En el género de películas de boxeo parece haber una sola historia a contar. Según cómo y cuánto se cuente de esa historia la película está destinada a tener mayor o menor éxito tanto en la taquilla como en la celebración de la crítica. Esta historia es la del Nadie que se quiere convertir en un Alguien a fuerza de golpes e irreductible voluntad. En Creed, de Ryan Coogler, la historia mencionada comienza a contarse sin mayores preámbulos o sutilezas desde sus primeros minutos: un niño llamado Adonis Johnson muele a golpes a otro niño en una especie de orfanato-reformatorio porque éste último le insultó la madre fallecida. Encerrado y castigado por la golpiza, Adonis recibe la visita de una mujer de porte elegante y madurez sensible. Esta mujer es Mary Anne Creed (Phylicia Rashad) la viuda del gran Apollo Creed, el ex campeón mundial de todos los pesos que en un affaire clandestino tuvo a Adonis con una mujer de apellido Johnson y murió a manos de Ivan Drago antes que el nene naciera, lo conociera y supiera que es su hijo. Mary Anne decide adoptar -por vaya a saber qué razón moral y sentimental- al joven Adonis y sacarlo de ese mundo cruel de orfandad, soledad, desamor, rencor y violencia.
Coogler da entonces una interesante vuelta de tuerca: lejos de crecer a los golpes en la marginalidad, Adonis (Michael B. Jordan) crece con un muy buen pasar económico, una excelente educación, una madre adoptiva que lo ama y un muy buen trabajo de oficina. Sin embargo, sigue siendo (se sigue sintiendo) un Nadie o, lo que es peor, se sigue sintiendo indigno de utilizar el apellido Creed. Autodidacta total, opta por boxear en México sin que nadie lo sepa y es bueno haciéndolo. Esto hace que Coogler dé una nueva vuelta de tuerca: nadie quiere entrenar y promover “oficialmente” a Adonis en Estados Unidos porque no se lo toman en serio por su condición de “chico rico” o porque su apellido -por más que él use siempre el de la madre- es muy grande como para hacerlo triunfar o fracasar (algo así como lo que pasa en la actualidad con Julito Chávez Jr. y la enorme herencia que no logra sobrellevar siendo el hijo de la leyenda de leyendas Julio César Chávez). Por este motivo Adonis deja toda su acomodada vida en los confortables soles de California y decide emprender viaje a la gélida y gris Filadelfia, único lugar donde puede encontrar una persona que finalmente lo guíe -boxeo mediante- a ser (a portar el apellido) Creed: el hijo de Apollo Creed.
Adonis se instala en un departamento modesto de Filadelfia e irrumpe en el célebre restaurante Adrian’s. Mira el cuadro de su padre boxeando colgado en la pared del lugar. El restaurante está cerrado. Una voz lo interpela. Una presencia. Una presencia enorme. Y acá se acaba sintomáticamente la película de Creed. Esa presencia enorme es el enorme Rocky Balboa. Acá comienza, entonces, Rocky VII.
En diferentes entrevistas dadas recientemente a diversos medios, el director Ryan Coogler afirmó que le tomó casi dos años convencer a Sylvester Stallone para que volviera a calzarse el personaje de Rocky; que si bien Rocky Balboa (2006) había sido un gran cierre para la saga, todavía podía aparecer una vez más en un rol secundario. ¡Secundario las pelotas! Creed no es mas que un Caballo de Troya para que el mítico Sly diga “Sí”. Al prometedor Michael B. Jordan (¿justo ese nombre le tenían que poner los padres?) todavía le falta un golpe de horno importante en carisma como para ponerse al hombro una franquicia como Rocky. Apenas Stallone aparece en escena, este golpe de horno se nota de manera abrumadora. Todo se invierte entonces automáticamente: Jordan y su Adonis pasan a ser “secundarios” involuntariamente; Stallone y Rocky comienzan a copar corazones y emociones con velocidad frenética.
Poco importa la historia de amor de Adonis con la bellísima Bianca (Tessa Thompson) y la redundancia de la redundancia -en la metáfora- al tener ésta un problema de disminución auditiva progresiva mientras intenta triunfar en el mundo de la música; poco importan los ninguneos constantes que sufre Adonis en los gimnasios donde intenta entrenar o la fiereza de los oponentes que lo quieren usar y desafiar: lo que importa es verlo a Rocky cansado, viejo, solitario, extremadamente sabio, casi senil, como acabado pero con todo el fuego -intacto- dentro; con esa bestia que soltó en Rocky Balboa dándole una tunda a un campeón del mundo treinta años menor y que, lejos de haberse escapado, sigue descansando entre el cuerpo magullado y el gigante corazón latente del gran campeón del pueblo. Lo que importa es esperar a que Rocky dé el OK y empiece a entrenar al joven Adonis adoptándolo, quizás, como el hijo que tuvo y que no le da bola o el que quiso tener en la fallida Rocky V y lo traicionó por la fama y el dinero. Coogler aprovecha estas expectativas, “repara” -los guiños son muy obvios- los errores que se cometieron (argumentales sobre todo) con Tommy Gun y da una pauta bien precisa de “continuación” de lo que fue Rocky Balboa para que Rocky VII gane en vigor cinematográfico a pesar de llamarse “Creed”, a pesar de ser la historia de Adonis.
