Carlos Saura, quien murió el 4 de febrero en su casa de la sierra de Guadarrama, cercana a Madrid, fue un cineasta atrapado por las transiciones. Los  cambios políticos, de costumbres, el fluir de la historia, la española y la europea, determinaron el rumbo y en buena parte el estilo de sus películas.

Este aragonés jovial y verborrágico llegó al cine desde la fotografía, aconsejado por su hermano, el pintor Antonio Saura (una de sus obras, un cuadro llamado Brigitte Bardot, se ve fugazmente en Peppermint Frappé). El paso al cine luego de graduarse en la Escuela Oficial de Cine de Madrid -la rigurosa EOC dirigida con mano férrea y cierta altanería por Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem- estuvo marcado por su antigua predilección por la fotografía; por eso entre sus primeros cortos y mediometrajes predominan los documentales en los que se destaca el detallista trabajo fotográfico sobre personas y paisajes. Su primer largometraje, Los golfos (1960), sigue la vida de grupos de jóvenes de zonas rurales cercanos a la marginalidad. El segundo, Llanto por un bandido (1964), se ocupa de la historia de un bandolero español del siglo XIX, un rebelde primitivo en la huella de Robin Hood. La formación documental se hace notar en su predilección por los exteriores, en especial paisajes desérticos encuadrados en grandes primeros planos; las figuras humanas aparecen a menudo disminuidas, como prisioneras del paisaje. Le siguió La caza (1966), que, sin abandonar estas características, se concentra más en los personajes, tres hombres de mediana edad, burgueses y franquistas que se reúnen para cazar conejos en el mismo lugar en donde décadas antes habían combatido a los republicanos. Los rencores y frustraciones, su pasado de combatientes falangistas y un presente de dudas y quebrantos, transforman otra vez al coto de caza en un campo de batalla. Saura despuntaba así una tendencia que crecería con el tiempo, la de redundar y saturar de sentido sus relatos. En el trasfondo, apenas disimulada, está la sombra terrible de El Caudillo, acechando, cercando y disponiendo de las vidas de cada español. Una maldición elegida, una teocracia adoradora de un dios terreno despótico y omnipresente, cuyo reinado empezaba a resquebrajarse. La caza es, pese a las reservas, junto a Peppermint Frappé, lo mejor de su obra. Una película pero también un síntoma.

Peppermint frappé (1967) marcó un cambio decisivo en la carrera de Saura. Deja los escenarios naturales para adentrarse en las casas de sus protagonistas, en sus vidas, en sus trabajos, sus amores y sus relaciones, a menudo tortuosas, con sus propios pasados. Este ciclo que comienza con Peppermit… y comprende a La madriguera (1969), El jardín de las delicias (1970), La prima Angélica (1973) y Ana y los lobos (1974), tiene un aporte fundamental para apuntalar el cambio: la colaboración de Rafael Azcona en los guiones. Azcona es un capítulo aparte en el cine español (también el italiano, Marco Ferreri y otros). El humor contundente y salvaje que desplegaba en ellos, al que llamaríamos negro pero que según García Berlanga es “humor español, tan distinto del negro, que es inglés”, guía a sus personajes hasta el extremo de sí mismos, los revela y a veces los rebela, hasta un extremo en donde la burla y el esperpento se transforman en piedad. Azcona benefició a muchos directores; el propio García Berlanga, quien mejor se complementó y asimiló la influencia azconiana sin depender de ella,  filmó sus dos obras maestras (Plácido, 1961, El verdugo, 1963) con guiones compartidos con Azcona.

El período de oro de Saura es deudor de Rafael Azcona. La introspección matizada por la burla, las represiones devenidas de la educación paternalista y frailera, transformada en síntoma de una enfermedad colectiva; el humor, español, por supuesto, sobrevolando sobre hombres y mujeres, llevan la marca de agua de Azcona. Saura lo aprovecha sumándole además magníficos actores. El rostro multifacético de José Luis López Vázquez, su inigualable fealdad que multiplica su expresión al infinito, acompasada por sus ojos saltones, en permanente asombro, y la boca discordante, discutiendo con los ojos. El enclenque atractivo de Geraldine Chaplin, pareja de Saura en esos años, aposentado en su rostro de clown chaplinesco, dueño de una inocencia que afronta todos los conflictos y los lleva hasta las últimas consecuencias. Geraldine es siempre la extraña para el cine de Saura, la extranjera que viene a romper con el mentiroso equilibrio de la vida burguesa española (un papel que tal vez representó también en la vida de Saura).

