Murió María Onetto. Murió como había vivido y como había actuado, con discreción, distancia y en silencio, apagándose en una soledad que, supongo, no quiso. La vi en la pantalla del cine y en el teatro. Fue la mejor actriz de su generación y una de las más grandes de nuestra historia. En otra cinematografía, en otro medio con más posibilidades o interés en las capacidades de un artista –si tal lugar existe- su carrera hubiera sido otra y su nombre brillaría más alto. Pero nació aquí, para nuestro contento desde que la conocimos y nuestra desazón de hoy; porque era aún joven y porque parecía mezquinar sus apariciones; como si la intensidad que ponía en ellas, la manera íntima y discreta con que se apropiaba de sus personajes, los hacía suyos y los interiorizaba para luego parirlos y ofrecérnoslos con la mímica invisible de su rostro, que siempre mezclaba de forma inigualable algo parecido al asombro, el miedo, la tristeza y la esperanza; con sus ojos muy abiertos; con el rictus ínfimo de su boca generosa, concentrando en él todo el misterio de su expresividad.
Uno de los hitos de la historia del cine es la reunión de Ingmar Bergman con Liv Ullman. Más que con cualquiera otra de sus enormes actrices, el sueco modeló a Ullman hasta llevarla al extremo de su potencia como actriz. No fue un trabajo de una sola cara; lo que Liv le dio a Bergman era lo más íntimo y más grande, lo que enriqueció las películas del sueco, lo intransferible a cualquier otro, sea por la relación de pareja que los unió durante un tiempo, o por el misterio que el arte preserva como última instancia. Maria Onetto no tuvo a su Bergman, no al menos con la extensión en el tiempo y el trabajo que hubiera sido necesaria para alcanzar su propia cima. En cambio tuvo, en una sola oportunidad, a Lucrecia Martel. La mujer sin cabeza (2008) es una película poco apreciada en la filmografía de Martel, se la discute y se la desdeña como si se tratara de un cubo mágico, o cualquiera de esos objetos lúdicos que deben encastrarse de una manera complicada y trabajosa, de esos juegos que se abandonan por tedio e incomprensión. Estoy entre quienes defienden a La mujer sin cabeza como otra de las grandes películas de Martel. No lo sería si no estuviera en ella María Onetto; su comprensión profunda del trayecto de Verónica a partir del accidente que le abre los ojos a otra realidad y le permite comprender que vive en un mundo de muertos del que emerge como una Eurídice sin Orfeo posible, se extiende sobre toda la película como un delicado cobertor que lo unifica y lo condensa. No había otra actriz posible para La mujer sin cabeza. Martel –gran directora de actores, que parece trabajar erotizándolos hasta el extremo de cada uno, multiplicándolo y empapando con él la esencia de cada película- lo comprendió y llevó a María al punto más alto de sus posibilidades.
Hubo otra película que la acercó a ese lugar; Rompecabezas (2010), el debut como directora de Natalia Smirnoff (que antes había sido asistente de Martel), le permitió ser María del Carmen, un ama de casa que sufre una conmoción de otra índole que la de Verónica; descubrir el mundo de los rompecabezas, “armar” en la jerga de los iniciados, sumarse a una especie de secta de practicantes del juego, le permite armar y desarmar su propia vida, transformarse, abordar una reconstrucción femenina con un lenguaje propio y paralelo al de los discursos feministas. Rompecabezas tampoco hubiera sido posible (más allá de la injustamente escasa repercusión de su estreno) sin la participación de María; ella inventaba lo que vivía adentro de María del Carmen, bullendo como un fuego inocente, esculpía a su personaje y pintaba la película entera. Verónica y María del Carmen son las heroínas posibles del comienzo del milenio. María las invistió de su carácter heroico.
Hay otros personajes en sus películas (El otro -2007-, Relatos salvajes -2014-), en el teatro (la intensa perturbación de Potestad), incluso en la televisión. Aquellos dos fueron los mejores, el punto más alto de su expresión, un trabajo minucioso e invisible, de pura sensibilidad y exposición.
La sensibilidad es una flor extraña, un arma de doble filo que inviste al genio y, a veces, lo condena. Los que exponen el nervio de la sensibilidad acceden a una forma de comprensión, de los otros, de lo que se cuece en el fondo de su tiempo, que los lleva a lo más alto pero también puede lastimarlos. María Onetto, como Alejandro Urdapilleta, otro sensor que actuaba en carne viva, otro desaprovechado por el cine al que solo le dio su lugar la misma Lucrecia Martel en La niña santa (2004), tuvieron esa característica en común. Más allá de las circunstancias de sus muertes, resguardadas por su intimidad y la de sus más próximos, nos cabe el derecho a pensar que fue la época mezquina y tormentosa que hizo vibrar su sensiblidad en carne viva y los empujó al sacrificio.
No tendremos más a María Onetto. La extrañaremos. No será fácil que alguien ocupe su lugar. Elijo despedirme de ella repitiendo la cita godardiana del título: Yo te saludo María.
María Onetto (1966-2023)
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