Las construcciones míticas propias de la argentinidad parecen hacer honor al apotegma de “sangre, sudor y lágrimas”. Pareciera que un principio fundamental en nuestra mitología –política, social, cultural- sea la existencia ineludible del sacrificio, de la presencia de una serie de obstáculos que parecen insalvables para llegar al objetivo. El mito argentino es el resultado de una épica dolorosa que en algún momento nos pone al borde del abismo, para finalmente rehacernos, recuperar fuerzas y llegar al triunfo por el esfuerzo inquebrantable. Y así ha sido, se trate de San Martín o de Maradona.
El mito también se construye en función de aquello que no hemos visto, que nos llega como el relato que circula en un ámbito determinado, ajeno a nosotros. Y en ese punto, como mito, no sabemos –ni nos interesa demasiado saberlo- cuánto de esa narración es absolutamente cierto. Toda esta vuelta, algo retórica, por cierto, es para llegar al disco-mito por antonomasia del rock argentino. “Miguel Abuelo et Nada” fue una referencia ineludible a la hora de historiar el rock surgido de este suelo, aunque la mayoría no lo había escuchado. Su estatura mítica deviene de dos hechos centrales: fue grabado en Francia, en una época en que para el rock argentino era poco menos que una utopía grabar un disco fuera del país; y aún más, nunca fue editado oficialmente aquí. La existencia del disco –al cual solo se podía tener acceso por la llegada de algún vinilo importado- era elevada a esa categoría por el pequeño grupo que había alcanzado a escucharlo: unos pocos privilegiados en la década del 70 hacían de esas pistas secretas una voz que corría como un mensaje para iniciados. El disco, desde ese lugar, parecía ser la suma –incomprobable- de lo mejor que podía dar la música beat argentina de ese momento.
Miguel Abuelo et Nada, el documental, tiene la enorme virtud de hacer su camino desandando el mito. Descomponiéndolo, fragmentándolo, como si se tratara de una serie de cajas que van abriendo su contenido a otros nuevos e inesperados. Lo resume a polvo del tiempo, desmenuzando lo que realmente importa: la música que contiene el disco. Hay, al comienzo, un leve atisbo que parece ir en dirección a ese mito congelado (“Tenía la misma sensación que cuando Los Beatles grabaron Sgt.Pepper” dice Daniel Sbarra, autor de varios temas y guitarrista de aquella grabación), pero parece ser apenas un punto de partida inevitable del relato, ese lugar a partir del cual hay que desenrollar el hilo.
De allí en más, el relato se articula en dos capas que se van complementando armónicamente. Por un lado, la banda sonora que se sostiene en la casi omnipresencia de las canciones del disco, desde la tenebrosa “El muelle” hasta la celebratoria –y lo más parecido a un hit tardío que tuvo el disco- “El largo día de vivir”. Por el otro, el reencuentro con los protagonistas directos del disco. La voz de Miguel, recuperada en un audio de ese 1972, que, aunque no dice mucho del disco, funciona como una introducción poética al espíritu de ese disco. La imagen de Moshe Naim, el productor, recuperada de un viejo VHS, donde su relato de los hechos es una constatación de su fascinación con ese argentino que cayó un día en el estudio para hacer una prueba –haciendo especial hincapié en los efectos de reverberación que lograba con su voz. Y fundamentalmente, las palabras de los músicos. Además de Sbarra, Pinfu Garriga –bajista- y Carlos Beyries –cellista-, son los que se ocupan de desentrañar los misterios, de poner en palabras aquello que el mito no permitía, porque en ese movimiento se le devuelve a la grabación una dimensión más humana.
Eso no implica que se cuestionen –o se intente destruir o relativizar- ciertos consensos. Tanto los músicos como otros entrevistados –Alfredo Rosso, Juanjo Carmona, Victor Kesselman, entre otros- siguen sosteniendo sin dudar que no solamente es el mejor disco de Miguel Abuelo, sino un disco excepcional, que representa como ningún otro el cruce de la música argentina con la psicodelia europea. Pero lo que hace el documental es hacer foco en la dimensión musical, en la que lo adyacente –esa suma de peripecias y detalles que llevaron a la concreción del disco- sintoniza con lo que se desprende de la música.
Son esos detalles justamente los que deconstruyen el mito. Aquí no hubo sacrificio ni dolor, ni pérdida ni tragedia. El caos de la mansión que Elisabeth Wiener alquilaba para esa troupe de extravagantes, el trabajo como recolectores de uva, la experimentación con hongos y ácidos, representan la época como un big bang de energía que parecía interminable, que se revela cuando los músicos recuerdan –con un entusiasmo de travesura casi infantil- el raid parisino para comprar instrumentos, o la grabación en un estudio en el medio de la campiña francesa, o en la decisión de volver a grabar una y otra vez hasta quedar conformes. Algo que ni siquiera el recuerdo de la gira posterior por la Costa Azul, mal difundida y con escaso público, y el desbande posterior de los músicos, alcanza a revertir.
Miguel Abuelo et Nada es algo más que la recuperación de eso que llaman “el eslabón perdido del rock nacional”. Es, antes que nada, un recuerdo de los años felices: de esa conjunción de personas dando a luz un objeto que resiste el paso del tiempo y que mientras reafirma su importancia, se distancia del lugar del mito. Un estado sostenido en esas fotos que funcionan como archivo visual y que funciona como un espejo del presente: en ese pasado que se recobra en los recuerdos, en la grabación, sobrevive hasta hoy no solo el gesto artístico, sino la felicidad imborrable de lo vivido.
Miguel Abuelo et nada (Argentina, 2017). Dirección: Agustín Argento, Facundo Caramelo, Juan Manuel Muñiz Oribe. Guion: Agustín Argento. Edición: Rodrigo Labombarda. Duración: 60 minutos.
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