Un grupo de chicas se asea tras una práctica deportiva. Un travelling lateral, furtivo, captura la intimidad del momento: los cuerpos desnudos, las toallas que los cubren a medias, las risas despreocupadas y alegres. El movimiento ralentizado, la música embriagadora, ingenua -algo sensual, algo infantil-, ese avance cadencioso, la construcción de la escena toda, son parte del toque maestro de Brian De Palma que carga el instante de un velado erotismo. La lente, ojo de voyeur, se detiene en una de ellas para explorar cada fragmento de su cuerpo hasta que, de manera inesperada, justo cuando se avecina el clímax, se desata el horror: la sangre empieza a correr entre sus piernas y ese vaporoso paraíso adolescente estalla en pedazos quebrado por los gritos.

Basta este sorpresivo cambio de registro para saber, desde el comienzo, que Carrie es mucho más que la típica película de preparatoria, con sus bailes de graduación, sus autos que rugen prepotentes y sus chicas crueles y estúpidas; alcanza con echar un vistazo, si no, para disipar cualquier duda, a la deslucida y prescindible versión de Kimberly Peirce de 2013. No puede faltar tampoco en estas películas -además de estos revisitados ingredientes- el elemento que desentona, la anomalía en medio de esos bucólicos paisajes soleados de casas con porche; porque el lado oscuro, el bicho raro, la joven que sangra bajo la ducha, la torpe, tímida y desgarbada Carrie White, posee poderes suficientes como para remover los cimientos de este mundo.

Para la madre de Carrie, símbolo inequívoco de la represión y la culpa cristiana, esa sangre presagia tiempos impíos. Ignora, sin embargo, que es su propio delirio (el infierno místico en el que pretende -y cada tanto logra- encerrar a su hija) el que, sumado a la burla de sus compañeras de estudio, desatará finalmente la violencia y el caos. Entre tampones y protectores que vuelan por el aire, las risas descarnadas coronan su desconcierto; Carrie personifica la rabia y la ira destructiva que nace de esa lacerante humillación (según la novela, también de muchas otras tantas), una decisión acertada de Stephen King para desplegar una visión crítica de este mundo edulcorado y vacío.

El escritor, que se ocupó siempre de bucear en los rincones más oscuros de lo cotidiano donde habitan nuestras peores pesadillas (payasos diabólicos que acechan en los desaguaderos, adorables mascotas que regresan del más allá transformados en seres infernales y otras tantas expresiones de lo monstruoso que pueblan su larga lista de best sellers) se ubica en esta oportunidad en el traumático paso de la infancia a la adolescencia y en sus manifestaciones físicas más prosaicas: la inocultable mancha roja sobre el pálido cuerpo de Carrie White. Sissy Spacek, con los músculos en tensión telequinética, los ojos azorados absortos en un paisaje demoníaco, bañada en sangre de cerdo sobre el final, encarna a la perfección “la maldición de Eva”, ese viscoso fluido carmesí que purga pecados y culpas femeninas ancestrales, pero que ahora se planta en furiosa rebeldía y ostenta su poder devastador. Una furia que nunca muere, y una macabra y contundente advertencia de Stephen King ante esa despiadada forma de la crueldad hoy denominada bullying.

Carrie (EUA, 1976), de Brian De Palma, c/Sissy Spacek, Amy Irving, John Travolta, Piper Laurie, Nancy Allen, 98′.

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