Este fue su período más brillante, el que consolidó su personalidad y le dio fama internacional; tuvo su límite al borde de la muerte de Franco y dejó a la vista también los límites del propio Saura como director. Allí donde Azcona clavaba su cuchillo con sequedad y desparpajo, sin duda y sin culpas, Saura redundaba, recargando de zooms a rostros y objetos, subrayando lo ya dicho, desconfiando. La explicitud es a veces enemiga de la claridad y Saura, que parece tener las cosas tan claras, necesita sin embargo remarcarlas. Su sabiduría redundante sentencia desde afuera, de sus personajes e incluso de la propia España. El Saura del fin del franquismo es un español transpirenaico, un hombre que ha estado en Europa, la otra, la de las luces y el conocimiento, y ha traído desde allí los saberes del siglo. Su cine, desdeñando el salvajismo español de Azcona, supone y necesita del psicoanálisis, del marxismo más humanista, el que renegó de Stalin, del relativismo de la ilustración, arrasado por el falangismo, coda de todos los oscurantismos. A diferencia de su amigo y maestro Buñuel (a quien canonizó como actor en un breve papel de verdugo en Llanto para un bandido) al que veinte años fuera de España no le impidieron llevar su españolidad al mundo, Saura parece querer explicarle a España cómo son las cosas a la luz de la modernidad.

Con estos brillos y estas deudas Carlos Saura afronta la transición del fin del franquismo. Lo hace alejado ya de Azcona, con dos películas basadas en guiones propios, Cría cuervos (1976) y Elisa vida mía (1977). Sin Azcona no es lo mismo, su cine ha perdido el humor, la carcajada sutil y esperpéntica se ha desvanecido en su propia transición.

Le sigue una época de búsqueda y desorientación. En el cine español ya apuntaban otros nombres: Almodóvar, Armendáriz; o se consolidaba un veterano Mario Camus. Alcanzada la libertad a la que había aportado lo mejor de su cine, Saura parece buscar en un lado y otro. Con los ojos vendados (1978) es una película política que denuncia a la dictadura argentina. Films distantes entre sí como la alegórica Mamá cumple cien años (1979) y ¡Ay Carmela! (1990), otra vez con guión de Azcona, ambas vinculadas al pasado español y sus consecuencias, lo muestran como un profesional eficiente y desganado. De prisa, de prisa (1981) es un intento de retorno a sus fuentes: un grupo de jóvenes lúmpenes progresan en el delito en medio de una España aburrida y descontextualizada. La falta de ritmo, de nervio narrativo, la escasa densidad de los personajes, lo muestran fuera de forma y despiertan nostalgias de sus primeras películas.

Faltaba todavía una etapa, la de la decepción colectiva con el nuevo orden de las cosas que acompañó al fin del milenio. Saura la aborda como un Quijote que arroja mandobles al vacío de molinos imaginarios, pródigo en películas resueltas con rapidez y pasando por géneros diversos. Su manera de enfrentar la desorientación y la anomia es el trabajo, ya no importa la coherencia genérica ni la recurrencia de temas e historias. De este caudal de películas se destaca su trilogía musical, sobre todo Bodas de sangre (1981), versión fílmica del ballet de Antonio Gades, luego Carmen (1981) y El amor brujo (1986), ejercicios académicos con una fluidez de la cámara y rigor en el montaje que fue perdiendo en las sucesivas Sevillanas (1992) y Flamenco (1995).

Se pueden seguir enumerando los títulos de su extensa filmografía; hablar por ejemplo de sus películas argentinas: El sur (1990), telefilm para RTV sobre el cuento de Borges, de discreta corrección; la bochornosa Tango (1998) y la casi desconocida Zonda, Folklore argentino (2015); o las catastróficas Goya en Burdeos (1999) y Buñuel y la mesa del Rey Salomón (2001); la enumeración no agregaría nada; Saura filmó mucho y muy desparejo, poseído por un entusiasmo vital que transmitía en forma personal. Pudimos comprobarlo en una de sus vistas, para el lanzamiento de Tango, acompañado del gran Vittorio Storaro, que contrastaba por su parquedad y carácter reflexivo. El optimismo de Saura contagiaba y hasta generaba alguna indulgencia para con el desastre que se veía venir ya desde la presentación de su gran apuesta argentina.

Tal vez ese recuerdo sea esa la síntesis más apropiada para el adiós de Carlos Saura, para su entusiasmo, más allá de sus limitaciones, de las desprolijidades y los reveses personales y de la historia. Una vida vivida con intensidad, contra viento y marea hasta el final.

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