“Vas como dormido, como si estuvieras en el medio de la nada, como si anduvieras de noche. Vas casi sin pensar…”
Secuencia del río Salado.
Historias Extraordinarias, de Mariano Llinás.
En el primer texto de la serie de artículos que el realizador, crítico e investigador francés Jean-Louis Comolli publicó a principios de los ’70 en la revista Cahiers du cinema, bajo el título «Técnica e ideología», se retoma la idea de André Bazin acerca de la invención del cine dentro de un espacio onírico y mitológico del hombre, en el que ese viejo sueño de fijar la imagen de la vida, de representar lo vivo, se opone a los discursos que le adjudican al cine un nacimiento más bien vinculado con lo técnico y lo científico a partir de la posibilidad de fechar los acontecimientos (el descubrimiento de la placa sensible a la luz, hecha por Niepce y Daguerre en 1826, por ejemplo), de precisar su historicidad. Comolli discute con historiadores y teóricos como Sadoul, Deslandes, Lebel y otros quienes suscriben a la idea cientificista del origen del cine, para terminar alineándose con Bazin y destacando, al igual que él, la primacía del sueño sobre la ciencia.
Mientras miraba El rostro, la nueva película de Gustavo Fontán, no podía dejar de pensar en el texto de Comolli y en esa idea de Bazin acerca del cine como sueño al que no se le puede adjudicar un origen exacto, sino remitirse y pensarlo a partir de esa antigua sensación que ya estaba latente en las primeras manifestaciones artísticas del hombre. El propio Werner Herzog, en su Cueva de los sueños olvidados, se pregunta si esos caballos y rinocerontes, que parecen galopar sin freno y agitar sus cornamentas con violencia en el campo abierto, pintados hace más treinta y dos mil años en el interior de la que hoy se conoce como Cueva Chauvet, no son también una forma de protocine que sus anónimos autores, sin proponérselo, estaban creando.
En El rostro está la idea de lo primitivo, del primer registro. Hay un viaje –literal y metafórico- que revela la composición de un mundo en el que el desfasaje entre lo visual y lo sonoro responde más a un estado de ensoñación permanente, al que la película invita, que a una búsqueda formal. El extrañamiento se produce sobre todo a partir del sonido, que desde los créditos iniciales ocupa un lugar preponderante sobre la imagen. Los diálogos se oyen pero apenas se entienden, su naturaleza corresponde más a los sonidos naturales del mundo que la película muestra, que a la claridad de algún tipo de discurso que se proponga sostener a partir de los parlamentos.
El rostro invita al abandono. La placidez de sus imágenes -el reflejo del sol sobre el agua, la mujer en la orilla del río, que mira y espera- nos sumerge en un lento adormecimiento que desemboca a veces en un terreno cenagoso. El ralentizado de la imagen, y el plano varias veces desenfocado, justifica la dificultad con la que se avanza sobre la tierra. En El rostro hay dos tipos de imágenes: aquellas que muestran la tensión y el desequilibrio entre la naturaleza y los personajes, con la cámara que nunca se queda quieta, que persigue y busca sin saber qué, que avanza como por inercia entre la vegetación, descubriendo a su paso toda suerte de rituales y costumbres que, al ser recortados por el aparato que los registra (casi siempre en Super 8), adquieren un tono enrarecido y mítico. Y aquellas en las que la cercanía del agua permite recuperar algo de equilibrio y deja el espacio suficiente para que los pocos personajes de la película puedan reconocerse y encontrarse en su reflejo. Cada plano en el agua (casi siempre en 16 mm), de los hombres lavándose la cara, de los niños jugando y bañándose, funciona como un momento de reflexión e inconsciencia simultánea, como un mirarse hacia adentro en busca de la calma, en busca de un tiempo que se sabe irrecuperable pero que no duele. Como un estar aquí y ahora, sin culpa ni remordimiento.
En El rostro hay técnica, sí, en la textura de sus imágenes, en la rusticidad del formato elegido, en la elección del blanco y negro, incluso en esa relación entre lo documental y lo irreal que la película establece, pero su esencia es puramente idealista. No se puede precisar su historicidad, porque lo que vemos son recuerdos, recuerdos de un viaje sin tiempo, interrumpidos tal vez por otros recuerdos, de otros viajes, de otro tiempo. Recuerdos de un sueño que parece repetirse (no es difícil imaginar al hombre que vemos al principio en su canoa, emprender el mismo viaje una y otra vez), de un ciclo que no tiene fin.
El rostro es un viaje y un sueño, y su belleza no está en la contemplación estática del paisaje, sino en la representación viva de lo simple, en el detalle de lo aparentemente intrascendente: en ese pie desnudo sobre la hojarasca, en ese pescado a punto de cocinarse en el fuego, en esas manos suaves que lavan la lechuga, en la sombra de los árboles que se proyecta sobre el suelo que quema.
El rostro es un reflejo extrañado que nos trae el agua, un cuerpo de mujer que nos despide con la placidez de su sonrisa, un hombre que, en silencio y desde la orilla del río, nos augura buen retorno con su reverencia, una vegetación frondosa que al alejarnos parece tornarse impenetrable, inasible, una tierra salvaje y fértil que nos devuelve al principio de todo y desaparece. Hasta el próximo sueño.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes sobre La orilla que se abisma.
El rostro (Argentina, 2014), de Gustavo Fontán, c/Gustavo Hennekes, María del Huerto Ghiggi, Hérctor Maldonado, Pedro Gabas, 65′.
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