Nada más dañino para el correcto desarrollo afectivo de nuestra infancia que la tiranía de las bellas almas. Nada más artísticamente reaccionario, tampoco. El día en que se realice el gran juicio universal por los atentados contra el buen gusto −me resisto a perder la fe−, la corporación Disney deberá responder en el banquillo de los acusados por la atrofia sentimental que sus productos y sus franquicias provocaron en millones de niñas y niños del mundo entero. Ocurre que la “sensibilidad” no es una facultad abstracta del alma, sino que se encuentra íntimamente relacionada con el orden del gusto y el estilo. Es algo que también se entrena. Un discurso carente de ironías o dobles sentidos, de desvíos de las normas de género, de verdades éticamente incómodas o estéticamente arriesgadas no puede ser otra cosa que el resultado de la aplicación de una fórmula.
Desde esta óptica, Disney vendría a ser algo así como el huevo de la serpiente. Insoportables como los duendes con retraso madurativo del dibujante Liniers, imperdonables como las gotitas suicidas de Historias de cronopios y de famas −lejos, el peor libro de Cortázar−, previsibles y poco imaginativos como los hippies viejos o las personas que no toman alcohol en las fiestas, las características de sus productos dan más cuenta de la lógica implacable de la explotación económica que de la flexibilidad formal de las actividades creativas… Atención, si alguno de los enunciados previos agitó en su interior un germen de amotinamiento, el esbozo mental de un rencor o un “pero”, muy posiblemente usted pertenezca a la categoría de las almas bellas, en cuyo caso recomiendo descontinuar la lectura, ya que en el párrafo siguiente pienso meterme con los osos y no quisiera amagarle el resto del día. Vaya en paz, prenda el televisor o ponga un disco de Ismael Serrano y, sin ningún reproche, le deseo la mayor de las felicidades.
Bien, ahora que quedamos los que creemos que la vida es demasiado breve como para andar desperdiciándola, hablemos concretamente de la película. Osos de Disneynature toma como telón de fondo uno de los espectáculos más impresionantes del mundo natural. Cada año, con la llegada de la primavera, el Parque Nacional de Katmai en Alaska (el mismo escenario en que transcurre Grizzly Man de Werner Herzog) se llena de osos pardos que descienden de las montañas donde pasaron el invierno. Tras un largo período de hibernación, estos animales de temperamento solitario se congregan por centenares, aguardando la gran migración anual del salmón río arriba que constituye la principal fuente de nutrientes que habrá de permitirles sobrevivir un año más. Es un momento crítico. El invierno ha extenuado sus reservas de grasas y los animales se encuentran hambrientos. Los osos llegan con anticipación y pelean para establecer jerarquías, conseguir los mejores lugares de pesca y hacer valer sus derechos sexuales. Son bichos que pueden llegar a medir casi 3 metros de largo y pesar alrededor de media tonelada y cuando pelean, algo que pasa con frecuencia, no lo hacen únicamente para dirimir cuestiones territoriales o reproductivas. Si las lluvias se retrasan, demorando el ascenso de los cardúmenes de peces hasta los cursos de agua que se internan tierra adentro, un oso macho podrá atacar a una hembra para alimentarse de sus cachorros. Los episodios de canibalismo no son atípicos. Sin embargo, una vez que el salmón se ha establecido en sus sitios de desove, los ánimos se tranquilizan, a medida que van cediendo a un frenesí de alimentación en el que cada oso puede llegar a ingerir hasta 40 kilos de pescado por día. Finalmente, las primeras nevadas marcarán la vuelta de los osos a sus refugios en las montañas, una vez más, preparados para pasar un nuevo invierno.
De la coordinación con este ciclo planetario depende la supervivencia de cada animal en particular. En la naturaleza, los individuos velan por sus propios intereses y el cuidado de los demás –los “comportamientos altruistas” como los llaman los biólogos- se encuentran en estricta relación con la cantidad de genes compartidos. Es un error de concepto el creer que para la selección natural existen las especies, los grupos o siquiera los individuos: la “unidad” del proceso es el gen o, en rigor, racimos de genes que operan en conjunto, replicándose en los cuerpos de animales emparentados y permitiendo, de esta manera, la emergencia y la gradual evolución de comportamientos cada vez más altruistas. Por supuesto, en Osos, este proceso fascinante y exquisitamente complejo −para más información, pueden indagar en la teoría del “gen egoísta”− aparece de una manera completamente edulcorada y antropomorfizada. El film sigue las peripecias de un grupo de animales que tienen nombres, actitudes y una psicología completamente humanas. Es la historia de una hembra llamada “Sky“, que acaba de dar a luz a dos cachorros, “Scout” y “Amber”, en la odisea de su primer año de vida, una etapa que alrededor de la mitad de los recién nacidos no logra superar.
La espectacularidad de las imágenes, la temática general del film, e incluso sus estrategias de promoción y distribución, podrían prestarse a confusiones y hacernos creer que Osos es un documental. Nada más lejos de la verdad. Se trata simplemente de una película para chicos, en la misma tónica que Bambi o El Rey León, o quizás peor porque carece de todo componente trágico. Casi estoy tentado de escribir que Disney acaba de inventar el “non-fiction infantil” (con perdón de los infantes y del non-fiction). Pero por si quedara algún asomo de duda, allí está la banda sonora −llena de música country, arreglos orquestales y baladitas indie, todo aquello que no sea sonido ambiente− y la omnipresente voz de John C. Reilly, operando a la manera de una prótesis narrativa, indicándole al espectador cómo debe leerse de la primera hasta la última secuencia de la película. Basta hacer el experimento de cerrar los ojos, cortando la diégesis visual apenas un segundo, para evocar el monólogo ininterrumpido del psicótico: el actor se habla y se responde a sí mismo, de pronto cuenta los hechos en tercera persona, luego asume la voz de “mamá osa”, al instante siguiente encarna a uno de los cachorros, después nos contagia su miedo ante el posible ataque de un depredador, después tira un chiste y se lo festeja, todo sin solución de continuidad.
La pregunta que uno no puede evitar hacerse viendo Osos es si era realmente necesario exagerar tanto las convenciones del género infantil, si no había alguna posibilidad intermedia. ¿Por qué Disney se siente en la obligación de convertir la naturaleza en un musical? ¿No cabía la posibilidad de inspirarse en el modelo de Cosmos, más que en el de Cenicienta? ¿No habría sido igualmente rentable? ¿Por qué no pensar que los chicos están mental y sentimentalmente capacitados para digerir un relato un poquito más completo y menos condescendiente sobre la historia de la vida? La compañía, por otra parte, ya lo había logrado en películas como Planeta Tierra de 2009 y Océanos (en realidad, era una producción francesa) de 2010.
Osos (Bears, EUA, 2014), de Alastair Fothergill y Keith Scholey, narrada por John C. Reilly, 77’.
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