
La tetralogía de los templarios de Amando de Ossorio, compuesta por La noche del terror ciego (1971), El ataque de los muertos sin ojos (1973), El buque maldito (1974) y La noche de las gaviotas (1975). Representante del fantaterror español, funciona en su totalidad como crítica sociopolítica al franquismo, presentando la angustia hacia el régimen dictatorial a través de una monstruosidad doblemente metonímica: la principal, claro está, se encarna en la figura de los templarios; pero también incorpora esa tensión entre la España conservadora del pasado y una nueva España que pugna por modernizarse. Ese juego de dicotomías proyecta las ansiedades colectivas de una sociedad fracturada entre el miedo al cambio y el miedo al régimen perpetuado en el poder.
La saga comienza en 1971, a dos años del comienzo del tardofranquismo, y culmina en 1975, el año de la muerte de Franco. A comienzos del ’70, la cortina de hierro había vuelto a caer, y el conservadurismo imperante se encontró con el germen de la modernidad contracultural llegado desde afuera, con el que Ossorio se nutre. El director escapa a las influencias manifiestas del terror de la Universal y sus posteriores deconstrucciones paródicas que llevó a cabo el cine español a mediados de los ’30. Por el contrario, posibilitado por la coyuntura temporal e inspirado en los zombis que George A. Romero inventara en 1968 en La noche de los muertos vivientes, logra crear un “elemento de terror propio”, combinando elementos del terror tradicional como vampiros y zombis, inspirándose en obras extranjeras que van desde Romero hasta EC Comics, con elementos del folklore español, basándose en obras de Bécquer y ambientes naturales cuyos colores terrosos recuerdan a Goya.
A diferencia del cine de terror de Paul Naschy, que retomaba monstruos clásicos de la Universal y la estética de la Hammer, los monstruos autóctonos de Ossorio instauran una denuncia política donde el Mal es encarnado por muertos que no son otra cosa que una subversión de la Iglesia, haciendo que las pulsiones de la juventud moderna se vean reprimidas por un pasado pútrido que subsiste como muertos que se niegan a serlo. Es así que en pleno franquismo, crea un elemento monstruoso que aúna dos de los elementos de terror del régimen: la Iglesia y la milicia. Casualmente -o no-, la saga concluye con la muerte de Franco. Después de todo, la dictadura franquista junto con la Iglesia fueron las instituciones que a fuerza de censura imposibilitaron el desarrollo de un cine de terror español hasta fines del ‘60 y comienzos del ’70.
Ossorio además toma dos clásicos españoles de la literatura gótica de Bécquer: El monte de las ánimas (en el que un personaje le narra a otro la leyenda de templarios malditos que tienen influencias de oriente, concretamente de Egipto – de ahí el uso de símbolos, sobre todo en la primera película-) y El miserere (donde se cuenta la leyenda de una abadía colmada de fantasmas que se levantaban con el sonido de las campanadas- un elemento que otrora se utilizaba para llamar a los feligreses a misa, ahora se utiliza subvertido en elemento del mal, para despertar a los templarios -). La presencia constante de campanas atraviesa todas las películas. El sonido omnipresente es marca ominosa de la presencia de ese Mal que se avecina, excepto en El buque maldito donde las campanas aparecen en forma ya no sonora sino visual, por sobre el timón del galeón. Es decir: lo autóctono tiene que ver además con volver a las raíces culturales.

Sin embargo, es inevitable asociar ciertas características de los monstruos de Ossorio con los de George A. Romero en La Noche de los muertos vivientes. Se ve sobre todo en la segunda película de la saga, El ataque de los muertos sin ojos, donde en un momento determinado los personajes se encierran en una iglesia para refugiarse de los zombis templarios – ya sin rastros del vampirismo de la primera -, tal como los personajes de Romero buscaban en el encierro la clave de la salvación. La relación entre ambas películas se destaca sobre todo en el individualismo que muestran los personajes en esta situación. En lugar de trabajar juntos, terminan muriendo por no hacerlo. Se esconden en la iglesia y cada uno se fija en su propio beneficio. La colaboración, el trabajo conjunto se presentan vitales para sobrevivir en las cuatro películas. En El buque maldito se nota especialmente, ya que los personajes se salvan únicamente en el momento en que van juntos y se ayudan. Cuando van individualmente, la muerte es indudable.
