Cuando yo era chico había una especie de disputa entre los seguidores de DC y los de Marvel. No podías ser simultáneamente fan de ambos. Elegías un bando o elegías otro. Era así. DC tenía a Batman y a Superman y Marvel tenía a Spiderman y a los X-Men, ponele. Era difícil decidirse. Yo iba al taller de historieta de Carlos Bulzomi, en el centro cultural Julián Centeya, donde se juntaban mis amigos los nerds antes de que ser nerd estuviera de moda. Me acuerdo que antes o después del taller íbamos al bar de la esquina a tomar licuados y hablar de estas cuestiones. Desde allí, la particular fauna blandía sus argumentos a favor de unos y en contra de otros. El tópico más frecuente que encendía el calor de esta incierta disputa tenía que ver con la originalidad de unos personajes y su imitación en el bando contrario. Bastaba que DC diera a luz a algún personaje con unas características particulares, para que enseguida Marvel diera a luz a otro similar, análogo. O viceversa. A mí me costaba decidirme entre un bando y otro, pero siempre procuré atender, con cautela y curiosidad, las razones que cada bando esgrimía. Me acuerdo que cada vez que yo mencionaba a Atom, los detractores de DC se lo pensaban dos veces.
¿Qué era lo que resultaba fascinante de Atom? Pues, la posibilidad de reducirse de tamaño, obviamente. El misterio de la energía atómica y subatómica, que por entonces era un misterio fascinante y aún lo es. Pero no es el punto resaltar las similitudes, dejemos la incierta disputa y/o paralelismo de lado. La cuestión es que tanto el primer Ant-Man (Henry Pym), como el segundo Ant-Man (Scott Lang), además de reducirse de tamaño también tienen la facultad de controlar a los insectos, lo que los vuelve personajes originales por derecho propio.
Sin embargo, hay algo en esa facultad que, así, en abstracto, me hace ruido. Pienso que la posibilidad de controlar a los insectos ya era suficiente súper poder como para desplegar un sinnúmero de batallas épicas y situaciones heroicas. Sin embargo, la facultad de Ant-Man de controlar a los insectos es a) bastante arbitraria, y b) bastante secundaria. O sea, por favor, alguien que controla a los insectos ya es suficientemente genial sólo por eso, pero esta facultad siempre aparece en segundo plano. O sea, lo que quiero decir es que no me parece que hiciera falta que, además, se redujera de tamaño. Pero bueno, Ant-Man también se reduce de tamaño. Mejor dicho, Ant-Man, además de reducirse de tamaño, también controla a los insectos, como quien no quiere la cosa.
En fin, el primer Ant-Man era un científico y el segundo Ant-Man, una suerte de discípulo involuntario del primer Ant-Man. La inclusión de S.H.I.E.L.D en toda esta ecuación (S.H.I.E.L.D es la agencia paramilitar de desarrollo armamentístico súper secreto), deviene en el hecho de que el traje especial de Ant-Man, además de a) lograr que el usuario se reduzca de tamaño, b) controle a los insectos, también consiga que c) le otorgue súper fuerza. Así que el traje de Ant-Man puede hacer de todo. Digo, ¿no serán muchas cosas todas juntas? No sé, creo que hay un problema de economía de recursos con Ant-Man. Es una suerte de rejunte de muchas cosas, todas al mismo tiempo. Pero en lugar de ser genial por eso mismo, siento que le juega en contra. Como si los creadores del personaje no supieran por dónde convencer a sus lectores y, por las dudas, ampliaron la red a ver si pescan algo.
Pese a eso, su adaptación a la pantalla grande me sorprendió completamente porque (incluso con toda la desconfianza y la animadversión que me genera el personaje) los realizadores consiguieron hacer una película brillante. Porque Ant-Man, la película, es ante todo una película brillante. Ya ni me acuerdo la última vez que una película basada en un cómic de superhéroes me divirtió tanto y eso que Ant-Man no es una comedia. Ant-Man es una película de ciencia ficción, superhéroes y aventuras, pero relatada de una manera que resulta absolutamente encantadora, absolutamente simpática.
Ant-Man, la película, es tan buena que consigue desarmar todos los argumentos que esbocé en contra del personaje. Paul Rudd (el actor que interpreta al segundo Ant-Man) resulta tan convincente que es imposible no encariñarse. Es cierto que uno de los mejores momentos de la película (cuando consigue reducirse hasta dimensiones sub-atómicas) parece una suerte de plagio de las historietas de Atom, pero le perdonamos todo.
Hay un momento en el que Ant-Man y el villano (un científico que planea vender el traje y la tecnología como arma militar al mejor postor) se enfrentan, ya ambos reducidos de tamaño, adentro de un maletín. Entonces, comienza a sonar Plainsong de The Cure desde el celular que está allí, adentro del maletín. Esa escena es, simplemente, de lo mejor del mundo.
Si reducimos el argumento de la película a sus puntos claves, convengamos en que no tendremos nada muy diferente al argumento de otras películas que ya hemos visto cientos de veces. La originalidad de la película claramente no está en el argumento, que es casi una parodia del género. Lo brillante, precisamente, es que adquiere plena consciencia de ser un cliché y lo aprovecha favorablemente, haciendo que esa parodia no se convierta en sátira, sino en un homenaje. Por ejemplo, contiene la escena de tensión dramática, necesaria e innegociable, entre padre hija, pero Ant-Man la arruina denotándola y en ese detalle hay un golpe maestro. Le quita el peso de su patetismo, convirtiendo la escena en un inteligente guiño cómplice.
Ant-Man: El hombre hormiga (Ant-Man, EUA, 2015), de Peyton Reed, c/Paul Rudd, Evangeline Lilly, Michael Douglas, Corey Stoll, 117′.
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