hay algo en esa determinación de poner en evidencia la lógica de lo filmado como “actuación” frente a los movimientos reales de los personajes, que quiebra cualquier atisbo de solemnidad. La escena breve, aparentemente insignificante, de la llegada de Telma y su cuñada a la casa de su hija Lili es crucial para entender esa negación a la atadura de lo establecido desde afuera, cuando Telma insiste en apurar la toma porque se va a derretir la crema del postre que lleva en sus manos. Donde esa dialéctica se expresa, en todo caso, de manera más concreta es en el casting que se arma para encontrar a quien personifique en la ficción a ese soldado desconocido. No solo porque el contenido de lo ficticio –el casting en sí mismo- se enlaza con el procedimiento de recuperar los textos reales de la carta del soldado, sino porque activa en Telma, su cuñada y sus amigas, un doble recorrido afectivo. Por un lado, tratando de establecer visualmente la concordancia de ese actor que aparece ante ellas, con el rostro y el cuerpo imaginado del Tano. Por el otro, restableciendo en Telma la emotividad de la historia pasada (“Es como si fuera él” dice, desbordada por la emoción).
El otro elemento central es la construcción del relato como una épica de barrio. Un recorrido desprovisto de la pretensión de grandilocuencia, desde el momento que la imagen se pega a sus protagonistas para acompañarlas, no para registrarlas. Hay en las escenas un clima de intimidad relajado que prescinde hasta de la corrección –ver el llamado de Lili a su madre cuando publica el aviso en el diario- y que refleja un placer que deviene antes de la necesidad de comprender al objeto que se quiere retratar, que por formular un retrato distanciado. Hay en Telma, el cine y el soldado, resabios del cine de Néstor Frenkel, esa manera de encontrar algo incluso donde se podría creer que no va a haber nada y ligarlo, de una manera u otra, con la construcción de una sociedad en un tiempo determinado –las imágenes que el documental retoma de la guerra de Malvinas son como notas al pie, pero algunas funcionan como pequeños hallazgos, como la que compara la escritura del diario de Lili en clave para que no lo lea su madre, con la prohibición del uso de mensajes encriptados durante la guerra-. Lo interesante es que todo ese trabajo proviene del uso sostenido de materiales y formas que habitualmente son desechados o vistos de manera despectiva por el mal uso que se hizo de ellos. La forma en que se realizan las entrevistas, que recuerdan a los formatos tradicionales de los realitys televisivos, adquieren aquí un sentido dentro de la narrativa en la que nada se toma demasiado en serio y donde incluso lo que se toma en serio admite la posibilidad del absurdo y la risa. Porque si se lo piensa un poco, todo lo que necesita la película es una vieja carta, una respuesta de un soldado que estaba en Malvinas a una chica que vivía en Villa Domínico. Un diálogo trunco en el pasado. Desde allí parte la búsqueda de ese hombre al que nunca se conoció y del que, al comienzo, ni siquiera se sabe si está vivo. La aventura de esas mujeres mayores es la épica barrial, en tanto hace de una historia pequeña algo significativo para ellas y quienes las acompañan. En el camino habrá maridos celosos, changuitos que sirven para apoyarse y moverse, avisos clasificados, visitas a una vidente, autos viejos y hasta un ex veterano de Malvinas que les enseña a hacer control mental. El logro de la película no es solamente que todo ello cobre sentido en su puesta en relación, sino que todo ese mundo que podría parecer absurdo se vuelva parte necesaria de ese paisaje emotivo que se quiere narrar.
Telma, el cine y el soldado (Argentina, 2022). Dirección: Branda Taubin. Guion: Brenda Taubin y Mariano Pozzi. Dirección de Fotografía y Cámara: Aylén Lopez. Dirección de Arte: Noe Volpe. Montaje: Karina Expósito. Sonido Directo: Rodrigo Stambuk, Francisco Buduba y Celeste Contratti. Diseño de Sonido y Mezcla: Carlos Olmedo. Música original: Francisco Seoane. Elenco: Telma D’Andrea, Alicia Rubio, Elena Sosa, Liliana Vazquez, Ernesto Antonio Gulla, Antonio Orlando D’Abato, Genoveva Guarnieri, José Luis Andino, Santiago Kuster, Manuela Begino Lavalle, Alejandra Marcela Taibo y Claudio Rodriguez. Duración: 80 minutos.
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