Hay algo que prefigura lo que será No llores por mí, Inglaterra en su primera escena. En la superficie, se desarrolla una escena de catch ante un público fervoroso. Debajo, Manolete (Gonzalo Heredia), el empresario organizador, mientras cuenta el dinero recaudado, deja entrever que el resultado está arreglado. La pelea es una farsa en la que el malo, evidentemente más fuerte que su oponente, en algún momento debe ceder para que se produzca el final feliz de la lucha. Pero la farsa se transforma cuando esta vez, Gengis Khan –no por nada se utiliza ese nombre para el personaje- no acepte el destino y se rebele contra él, llevando la pelea al espacio de la realidad.

La farsa que se constituye como nueva versión de la tragedia: la representación en clave distorsionada y burlona de las Invasiones Inglesas a la Buenos Aires de comienzos del siglo XIX. Para constituirse como tal, esa versión debe apenas sostenerse en datos históricos reales –nombres de personajes, algunos espacios físicos, unas pocas situaciones comprobables- para luego subvertirlos y derivarlos hacia otro tipo de relato. El efecto cómico proviene de la consistencia y la consecuencia en la desviación del relato original; esto es, la decisión de jugar a fondo en lo farsesco, despreocupándose finalmente de la carnadura del verosímil histórico, para concentrarse en el verosímil narrativo.

Podría pensarse que Nestor Montalbano ha hecho de su carrera una construcción continua de esos mecanismos aplicados a diferentes personajes, desde la dupla que secuestra a Luis Aguilé en un pueblito de provincia en Soy tu aventura hasta el descubridor de las propiedades de recuperación capilar de las aguas de un arroyo en Por un puñado de pelos, pasando por el rocker venido a menos con hijo gay de El regreso de Peter Cascada y el que se contacta con extraterrestres en el Cerro Uritorco en Pájaros volando. En todas ellas, el humor deviene de una mirada cómplice del espectador, cifrada en el cruce de referencias, en la articulación de los personajes de la historia con quienes lo encarnan –en una vasta galería que va de Luis Aguilé al Pibe Valderrama, pasando por Horacio Fontova, la multitud de rockeros de la feria de San Marcos Sierra, Rubén Rada, y hasta Antonio Cafiero-, generando un efecto de desfasaje entre el lugar público de quien es reconocido y el espacio de la ficción.

Algo de eso hay en No llores por mí, Inglaterra, en la que el efecto se puede establecer en las presencias de dos ex jugadores de fútbol como José Chatruc y Fernando Cavenaghi. Pero esta vez ese cruce entre el personaje reconocido y la ficción, no apunta a sostener un efecto de comicidad, que no se deriva de la totalidad del relato subvertido, sino que se reduce a un par de personajes secundarios –Sampedrito (Diego Capusotto), la madre fumona de Beresford (Mirtha Busnelli)-. En todo caso, sirve para sostener un verosímil ligado a la construcción cinematográfica de lo que podría considerarse un partido de fútbol, y que en las dos versiones que propone la película no se desplaza demasiado de los estereotipos simplificados en los que suelen caer las ficciones argentinas industriales en un arco que puede trazarse desde, por ejemplo, No hay que aflojarle a la vida (Enrique Carreras, 1975) hasta Metegol (Juan José Campanella, 2013). Aquí y allá, y en esta también, el fútbol es una representación de trazo grueso, sin complejidades, y demasiado calculada en su desarrollo.

Y si la comicidad no toma preeminencia es porque puede intuirse una voluntad original de trascender la broma fácil, el chiste de ocasión, el delirio organizado, para establecer la forma en la cual el fútbol como deporte aparece como elemento distractivo de las masas. Entonces, la tendencia al uso de anacronismos planteados de manera explícita no busca la desviación de la historia original, sino que se transforma en un conglomerado de citas consignadas como guiños para público diverso. Para el público con ciertos intereses políticos –las palabras que utiliza Beresford (Mike Amigorena) en su discurso, con resonancias a las del actual gobierno nacional; la referencia que el mismo hace a los potentados de la ciudad, amenazándolos con aumentarles retenciones e impuestos si no cumplen sus órdenes-, para el fanático de Capusotto –en tanto su personaje no difiere demasiado de sus personajes televisivos- y para el público futbolero –además de la presencia de los dos ex jugadores, la relación del nombre del técnico Sampedrito con el actual técnico de la selección de fútbol, los goles de Maradona a los ingleses en el 86, la actitud de Rattin al ser expulsado en Wembley en el Mundial del 66, el himno argentino creado con su versión futbolera de los últimos años-, esas referencias funcionan como formas de reconocimiento de una narración que pone en un mismo plano hechos de diferentes épocas. Pero el efecto buscado se diluye continuamente, y solo se concentra en algunos momentos particulares. Tal vez porque, a fin de cuentas, lo que tiene Beresford para esconder de la mirada popular –el tiempo que va a tardar en que lleguen los refuerzos- no sea tan relevante en lo inmediato; así, el efecto fútbol como distracción se nota en el primero de los partidos, -el que enfrenta a dos barrios de la ciudad, y que termina en una gresca multitudinaria y en la represión por parte de los ingleses- y en el final, cuando el propio ocupante después de capitular sostiene que ha triunfado porque ha dejado en esas tierras al fútbol, más que como deporte, como una suerte de condena por los tiempos que vendrán.

Ese contraste es el que debilita la construcción de la película, en tanto no se decide a ir a fondo con el planteo y queda a mitad de camino de elecciones que parecen contradecirse. Si se trata de una farsa, poner en el centro de ese relato a la pareja constituida por Manolete y Aurora (Laura Fidalgo) en la que Beresford quiere ingresar como otro lado del triángulo, parece ser más una forma de desviar la atención de lo que realmente interesa. Si a ello se agrega que Manolete, desde su lugar de empresario acomodaticio, es visto con características bondadosas –paga lo que corresponde, antepone los colores a los intereses y al dinero personal-, y no se profundiza en la tilinguería evidente que subyace en Aurora, resulta claro que esa mirada parece ir en contra de la construcción de un relato burlón o satirizado. Pero también se vislumbra en algo que las películas de Montalbano rechazaban de plano hasta aquí. Como si la necesidad del verosímil histórico finalmente se hubiera impuesto, se abandona esa característica de pastiche estético que eran no solamente sus films anteriores, sino también el recordado Todo por dos pesos. Si esa estética de lo berreta era lo que significaba la referencia lúcida sobre la argentinidad que sostenían esos trabajos previos, aún con sus desniveles, aquí todo luce con una corrección reconstructiva que no ahorra detalles. Pero que termina resultando insípida, o peor aún, un lastre para poder tirar del hilo de la historia y llegar a otros lugares más interesantes que las de una épica chiquitita.

No llores por mí, Inglaterra (Argentina, 2018). Dirección: Néstor Montalbano. Guion: Néstor Montalbano y Guillermo Hough. Fotografía: Sebastián Pereyra. Edición: César Custodio. Elenco: Gonzalo Heredia, Mike Amigorena, Diego Capusotto, Luciano Cáceres, Laura Fidalgo, Mirta Busnelli. Duración: 104 minutos.

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