Con más referencias al cine de géneros de Hollywood que a la novela de H. G. Wells, Leigh Whannell propone un giro completo en el punto de vista del relato y, con él, en el motor del terror: si la ansiedad de Wells estaba puesta en los peligros de una ciencia que se vuelve contra su creador, Whannell actualiza ese miedo con una ciencia tecnológica que se convierte en el motor de la opresión dentro del seno familiar.

La violencia del mar golpeando la costa es el telón de fondo que recibe al espectador para dar paso a la figura de una mansión encumbrada en lo alto de una colina, en la que una solitaria lucecita permanece prendida. La escena, similar a la inicial de El ciudadano (Orson Welles; 1940), manifiesta el rasgo que une a ambas figuras masculinas ocupantes: el magnate poderoso que, a fin de cuentas, se encuentra solo, sin posibilidades de conformar una familia. La primera vez que vemos el cuerpo de Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen) aparece abrazando el de su novia, Cecilia Kass (Elizabeth Moss), un acto que a los cinco minutos será resignificado para pasar de ser un acto de amor a una declaración de propiedad. El hombre invisible es Adrian Griffin. No precisamente el mismo personaje de la novela, llamado Jack. Puede ser pariente, pero no el mismo. De igual forma, mientas las motivaciones del personaje de Wells consistían en formar una raza de superhombres invisibles, las del personaje de Whannell no son otras que controlar, manipular y atormentar a su pareja. Esta vez, el objeto de terror es la figura del marido. El monstruo se ubica dentro de la casa y esa presencia puede salir de cualquier pasillo, porque está siempre acechante, en las sombras, refugiado en cada una de las miles de cámaras que vigilan y controlan a su esposa perimetralmente, al igual que lo hacen con su perro, ambos igualados para él como objetos que lo tienen como amo.

Si el clásico de Wells se centraba en la figura del monstruo, la transposición de Leigh Whannell opta por el punto de vista de la víctima, logrando que la violencia en cámara se vea potenciada por la violencia narrada verbalmente por la protagonista, al confesar que ese ex novio -del que acaba de escapar- la controlaba en todos los aspectos, desde la ropa que usaba hasta aquello que pensaba, y que ante su “mal comportamiento” las represalias eran de violencia tanto física como sexual -que además, traía aparejado la imposición de que le diera un hijo-. Una de las formas en que ejerce ese control es a través de la dependencia económica, pues hay entre ellos una diferencia de clase: él es millonario, ella no. Ella es una mujer de los suburbios. El dinero y estabilidad económica no persuaden a la mujer, pero Adrian no escatima esfuerzos impidiendo su independencia, truncando la entrevista de trabajo de Cecilia.

Como parte del acoso psicológico, el ex novio recurre a implementar el descrédito de su cordura, con el fin de alejarla de su familia y amigos. En ese sentido, gran parte del argumento está construido sobre la base de la posible paranoia de la protagonista, traumas a los que el personaje de Ingrid Bergman era sometido en La luz que agoniza (George Cukor; 1944). Sin embargo, el dictamen y la denuncia contra el marido posesivo no caen en la demonización de todos los hombres como tales. La mujer tendrá la posibilidad de vinculase con otro hombre, con el que tendrá una familia: un policía de casi dos metros de alto, que oficia como efigie protectora, comprensivo y padre amoroso. Es entonces cuando la figura del marido muerto emerge como presencia fantasmagórica que pone en duda el carácter de la historia, que de momento se transforma en una historia de fantasmas y casas embrujadas. Esa suerte de resurrección inicia la escalada de pequeños actos de violencia que no tardan en estallar, haciendo de la presencia del monstruo algo inminente, que puede estar en cualquier lado o en todos ellos. Es el mismo escenario familiar el que se convierte en un elemento de terror, y es sobre esa tensión asfixiante que se generan climas que despiertan miedo en el espectador.

El Mal se encuentra oculto, pero al acecho, y ese acoso psicológico se retrotrae a los albores clásicos del género: desde la historia, compartida con la saga iniciada por la Universal, protagonizada por Claude Rains, The Invisible Man (James Whale; 1933), hasta el recurso del enemigo invisible y la generación de un clima amenazante implementado como marca de estilo por el director de la RKO, Jacques Tourneur. Generando un ambiente de asfixia, transformando al escenario todo en un lugar peligroso y haciendo que la protagonista comparta su paranoia con el espectador. Es éste quien se bifurca gracias a la forma del relato: por un lado, es único cómplice de la protagonista; por el otro, es quien adopta el lugar del victimario. La cámara en más de una oportunidad se posiciona como subjetiva del acosador, unificando al monstruo con el espectador. El traje, hecho de miles de pequeñas cámaras, nunca refiere a su inventor como científico sino como genio de la óptica, por lo que la pulsión escópica lo unifica con el espectador. Porque el monstruo no sería tan eficiente sin la tecnología del acoso y el dispositivo panóptico que ya había denunciado Foucault: es la capacidad de ver y no ser visto lo que posibilita el poder sobre lo vigilado. En ese sentido, el dispositivo es partícipe necesario y sus utilizadores y adoradores, cómplices. Por eso Whannell empatiza a la audiencia con la víctima al tiempo que ubica al espectador en el lugar del victimario.

Juego de perversiones del voyeur fueron las obsesiones trascendentales de Hitchcock, y cuya cita culmina con un giro -que acá se omite para no revelar detalles de la trama-, que coquetea con Psicosis (Alfred Hitchcock; 1960), película con la que también comparte la temática del asesinato como forma de posesión de aquello que se observa, donde la violencia es, además, sublimación sexual. La transgresión pop de la historia de Wells le permite a Whannell partir con tranquilidad de un lugar conocido por el espectador para subvertirlo a gusto, para hacer no solo una transposición donde la ansiedad se reactualiza con una denuncia de género, sino además una reflexión sobre el propio dispositivo con el que trabaja.

Calificación: 9/10

El hombre invisible (The Invisible Man; EUA; 2020). Guion y dirección: Leigh Whannell. Fotografía: Stefan Duscio. Edición: Andy Canny. Elenco: Elisabeth Moss, Oliver Jackson-Cohen, Harriet Dyer, James Lanier. Duración: 124 minutos.

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