Con estas bases, Ossorio logra una figura plenamente autóctona, que nace de la ideología dominante del catolicismo y la milicia (bifurcación que representan los templarios como soldados de Dios), y del terror que su poder opresivo significó para generaciones enteras. Los Templarios como vampiros que en el ritual de chupar la sangre a la mujer, ponen en marcha todo un acto simbólico que se cimenta en el hecho de que el monstruo que – metonímicamente o sinecdóticamente -, representa los pilares del franquismo (Iglesia y milicia), chupa la sangre de víctimas inocentes. Lo eficaz de esa figura monstruosa tiene que ver con su carácter ominoso, con la relación de extrañamiento ante algo que nos es conocido. Lo que se asoma hacia el abismo desconocido son precisamente figuras representativas de las instituciones que funcionan como parte del aparato ideológico del Estado para imponer y asegurar su capital cultural, su hegemonía. La noche del terror ciego comienza con los planos de una abadía derruida, mientras suenan cantos gregorianos -rezos-, puestos en reversa como parte de esa religión que se ha subvertido. El Mal viniendo desde el interior del catolicismo, pero como una forma desvirtuada de él. En parte porque así era el cuento de Bécquer, y en parte para cubrirse las espaldas alegando que no está atacando a la Iglesia sino a una forma alterada, una religión que no es tal. Lo primero que encuentra al llegar a la abadía es una serie de tumbas. La iglesia se identifica con la muerte. Por obvias razones, en todas las películas que conforman la tetralogía se evita mencionar a la Iglesia católica de forma directa. En El buque maldito, la figura de una cabra con ojos ígneos es el único atisbo de religiosidad que podría ligarse, por inversión de términos, con el catolicismo; pero desde el argumento se deja bien en claro que los caballeros han sido excomulgados. Ya en La noche de las gaviotas se comienza con la imagen de un ídolo ligado al paganismo: una bestia submarina. De hecho, dentro de los símbolos que se utilizan en La noche de los muertos vivos, la cruz que llevan los templarios es una cruz egipcia que simboliza la vida eterna, pero también al hombre y a la mujer. La Iglesia, aparato ideológico fundamental del Estado, funciona además como institución normativa de los discursos hegemónicos, y como parte de la subversión de sus cánones –donde el resero es hombre, blanco, católico, burgués y heterosexual-, Ossorio propone una relación lésbica dentro del mismo catolicismo en La noche del terror ciego. Es dentro de él que se subvierten los valores. En la escena del flashback en el internado se burlan del casamiento y de los roles hetero-normativos. Le suelta el pelo -connotación sexual/ le saca las trenzas despidiéndose de la niñez-. Del lado de Bette, la cruz como símbolo fálico, del lado de Virginia, la virgen. En El buque maldito repite las escenas de mujeres en tensión sexual. El lesbianismo y la sexualidad construyen sus significantes en tres vertientes: la primera como práctica moderna en contraposición a las mojigatería del régimen franquista -pensemos en la etapa del destape español, con la explosión sexual venidera, Almodóvar incluido y la nueva movida madrileña-; por otra parte como expresión de la obsesión de Ossorio, que ligaba el erotismo y la muerte -algo que tendrá en común con gran parte del cine europeo, en especial con el Giallo italiano y las producciones de James Franco y Jean Rollin-; y además como gancho para atraer inversores extranjeros que eran persuadidos por las escenas eróticas y de desnudos frontales.

Es decir: la industria, el carácter material del cine era fundacional también para la constitución de los guiones y la conformación de la película. En ese sentido es que se tuvo que recurrir a escenas tomadas de otras películas para abaratar costos. Eso pasó con el final de La noche del terror ciego y con la escena en que los muertos salen de las tumbas en La noche de las gaviotas. Por eso el final cíclico tiene una significación sujeta a la materialidad del cine. Aspecto puesto en tela de juicio por Ossorio en el corpus que conforma la tetralogía. Especialmente en El buque maldito, donde el personaje empresario intenta comprar no sólo objetos sino también personas y sus servicios, ejerciendo dominación sobre todos los demás personajes. Es un hombre que todo lo paga. “Siempre el dinero. Me da usted asco”, le dice una de las modelos. Esa dominación queda trunca al llegar al espacio gótico de la película: el galeón. Algo contra lo que no puede pelear con su dinero ni sus industrias. Pierde poder en ese universo otro. Un universo desligado de la modernidad consumista. Por eso, mientras un personaje se aferra a las joyas a riesgo de hundirse en el mar atestado de templarios, quien puede dejar esa carga detrás –en todo sentido de la palabra- logra salir a flote.
Este espacio gótico ligado a la Iglesia y la milicia, forma parte de la dicotomía que toda la saga pone en crisis: la de lo moderno amenazado por el pasado gótico como encarnación del Mal. Este conflicto se evidencia en especial en la primera película de la saga, donde el tren une ambos mundos llevando la amenaza de un espacio a otro. El tren como vehículo que comunica la modernidad –encarnada por la ciudad, las fiestas, la música de jazz que se contrapone a los cantos gregorianos, la ropa- con el pasado –ligado a los templarios, la abadía del siglo XV, la Iglesia y los caballeros guerreros-. El tren en sí mismo encarna la modernidad, mientras los caballos se ligan al medioevo. En todo momento el conflicto está determinado por el pasado que vuelve a fagocitar a nuevas generaciones. Es decir, las generaciones pasadas de esa España oscurantista volviendo a desangrar a la juventud moderna. En ese sentido, los diálogos de los personajes en La noche del terror ciego son contundentes: Bette dice “soy un producto del asfalto”. La ciudad, la modernidad contra el campo, lo gótico. Luego, en el hotel, un camarero dice: “La gente moderna no cree en cuentos”. Y luego: “¿Ritos satánicos? Estamos en pleno siglo XX”. Y la mesera completa: “Son leyendas antiguas, la gente moderna no cree en eso.” La modernidad se posiciona como lugar seguro, pero rara vez se le puede alcanzar ya que el machismo, la violencia y las violaciones se ponen en escena como manifestaciones de ciertas características de esa sociedad arraigada al pasado y que no termina de modernizase en tanto costumbres. En La noche de las gaviotas, los lugareños no quieren hablar sobre el lugar con los jóvenes que arriban desde la ciudad hacia un pueblo rústico. Un pueblo de gente vieja, colaboracionista, que forma parte del ritual templario y les ofrecen mujeres jóvenes en sacrificio para mantener el lugar a salvo. El pueblo, la gente común, nuevamente como amenaza para los otros ciudadanos; algo que sucede en todas las películas de la tetralogía. Pero la salvación –o posibilidad de salvación- va también de la mano de las nuevas generaciones. En La noche del terror ciego es el muchacho quien, desobedeciendo a su padre, frena el tren para ayudar a la mujer en peligro.

Por otra parte, la política es otro aparato ideológico que también se pone en tela de juicio en Ossorio, al mostrar que la misma es llevada adelante por seres mezquinos, deleznables, que ostentan comportamientos despóticos para lograr sus cometidos en detrimento de la dignidad y la salvaguarda ajena. Los personajes menos empáticos -por lo menos en la segunda y tercera entrega-, son los políticos -el comisionado y el alcalde en la segunda y el empresario/político en la tercera-. En este caso, la referencia al gobierno (dictadura) que se denuncia tampoco es explícita. La noche del terror ciego se filmó en Lisboa. En principio, debido a inconvenientes con las locaciones que Ossorio había seleccionado en Galicia: se llevaba a cabo una campaña en la zona para reactivar el turismo a cinco años del choque de dos aviones estadounidenses que dejaran caer una carga de 1.5 megatones termonucleares. Filmar zombis merodeando por esos lugares no ayudaba a aliviar los temores latentes en la memoria colectiva. Pero filmar en Lisboa le permitió a Ossorio evitar la censura (aunque en Portugal también estaban bajo una dictadura, la de Salazar), planteando fantasías transnacionales donde se configura un espacio totalmente destruido, fragmentado, donde se habla del país hablando de otros países. No es azaroso además, que en pleno franquismo se cree una figura monstruosa donde hay que hacer silencio para evitar ser atrapado. El silencio allí también era salud.
Teniendo esas salvedades en El ataque de los muertos sin ojos se presentan dos figuras que encarnan la imagen del político del momento y su denuncia: el alcalde y el comisionado. Ambos deleznables, no ayudan al pueblo. Ellos también fagocitan a mujeres jóvenes que les sirven como empleadas domésticas. El alcalde no cesa de manipular a los demás personajes para lograr salvarse. Tiene varios lacayos y no repara siquiera en engañar al cura. El ataque de los muertos sin ojos comienza con la captura y castigo de los caballeros templarios por parte del pueblo. Ellos son quienes le queman los ojos. En la primera película se dice que unos cuervos se los habían comido. Aqui aparece la inserción del pueblo y su intervención. Ya cerca de la caída del franquismo parecía surgir un sentimiento del poder popular. En esa primera escena, uno de los pueblerinos le advierte a los caballeros: “Si llegáis a salir, no vas a acertar con el pueblo”.
La tetralogía de los templarios es donde se expresa el desfasaje entre dos Españas: La moderna- que intenta surgir junto con los incipientes movimientos contraculturales – y la gótica, anclada en dictámenes de instituciones reaccionarias apadrinadas por el franquismo como la milicia y la Iglesia católica, que funcionan como aparatos ideológicos del Estado y custodian que la hegemonía y su capital cultural no se vean amenazadas. Por ello mismo, estas instituciones, subvertidas para mostrar su opresión funcionan como un Mal autóctono cuya eficacia deriva de lo siniestro en tales figuras. De esta forma, la tetralogía se manifiesta como una puesta en escena de la represión que el pasado reaccionario viene a fagocitar sobre las generaciones modernas que buscan abrirse al mundo moderno, en pos de los movimientos contraculturales. Ossorio pudo encarnar una crítica vivaz a los regímenes hegemónicos debido no solo a las necesidades económicas de la época por rescatar un cine que necesitaba hacerle frente a la televisión y buscar financiarse en producciones (inversiones) seguras, sino precisamente a ese poder hegemónico que veía en el cine de clase B un producto cultural menor, un “cazabobos” sin influencia alguna en las masas y su desarrollo.
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