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Tigre: la grieta y la comunidad, por José Luis Visconti

El Tigre es, en el imaginario popular, un lugar condenado al paseo, un combo de catamaranes y recorridas por ríos y arroyos en fin de semana. Una salida de la ciudad sin irse del todo: entramado chirle en el que es posible asomarse a un poco de naturaleza pero teniendo siempre a la vista la costa donde se levanta la civilización. Es apenas un punto terminal de vías férreas, cabecera de la línea de colectivos más famosa, puesto de feria artesanal.

En Tigre lo que hay es otra visión, que se despega incluso de otras películas que usaron esa zona para sus historias. Tanto en La León, como en la reciente El Pampero, el Delta es apenas el río como vía de salida, como espacio de circulación, como un remedo de autovía pero fluvial que sirve para escapar de –o volver a- la ciudad. A Tigre el río, el agua, le importa en función de la tierra, de la construcción de un territorio preciso en el que los personajes ingresan por destino o por necesidad: Tigre se asienta en el suelo de las islas para construir desde ese lugar, un espacio de resistencia.

Hay un primer nivel para entrar en el entramado que propone la película. Dos hechos en apariencia inconexos se sitúan en ese punto: por un lado, una niña que escapó de su casa paterna para refugiarse en el monte; por el otro, una casa familiar que sufre la amenaza de expropiación. Los intereses familiares y empresariales que circulan en esas historias son apenas un sonido de fondo que aparece en primer plano solo momentáneamente (la breve imagen del desmonte río arriba, el comentario del padre de la niña). Lo que importa es cómo esas dos historias establecen la idea de territorio a defender. “¿No te tienta la resistencia?” le dice Rina (Marilú Marini) a su amiga Elena (María Ucedo), quien la acompaña a reabrir la casa, dispuesta a enfrentar el riesgo de que se la quiten por una nueva ley que los califica como usurpadores. La sudestada que sobreviene cuando los personajes están en la casa, aislándolos del entorno, obligándolos a la permanencia y la convivencia en un espacio acotado, actúa como una metáfora –algo forzada, tal vez, aunque no subrayada- de lo que se cierne como amenaza sobre las islas. Si la casa de Rina funciona como un territorio más explícito de esa resistencia –el motivo lo conocemos cuando se produce la llegada de su hijo-, se espeja en el barco abandonado en el que Melina (Ornella D’Elia), la niña que ha escapado, se refugia como si se tratara de una suerte de líder amazona, custodiada por dos niños del monte. Que ésta última se perciba más ligada a la naturalezaes la única distancia que la separa de la otra historia: entre Melina y esos dos niños no hay palabras, solo sonidos, réplicas de la animalidad sonora que se les adhiere en ese espacio. Los niños solo rompen esa regla cuando se relacionan con el otro, cuando responden a la amenaza que implica la mirada espía del hermano de Melina y su amigo.

Y, sin embargo, lo que Tigre intenta explorar es la grieta que se abre, inexorable, entre hombres y mujeres. Los hombres, queda claro, no pertenecen a ese universo, no les interesa pertenecer, ni a Facundo (Agustin Rittano) ni al chico que acompaña a Carla (Melina Toscano) y Sabrina (Magalí Fernández). Si están en ese lugar es porque han sido llevados, porque en un punto de ese camino no tienen más alternativa que responder al liderazgo de una mujer que les dicta qué hacer y qué no, o rebelarse contra ellas aún a riesgo de romper con todos los lazos. Los hombres son la representación negativa de lo que implica la ciudad y el progreso. Son, en sí mismos, la amenaza sobre las islas. Capaces de matar o traicionar, de anteponer el beneficio propio a los lazos familiares, manejando armas y dinero, tramando un relato que los sitúa en una situación favorable donde esconden sus verdaderos pensamientos y los procedimientos que piensan llevar adelante. Hay dos detalles que revelan ese manejo. El hijo de Elena observa a Melina en el monte y le dice al hermano: “Está cambiada, son ellos los que la cambiaron”. Facundo, ante la negativa de Rina a vender la casa, cuenta la historia de su infancia, cuando su madre después de pelearse con el padre lo dejó encerrado tres días en la casa del pantano, para culminar en que a partir de ese momento su madre quedó un poco loca. Los hombres, como último recurso para justificar sus actos, recurren a cuestionar a la mujer, a evidenciarla en público por un desequilibrio que parece más inventado que real.

Lo que establece Tigre es un universo de mujeres en continua amenaza, y que se diferencia con el orden masculino a partir del lenguaje. Pero no hay que equivocarse: las mujeres no dan órdenes, toman decisiones ante las cuales los hombres no hablan y aceptan, en especial cuando se trata del acceso al cuerpo de las mujeres. Y es allí donde se comprende esa diferencia insalvable: los hombres son para esas mujeres, en el mejor de los casos, apenas dadores de sexo (allí está el relato combinado de Rina y de Elena de sus últimas y frustrantes experiencias sexuales, la relación furtiva entre Carla y su amigo), objetos que se transforman en sujetos, que las transforman en objeto, en su desinterés por el destino de esas mujeres.

Es cierto que en esa construcción, como se ha observado, hay ecos de La ciénaga: ese cruce entre la visión de padres e hijos, la ebullición sexual frente a la abulia del entorno, la muerte ligada al universo infantil –y de nuevo, en fuera de campo-, la casa familiar como una suerte de emblema donde todo tiende a aglutinarse alrededor de una figura femenina. Aunque quizás sea la construcción de un clima, el uso de los elementos naturales, el trabajo en el plano sonoro, lo que la acercan a la película de Lucrecia Martel, aunque aquí se advierte un relato algo menos cohesionado y poderoso en su construcción.

Quizás haya que ligar Tigre, por su concepto central a una película más reciente como Alanís. En ambas, el universo femenino no solo es central, sino que se expresa como una comunidad en la que sus miembros actúan en función del conjunto, repeliendo a lo que viene de afuera, pero principalmente a los hombres que pretenden usurpar ese universo. Allí se borran, o se suprimen por secundarias, las diferencias entre las mujeres –el triángulo Elena-Carla-Sabrina cuando en el centro de ellas se coloca el amigo de las chicas-, se detectan en fin, como anecdóticas en función de su propio destino. Que después de la sudestada esa resistencia parezca derrumbarse para dar lugar a un triunfo de los hombres, es apenas un punto de reconstrucción: esas mujeres se convierten en otras después de romper, literalmente, con todo vestigio del pasado, y anuncian la continuación de esa resistencia en la unión de las dos historias y de todas las mujeres del relato.

Tigre (Argentina, 2017) de Silvina Schnicer y Ulises Porra Guardiola, c/Marilú Marini, María Ucedo, Agustín Rittano, Lorena Vega, Melina Toscano, Magalí Fernández, 92′.

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