Una mano suave, tersa, perfecta, guía nuestra mirada. La perfección técnica fue alcanzada: no es un detalle ni mucho menos. Esa mirada suave es la que hace que toda superficie que vemos en estas películas sea irremediablemente seductora. Piñeiro sabe filmar. Su habilidad tiene el más estricto pedigreecontemporáneo: un cine a la vez traslúcido y epidérmico, indefinido y físico, abierto y vacío. Le caben todos los significados y, a la vez, ninguno. Ese cine que ya no es nuevo, el cine de hoy, es un cine que se siente en la piel y, en ese campo, Piñeiro tiene la batalla ganada: sabe acariciar. Su cine es bello, es liviano, es terso. Hay que saberlo disfrutar, pero se disfruta. Sus formas no son nuevas, pero son perfectas.
La mirada traslúcida se construye en este caso sobre textos de Shakespeare: una escena, apenas un diálogo de una obra, perdidos, cortados, ensayados. La artificialidad es pura y llega a la estratósfera: un grupo de actores ensaya en Tigre una obra de teatro de hace tres siglos en la que una mujer se disfraza de hombre para hablar con el hombre que ama, y al hablar con él le pide que la trate a ella (que está disfrazada de hombre) como si fuera la mujer que él ama (y que es ella misma sin su disfraz). En Rosalinda la artificialidad se eleva al cuadrado: la comedia de Shakespeare se construye sobre la artificialidad y a esa artificialidad se le suma la de la propia Rosalinda: el encanto infinito del cine que nos permite sumergirnos en la ficción ensayada por una actriz. A ese encanto de la artificialidad (sostenido necesariamente por una mano que sabe dosificar los tiempos) se suma el encanto de las actrices mismas (cuerpo de este cine y, a la vez, cuerpos bellos acariciados por una cámara que nos sabe acariciar) y, sobre eso, el encanto de un sol fértil y placentero que inunda cada cuadro de la película. En algún punto Rosalindarecuerda a Un partie de campagne: el verde desarreglado, el río siempre presente, la placidez de una tarde pasada en ocio y atravesada por un pan-erotismo no exento de teatralidad.
En Viola la artificialidad es menos simple, pero no por eso menos artificial: las mujeres también se disfrazan de hombres, las actrices también ensayan, pero las operaciones sobre el texto de Shakespeare son más amplias y complejas, tanto en el trabajo que se hace sobre las palabras mismas como en la estructura general de una película que maneja muchos más vericuetos de lo que su apariencia simple permite suponer. Shakespeare aporta varias cosas: primero están las palabras que recita un grupo de actrices sobre el escenario. Después están esas mismas palabras, que se repiten en loop, en un ensayo, y van adquiriendo y perdiendo significado a medida que las vemos usadas como instrumentos para otra cosa. Finalmente, hay una vaga idea argumental, presentada en una escena que se mueve del realismo a la más pura artificialidad en una sola toma, que se vuelve a trabajar una y otra vez en diferentes registros. Por si cabía alguna duda sobre la habilidad de Piñeiro para filmar el artificio, ahí está la escena de Viola en la que las dos actrices ensayan su escena para demostrar la capacidad de hacer lo que pocos podrían haber hecho.
Pero ni Viola ni Rosalinda se sostienen enteramente en el artificio.
Un cine tan epidérmico no puede sentirse enteramente cómodo en el círculo de lo abstracto. Tanto amor por la piel, por el foco, por las actrices, no puede finalmente sino creer en el valor de lo que está acariciando. Encantado por el encanto de sus propias imágenes, termina por creer que lo que ama es digno de ser amado. Pero el amor (tenemos a Shakespeare en medio de todo esto) es una cosa caprichosa.
Las palabras fluyen con una hermosa cadencia (mérito de grandes actrices y también del director), pero tanta belleza termina por revelarse hueca. Si queríamos mostrar mujeres hermosas en planos hermosos que les acarician la cara, no había mejor pareja posible que las palabras hermosas de William Shakespeare. Pero al final las palabras parecen poco más que otra forma de maquillaje. Por si cabía alguna duda sobre la superficialidad de Piñeiro para manejar las palabras, ahí está la escena en la que las dos actrices ensayan su escena en Viola para demostrar que las palabras pueden ser muy bellas (y estar muy bien recitadas), pero, en el fondo, poco importan. Las palabras de la obra de Shakespeare hablan de amor. Cortadas de la obra que les da sentido, pierden contexto. Fuera de un escenario y repetidas una y otra vez por un costado o el otro, pierden y ganan sentidos hasta quedar peladas y expuestas en apenas lo más básico que son: sonidos lindos, de cadencias cuidadas, que caen de bocas hermosas. Lo importante de esa escena no es lo que se dice, porque casi no se dice nada. Es cierto, las palabras forman parte del artificio que permitió construir lo que sea que sea esa escena. Tienen que estar.
Cuando se acaban las palabras (y las palabras también se acaban, incluso en Rosalinda y Viola), lo que queda es apenas esa piel traslúcida que puede ser encantadora en los malabares de una artificialidad artificiosa, esa piel que exige ser tratada con amor. Pero al amor nadie puede obligarnos. Tal vez Viola crea que sus actrices son dignas de ser amadas por ser simplemente quienes son, así como Rosalinda cree que su troupe de actores es interesante incluso cuando deja de ensayar y se dedica a tomar sol y jugar a las cartas un día de calor en el Tigre. Pero entonces aparece la peor sospecha de todas, la sospecha de que toda esa artificial teatralidad se montó sobre andamios tan transparentes, bajo la solapada premisa de que la artificialidad (en este caso, Shakespeare, aunque, sospechamos, podría haber sido cualquier otro) le resulta interesante a estas películas en la medida en que supone que es interesante porque puede despertar ecos en esa otra artificialidad que son sus personajes. Pero ni Viola ni Rosalinda terminan de asumir la artificialidad de sus propios personajes, esas actrices que recitan, pero que también se callan. Ese amor por la piel y por las actrices termina por generar una fe en su contenido amado: las miradas y los silencios están puestos ahí para señalar hacia adentro. La artificialidad se construye con palabras, pero estas películas construyen sus personajes con gestos, lenguaje moderno que busca horadar en una “profundidad” cuya superficie revela la cámara. El secreto de la seducción es el de sugerir que hay algo más. Las palabras y los ensayos existen para revelar un supuesto interior de estos personajes. La actriz que ensaya el papel de Rosalinda en Rosalindatiene, sabemos vagamente, problemas amorosos y ensaya escenas de problemas amorosos. La actriz que interpreta a Olivia en Viola tiene problemas amorosos con un tal Antonio, al igual que el personaje de Olivia; y, al igual que Olivia, se enamora de un mensajero engañoso (en la obra, una mujer vestida de hombre; en la película, con una escena lésbica de premisas confusas). La artificialidad no interesa en sí, sino en la medida que expresa. Sobrevuela una idea vaga que equipara los enredos amorosos (y artificiales) de Shakespeare con los enredos amorosos de un grupo de gente joven, ociosa, linda, porteña, tan pronta siempre a expresarse a través del arte. Ahí está el paso en falso de estas películas: no llevar la artificialidad hasta el fondo. Toda la exploración amorosa de Rosalinda se reduce a un ringtone que suena “fuera de campo” y termina por anclar significados en el más simple de los realismos.
Es cierto que hay una larga tradición del arte en Occidente que dependió siempre de una clase ociosa que estuviera dispuesta a ocupar su tiempo (disponible) en cosas inútiles, pero bellas: El decamerón está dedicado a las mujeres ociosas, la pintura neoclásica exige, no sólo, un presupuesto para poder comprar cuadros, sino un cierto refinamiento de los gustos indispensable para el aprecio de los méritos de un arte que responde a ciertas reglas. Rosalinda y Viola no sólo suponen ese contexto, sino que, además, parecen suponer que ese contexto es un tema digno de ser tratado, simplemente porque la gente que se dedica al arte es interesante.
Rosalinda (Argentina, 2010), de Matías Piñeiro, c/ María Villar, Alberto Ajaca, Agustina Muñoz, Esteban Lamothe, Alejo Moguillansky, 40′.
Viola (Argentina, 2012), de Matías Piñeiro, c/ María Villar, Agustina Muñoz, Romina Paula, Esteban Bigliardi, Julia Martínez Rubio, 65′.
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