En el comienzo de Retratos de Eugenia, hay una serie de dibujos de personas. Eugenia Bekeris, la autora de los dibujos, dialoga con Eduardo Stupía, cuenta algunos detalles de la realización, menciona los nombres de los retratados, hace algún comentario de los textos –o incluso de la foto en el caso de quien era un niño en los años de la Shoah- que los acompañan. Todos ellos son sobrevivientes del Holocausto, judíos que huyeron de Europa y llegaron a la Argentina. Pero más que esa característica, lo que resalta es el contraste notorio que se advierte en cada uno de los dibujos entre el rostro y el cuerpo. El nivel de detallismo de las líneas del rostro y de la cabeza parecen chocar con la simpleza de los trazos que definen el resto del cuerpo –generalmente sentado- de los sobrevivientes y con la ausencia de un espacio que los defina –los textos agregados parecen funcionar como el único entorno a esa figura-. Es posible detectar en ese elemento el germen de una idea. Una que incluso implica un desplazamiento, de la visión del “como si estuvieran ahí” que plantea Stupía –como si el dibujo, en ese nivel de perfección pudiera reemplazar la presencia física o como si la contuviera en sí mismo-, a la que implicó en algún momento a los retratados viéndose a sí mismos –y en especial en el caso de Sara Rus, rechazando el primer dibujo porque se veía “vulnerable”-.
En esa primera escena aparecen contenidas dos de las coordenadas que guiarán el desarrollo de la película. La primera es la forma en que la artista se sumerge en el horror que forma parte del pasado. Retratar a los sobrevivientes de la Shoah no forma parte de una colección o de un objetivo artístico limitado, sino que aparece como una continuidad que se liga con las imágenes de la década del 90, con las instalaciones y el video que presenta en un museo de Polonia. En ellas, Bekeris parece dar cauce a lo que en algún momento señala al hablar con su hermana: tenía que encontrar la forma de decir lo que había pasado. Y eso que había pasado era parte de un pasado familiar. Lo familiar no se escinde, entonces, de lo histórico, sino que se entronca con la muerte de familiares en los ghettos de Budapest o en los campos de trabajo forzado a los que fueron desterrados. La inmersión en el pasado implica partir desde un presente –el momento en que las personas son dibujadas- para contrastarlos con el pasado de horror, señalando a su vez, la imposibilidad de poder hacer lo mismo con los ausentes. Bekeris no dibuja a sus familiares muertos a causa del nazismo, aunque tenga fotos de ellos: lo que cuenta en ese caso es la ausencia que impide reponerles un cuerpo en el presente en que son dibujados.
La segunda es la necesidad de retratar para devolverles la identidad que les arrebataron. Si como se mencionaba antes, el dibujo les permitía volver a verse a sí mismos, también los repone como un cuerpo con una identidad. Los campos de concentración no solamente arrasaban con los gestos de humanidad, sino que en ese punto lo perdían todo, hasta su nombre. La conversión en un número es lo que revierte el dibujo, y es en ese punto que el trabajo los enlaza con las desapariciones ocurridas durante la dictadura argentina. En una breve secuencia, Eugenia asiste en su casa a las audiencias virtuales por uno de los juicios contra los responsables de crímenes de lesa humanidad. Se escucha alguna declaración en donde resalta la cuestión del número como reemplazo del nombre. Eugenia, frente a la computadora, mientras observa y escucha, sigue dibujando rostros. De víctimas, pero también de algunos victimarios, como si también en ese acto estuviera devolviéndolos a un plano humano para que se los juzgue como tales.