Encontrado este vigor -algo indiscutible en la película- lo demás en la historia se centra efectivamente en esa búsqueda de identidad a los golpes donde el legado patriarcal se vuelve, simplemente, una insuficiencia paterna; donde hombres sensibles curtidos por los puños de la vida se vuelven músculo y disciplina, sangre y sudor para batirse simbólica y emocionalmente en un cuadrilátero contra todos los fantasmas de sus existencias. Lo demás es una última batalla (¿última?) que Rocky parece tener que librar y que Coogler, de manera muy atinada, sabe presentar sin caer en golpes bajos innecesarios.
En las Rocky de los 70 (I y II) Rocky es el símbolo -Hollywood mediante, claro está- de esa clase baja, trabajadora de Estados Unidos que a pesar de ser la resaca de la sociedad más industrializada del mundo sigue esperando que el “sueño americano” le presente una oportunidad para luchar hasta las últimas consecuencias por obtenerlo. En las Rocky de los 80 (III y IV) Rocky es el símbolo del reaganismo aburguesado y materialista más recalcitrante pero igualmente aleccionador: dinero, opulencia y fama no son nada si no hay amor propio, honor, familia, sacrificio, amistad y, sobre todo, patria para disfrutarlos. En el Rocky de los 90 (Rocky V) Rocky es el símbolo de la decadencia pos Reagan, donde los enemigos dejan de ser progresivamente externos para pasar a ser, principalmente, internos. En la Rocky de los 2000 (Rocky Balboa) Rocky no es nada más (¡y nada menos!) que el símbolo de un hombre que fue fiel y coherente a todas sus épocas, a los contextos radicales de su nación, a la persistencia vívida de sus propias ideas y que continúa siendo el campeón del pueblo porque supo como nadie inspirar a ese pueblo inspirándose primero a sí mismo (la siempre épica corrida final con la siempre épica cancioncita hasta y por los escalones del museo como ejemplo). En Rocky VII el gran Rocky es un símbolo de su propia prédica; un ejemplo, más bien, de ética (¿a lo Gran Torino de Eastwood quizás?) personal y personalista: ese quedarse levantado a pesar de todo, a pesar de uno mismo como bien le supo sermonear a su hijo en Rocky Balboa. Adonis aprovecha sin dudar los ejemplos de este gran hombre y se infla de ese espíritu como un prolijo partenaire matizando momentos de ternura y deseo constante de superación que lejos de ser -otro rasgo interesante que inyecta Coogler- un intento narcisista de trascendencia es más bien una ejecución íntima de saberse, sentirse un alguien: por ello, las batallas de Adonis son para sí mismo y nadie más.
Si en esta nueva entrega que se viene una persona se merece ganar el Oscar por su actuación y por lo que panfletariamente significa y ha significado para “la industria” ganarlo y/o otorgarlo, esa persona es Sylvester Stallone. Su Rocky le sienta tan inmensamente bien porque, como remarcamos en el párrafo anterior, Stallone mismo ha sido desde los 70 hasta esta parte un símbolo de iguales consonancias según las épocas (políticas) para Hollywood: un don nadie sin mayores dotes actorales en los 70 que venía de hacer películas porno y que escribió en semanas su propio guión para poder actuar en él, logrando un éxito inmortal que hasta el día de hoy sigue llenando cines; el viril, semental, honorable, musculoso y temible vengador reaganista en cuanto personaje belicoso personificara, por más que los talibanes a los que apoyó lo traicionaran, aparentemente, en el 2001; el avejentado veterano pos guerra fría de los 90 que buscaba una cierta actualización a pesar que el tiempo, los cónclaves políticos y las franquicias de acción ya lo estaban fosilizando (no lo necesitaban más); el sabio veterano que sigue con el fuego interno intacto a pesar que el mundo (del cine) mutó en fisiologías, uso de esteroides, tipos y estereotipos de virilidad masculina y política invertebrada muy diferentes a la de esos 80 donde brilló.
En Creed, Stallone/Rocky y Rocky/Stallone son más UNO que nunca, que siempre, y eso se nota. El joven Adonis lo nota. Jordan lo nota. Y sobre todo, Coogler lo ha notado logrando con ello ponderar una película que, de ser “Creed” nomás, no hubiera sido mucho más que un “ni fu ni fa”, pero que siendo Rocky VII se ha transformado en un nuevo tanque cinematográfico al que se le viene una secuela y, según dicen los diferentes portales de Internet y una entrevista que Sly le dio a la revista Variety, vendrá no sólo con la aparición de Stallone una vez más si no con la del mismísimo Carl Whaters haciendo de Apollo Creed. El único Creed que realmente existió a pesar de su herencia y el legado amoroso de un secreto affaire.
Acá puede leerse un texto de Juan Pablo Susel sobre la saga de Rocky.
Creed: Corazón de campeón (Creed, EE.UU., 2015), de Ryan Coogler, c/ Michael B. Jordan, Sylvester Stallone, Tessa Thompson, 133’.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: