Lo mejor de Goodnight Mommy es su primer minuto y medio en el que se concentran todos los sentidos y efectos que buscan extenderse al resto de la película, pero esta, presa de sus propios excesos, los termina por descomponer. Escenificando la finalización del horario de protección al menor de algún canal televisivo, vemos a una mujer rodeada por siete chicos y chicas de diversas edades, todos vestidos con dirndls y trachts (prendas austríacas tradicionales), que cantan una clásica canción de cuna. Si tan breve presentación fuera separada del resto del largometraje, resultaría un corto mucho más inquietante que todo lo que viene después. La película muta de una puesta con intenciones brechtianas al torture porn más gratuito que se haya filmado. El intento por mixturar el distanciamiento formal con las convenciones de género más trilladas resulta fallido; ambas formas se fagocitan y todo queda sin efecto.
Durante la primera mitad se nos presenta a los tres protagonistas del relato: los gemelos Elias y Lukas, y la madre de ambos, quien acaba de retornar al hogar con la cabeza completamente vendada tras haberse sometido a una cirugía estética. Se supone que este regreso debería implicar la irrupción de lo siniestro, pero la ausencia de una familiaridad previa naturaliza de inmediato el desafecto. La falta de intimidad y cariño no es tal solamente a causa de la elipsis del relato, que decide iniciarse luego del trauma que se develará cerca del final (aunque previsible desde el primer segundo), sino porque, además, los detalles que conforman a los personajes hacen pensar que nunca fueron individuos capaces de conectarse entre sí: la madre es una presentadora de televisión con un ego monstruoso y sus hijos son dos pequeños entomólogos piromaníacos que, lejos de inspirar una atracción temerosa ante el enigma que representa esa mujer, ahora irreconocible, exhiben una curiosidad retorcida hacia “la criatura”.
El “extrañamiento” de Goodnight Mommy no está inscrito como sensación flotante entre el espectador y las imágenes, de modo que lo insidioso brote de los sentidos con que éste completa sus espacios vacíos o elipsis; el exceso en la película es simbólico en principio, sangriento después. Para situarse dentro de los parámetros del cine hanekiano, al que varios están asimilándola, o incluso de los del teatro brechtiano, la película está muy encastrada en la secuencialidad narrativa clásica con todos sus esquemas manipulativos. Si la intención es la de eyectar al espectador de la maquinaria ilusionista del cine de género, la incapacidad para identificarse con los personajes y el acentuado simbolismo que inhabilita el efecto sorpresa final son estrategias formales pertinentes; sin embargo, a muchos la vuelta de tuerca final los agarró desprevenidos y hasta la han comparado con The Other (1972, Robert Mulligan), que nada tiene que ver con esa línea. Vale decir, la experiencia de muchos que la vieron nada tuvo que ver con la distancia crítica que proponen aquellos autores.
En lo personal, lo que atañe al supuesto misterio se hizo evidente desde el comienzo y, tal vez por eso, el vuelco que da en su segunda mitad me resultó burdo. Como si al descubrir la cara de la madre, Severin Fiala y Veronika Franz descubrieran las verdaderas intenciones espectaculares de la película. El mal latente se encarna de forma grosera en un final que se despacha con todo: visitas inesperadas que ponen en peligro el secreto de los hermanos con el montaje paralelo necesario para generar tensión, vale decir, manipular los sentidos del espectador e introducir acción al ritmo del relato, y una escena de tortura cruenta e innecesaria dirigida al morbo vaciado de todo sentido.
Goodnight Mommy (Ich seh, Ich seh, Austria, 2014), de Severin Fiala y Veronika Franz, c/Lukas Schwarz, Elias Schwarz, Susanne Wuest, 100’
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