Pero Retratos de Eugenia no implica solamente la mirada sobre otro, sino que permite volver la vista hacia la historia del personaje y de su familia. Si a ese entorno familiar no lo dibuja es porque encara un trabajo paciente –tanto como la forma detallada en que la vemos dibujar las plantas del jardín del complejo de edificios en que vive- de reconstrucción que excede la existencia del registro fotográfico. En todo caso, las fotos son puestas en relación con otros materiales, propios –en especial, el pasaporte de los padres- y ajenos –en la visita al Museo del Holocausto, en el que descubre objetos similares a los que había en la casa familiar-. Y son contrastados con otras miradas. Si Stupía sirve para poner en contexto la relación de los dibujos de Eugenia con su propia historia (sobre todo en el pasaje al dibujo de las plantas al que define como el descubrimiento de que “no había más que hacer con ese material” proveniente del horror), su hermana y su hijo son los que ponen de manifiesto las formas que adquirieron los silencios en la estructura familiar. En el caso del hijo, porque la historia no le fue revelada por su madre y porque él nació tras la muerte de su abuelo. En el caso de la hermana, porque hay en ella una visión diferente de la familia. Lo que para Eugenia fue un silencio en una “casa llena de cadáveres y muertos”, su hermana lo revive a partir de una madre que les contó la historia (“Mamá nos contó todo, el secreto no existió”; “A mí me alcanzaba con lo que me decían”) y que fue Eugenia también la que no permitía el diálogo.
Es el padre, en todo caso, la figura elusiva que persigue Eugenia. Posiblemente porque con él admite que no hubo diálogo por las características de ambos. En la recuperación de la figura del padre, se encuentra Bekeris ante la disyuntiva de volver a sumergirse en el pasado: para llegar a él tiene que volver a atravesar la historia familiar marcada por la huida de Hungría y por la muerte de los familiares que no pudieron o no quisieron salir. Parte del enigma que resulta haber sido la vida de su padre se resuelve, aunque las referencias más concretas choquen con la imposibilidad de ser chequeadas (su trabajo como director de una empresa norteamericana en Bolivia; su trabajo posterior para United Artists y Paramount). Hay una parte, sin embargo, que resulta central y que proviene del relato que hace una investigadora sobre los argentinos sobrevivientes del holocausto. A partir del pasaporte del padre y de otras experiencias similares, puede reconstruir el derrotero que lo llevó de Hungría a la Argentina, pasando hacia Italia, que no perseguía a los judíos y haciendo mención a los vagones sellados de los trenes. El momento en el que el pasado va a asomarse al presente es cuando se concerta la cita con Klein, un sobreviviente que escapó de la misma manera. Pero Eugenia no acude, pone excusas, admite finalmente: “Me dio pánico de verlo a Klein”. Como si en él se corporizara todo aquello que no puede ser dicho o visto o intuido.
Esa decisión no deja a la película con la sensación de lo irresuelto, sino que se asoma justamente a lo que constituye su nudo central que es hasta dónde puede avanzar una persona en la recuperación de un pasado signado por la tragedia y la muerte. En la decisión lo que aparece es el límite, el punto ante el cual ya no se es capaz de avanzar, despejando de esa manera cualquier consideración de heroísmo. Si hemos visto al personaje quebrarse hasta no poder seguir escuchando en la audiencia por los juicios, ese momento de detención más que cuestionarla, la reafirma en su postura. Y en ese punto parece terminar de comprenderse el comentario de José Martínez Suárez a Eugenia:esa búsqueda del pasado de su padre “es una hermosa investigación pero muy dificultosa”. La dificultad no está, en fin, en la información a la que se puede acceder, sino en hasta qué punto se quiere saber ese pasado.
Retratos de Eugenia (Argentina 2022). Guion y dirección: Juan Manuel Repetto. Producción Ejecutiva: Diego Gachassin. Dirección de Fotografía y Cámara: Diego Gachassin. Montaje: Carla Gratti. Diseño de Sonido: Gino Gelsi. Sonido Directo: Mariana Delgado, Gino Gelsi, Ezequiel Brodsky, Mariano Guido Mazzitelli. Música: Pablo Casals. Elenco: Eugenia Bekeris, Victoria Bekeris, Julián Smud, Lucía Smud Rosenfeld, Eduardo Stupía, José Martínez Suárez, Raul Manrupe, Adrián Muoyo, Serafina Perri, Marcia Ras, Abian Vainstein, Ema Yaquira, Paola Giordani. Dirección: 75 minutos.
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