la-calle-de-los-pianistas-c_6453_poster2En La calle de los pianistas apenas si hay planos de la calle. Casi todo es interior y casi todo es diálogo. Cuando la película sale al exterior, las escenas transcurren dentro de un auto, en el bar o en el teatro donde se va a llevar a cabo un concierto. La calle es la puerta de entrada a la vida de los protagonistas que, como sugiere el título, son todos pianistas. Lo que importa sucede adentro, frente al instrumento, en la cena, en las charlas entre abuela, madre e hija, o a través de las paredes, cuando el sonido de las teclas las traspasa y los artistas se reconocen mediante ese lenguaje misterioso -el más misterioso de todos, según Borges-. Mariano Nante pone de manifiesto esa idea de lo interior y lo cotidiano cuando imprime sobre las imágenes del comienzo la única información objetiva que brinda la película: que en los años ochentas la familia Tiempo (pianistas todos ellos) se estableció en Bruselas en el nro 22 de la calle Bosquet; que unos años después Martha Argerich se mudó a la casa contigua y que desde entonces alberga y forma a músicos de todo el mundo; que en esa calle vive una niña de catorce años que toca el piano con una facilidad y naturalidad asombrosas: Natasha Binder, hija de Karin Lechner y nieta de Lyl Tiempo, pianistas reconocidas ambas. De allí en adelante, el relato se va construyendo desde el presente, alternando los recuerdos y  la historia que cuentan los diarios de juventud de Karin con las fotos y los VHS familiares.

Con todo lo que a priori se puede esperar sobre una película que se mete con el mundo de la música clásica (la solemnidad, la pertenencia de clase, la complejidad y el sacrificio que puede representar el estudio de una pieza o movimiento y su posterior ejecución), La calle de los pianistas tiene la virtud de dejar de lado todo eso para volcarse decididamente hacia un tono que la acerca a la comedia y construir desde allí su poética. Desde el principio, desde los primeros planos, la relación entre Natasha y su madre se establece como el eje narrativo sobre el que descansa la fluidez y el encanto de la película. La cámara de Nante se mantiene siempre a la distancia necesaria, logrando que las protagonistas se olviden de ella y que sea justo allí cuando se producen los momentos de la más pura y luminosa cotidianeidad: Natasha sorprendiéndose irónicamente de la sabiduría de su madre, quien le hace saber que las teclas del piano son blancas y negras: “¿En serio? No sabía”, responde la niña; Natasha bostezando ante la mención del nombre de Schumann, o haciendo un gesto desinteresado, como no entendiendo lo que le quieren decir pero aceptándolo al mismo tiempo, cuando su madre le sugiere un arreglo en la ejecución de una escena.

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Toda la excentricidad, la dedicación y la aparente locura de los músicos clásicos que surgen de las anécdotas que Sergio Tiempo cuenta en una cena, lejos están de la simpleza con la que Natasha y su madre se muestran en cada plano. Allí están las dos, de entre casa, tiradas en el sillón, observando a Alfred Cortot, quien desde las luces y las sombras de otro tiempo sugiere que una vez comprendido y aprehendido el sentido de lo que se quiere tocar, lo único que resta es soñar la pieza. Y es en ese soñar, asociado a lo lúdico y la infancia, donde está la clave de la película. Porque la música que toca Natasha tiene que ver con las Escenas infantiles compuestas por Schumann; porque por ahí anda la pequeña hija de Sergio dando sus primeras notas en un piano lleno de colores y letras, pero sobre todo porque en más de una escena, como aquella en la que Natasha y Sergio aparecen frente al piano y de espaldas a nosotros, el lenguaje y el sentido de las palabras quedan reducidos a una serie de entonaciones onomatopéyicas que poco después observan su traducción en la melodía que sale del instrumento. En ese regreso a lo primitivo, La calle de los pianistas evidencia su libertad formal, siempre elegante, siempre prolija y transparente, pero también compleja y misteriosa, acaso por la propia luminosidad de lo que evidencia.

Natasha-Binder-protagonistas-documental_CLAIMA20150423_0021_27La placidez, el encanto y el asombro de la película de Nante, su solidez narrativa, no está en lo que el director elige dejar fuera de campo sino en lo que decide mostrar en primer plano (y en un solo plano): el momento en que los dedos de Natasha bailan sobre el piano como si fuera el acto más natural del mundo. Natasha está sola en esa habitación, la cámara la sigue hasta posarse en sus manos. Es un momento breve y hermoso en el que la promesa de la calle Bosquet deja ser tal para volverse un hecho concreto.

La línea histórica establecida por los apellidos Tiempo-Lechner-Binder habla de una herencia que lejos está de parecerse a una pesada influencia, una maldición o un mandato irrevocable. Incluso cuando Sergio Tiempo explica que no eligió ser pianista, que no se propuso ser pianista sino que ya lo era antes de comprenderse como tal, no hay en su expresión un solo gesto de angustia ni desagrado. Tanto Natasha como su madre, y también su abuela y su tío, parecen dedicarse a hacer aquello que les sale con naturalidad. La idea del sacrificio y la entrega absoluta a una acción determinada, como lo es en este caso el estudio de un instrumento y el posterior dominio sobre el mismo, no tiene lugar aquí y eso también excluye, felizmente, la perpetuidad del acto como gesto vaciado de sentido. La preocupación de Karin pasa por lo que Natasha es hoy, no por lo que será. Y ese ser hoy implica la vida social de Natasha, los amigos, el colegio. Después el piano, después lo otro.

natashaAsí, La calle de los pianistas puede ser pensada, aunque nunca la reconozca ni se preocupe por hacerlo, como la antítesis de la reciente Whiplash, película de Damien Chazelle en la que a un joven baterista se le iba el cuerpo, la sangre y por poco la vida tratando de alcanzar la perfección. sumamente potente en el ritmo de la narración y en el duelo más físico que verbal establecido entre alumno y profesor, la película parecía justificar sobre el final el sacrificio del cuerpo en pos de la catarsis emocional como compensación de las propias limitaciones musicales.

En la película de Nante no hay genios ni máquinas de ejecución, no hay niños prodigio, sino personas inteligentes con una habilidad asombrosa para la música y el piano, para reconocerse a la distancia, paredes mediante, por el sonido de unos pocos acordes: en una suerte de doble homenaje (al pasado y al futuro), Martha Argerich reconoce el estilo de Natasha apoyando con suavidad su cabeza junto al muro que separa los cuartos de estudio. En la película de Nante hay niños encantados y encantadores.

La calle de los pianistas trata sobre personas que viven en la música y con la música, pero no para la música. Natasha Binder es una niña de catorce años que juega y se divierte, que se ríe junto a su madre segundos antes de tocar para un teatro colmado; que hoy es pianista pero que tiene la libertad de elegir dejar de serlo cuando ella lo desee.  Lo que se prioriza es el sueño (su sueño), y en ese estado parece encontrarla la película hacia el final, dormida sobre el regazo de su madre, siguiendo acaso el consejo de Cortot, soñando tal vez con una casa en la que siempre haya niños tocando el piano: una escena infantil en la que la música se quede flotando en el aire de la noche de Bruselas.

La calle de los pianistas (Argentina, 2015), de Mariano Nante, c/Alan Kwiek, Karin Lechner, Lyl Tiempo, Martha Argerich, Natasha Binder, Sergio Tiempo, 87′.

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