Nada parece ligar a Mirta Flores con Rubén Suárez.
Salvo que ambos viven en Amaicha del Valle, en Tucumán. Aun así, parecen no conocerse, no se cruzan, viven como si transitaran mundos paralelos.
Mirta en la casa entre los cerros, cuidando a su madre, introduciendo a su sobrina en algunas de las tareas que realiza (la herencia en esas tierras es hacer el trabajo que otro ya no puede), dividiéndose entre la rutina que implica la crianza de las ovejas y las caminatas por los cerros seguida por sus perros.
Rubén en el pueblo, en la casa en la que vive con su padre, realizando sus prácticas como docente, recibiéndose, pasando las noches en la vereda de la casa o jugando al metegol con algún amigo.
Una imagen parece, en un momento, unirlos. Primero, vemos a Mirta en el cerro, junto con otros hombres, con la pala en la mano, removiendo la tierra y las piedras. Luego, a Rubén, con el pico, removiendo la tierra en la que seguirá la construcción de una casa.
La tierra como el único espacio de pertenencia que los involucra.
Pero ese es un punto de partida frágil, en tanto implica una relación diferente con ella. El gesto es casi el mismo, pero lo que en Mirta no permite advertir la utilidad o la razón de ser, en Rubén funciona como efecto constructivo. Es ese elemento el que empieza a poner en juego diferentes valores que encarnan los dos personajes.
Los puntos de crisis tienen que ver con la limitación que se impone ante ellos. Mirta llega a un estado en el cual cree –y lo pone en palabras frente a su hermana- que ya ha hecho todo lo que podía hacer en esa tierra. Rubén en cambio, es todo un futuro que se abre como un enigma: recibirse de maestro se vuelve un logro algo moderado cuando se lo pone frente a la imposibilidad de conseguir trabajo. Sobre esas dos consignas el documental comienza a moverse en la definición del camino que uno y otro finalmente tomarán.
Se promueve entonces, un estado de tensión entre el deseo y la concreción.
Mirta plantea que el final de su vida debe estar consagrado a Dios, pero aún es ella quien cuida de la madre. El diálogo con las monjas de la Inmaculada Concepción clarifica esa instancia: esa consagración a la que aspira Mirta implica la renuncia a muchas cosas que exceden la vida familiar. La vida en una comunidad implica otras reglas, una serie de pequeños renunciamientos diarios –desde la comida hasta el ocio- que irán en beneficio comunitario.
Rubén, en cambio, hace una lectura que desde cierto pragmatismo, incluye una visión más política. Cuando el profesor plantea a los alumnos que se encuentran fuera del sistema traza una realidad que se pondrá luego, sin decirlo explícitamente, en la palabra desigualdad. Primero, cuando se plantea el evidente desfasaje entre quienes estudian en un pequeño pueblo como ése y quienes lo hacen en la ciudad, con otro poder adquisitivo, accediendo a cursos pagos que otorgan mayores puntajes para acceder a cargos. Segundo, cuando además de plantear la necesidad de que los docentes de un lugar tengan prioridad por sobre los de otros lugares –y es interesante que su amigo “porteño” señale que eso sería como cerrarse, en una visión globalizadora-, menciona las diferencias que existen en la legislación entre Tucumán y una provincia vecina como Catamarca.
Lo que exponen Mirta y Rubén son dos concepciones diferentes de relacionarse con el espacio que los rodea. La decisión de Mirta implica, más que una consagración personal, el desapego por la relación con la tierra para centrarse en la puesta al servicio de una creencia. Que esa creencia no sea la del lugar, sino la que fue impuesta desde la colonización no es un elemento menor: implica un traspaso cuya tensión se percibe no solo en su decisión, sino en el rezo del rosario ante la tumba de la madre. En Rubén, en cambio, esos elementos no aparecen. Su relación se establece a partir de las creencias locales, de la forma en que se busca transmitir y sostener las tradiciones del lugar, cuyo elemento central se encuentra en la celebración de la Pachamama del primero de agosto.
De allí que asoma, por debajo, el verdadero tema que une y a la vez distancia a los personajes. El desarraigo que aparece implícito en la escena final en la que ambos están en la terminal de ómnibus para iniciar su viaje hacia otro destino. Pero el desarraigo de uno y la otra son diferentes. Encarnan las visiones ajenas que se vuelven explícitas en algún momento del relato. El de Mirta es el que platean las monjas en la entrevista, despegando el lugar de pertenencia de los elementos afectivos. Desarraigarse es, en esa idea, solo irse de un lugar. Un concepto puramente físico, geográfico, sin consecuencias aparentes.
El de Rubén, en cambio, tiene otra profundidad. No hay elección en su viaje a otro lugar, sino la posibilidad de trabajar que su propio pueblo no le puede brindar. Su desarraigo es el que patentiza el profesor en la clase del Centro de Formación Profesional: es, sí, ir a otro lugar, pero donde la cultura y los rituales son diferentes. El concepto deja de ser puramente geográfico, para agregarle una dimensión más compleja: hay algo más que una familia y un barrio o un pueblo que se dejan atrás. Es la cultura del lugar la que no puede reproducirse en otro espacio.
Uno y otro desarraigo implican maneras de no ser en el mundo. La diferencia está en la elección que cada uno hace y las consecuencias que conlleva. Los dos personajes pueden viajar en el mismo ómnibus, quizás incluso se dirijan al mismo lugar, pero lo que dejan atrás y lo que tienen por delante no pueden ser caminos más opuestos.
Entrecerros (Argentina 2022). Dirección: Leonardo Cauteruccio. Guion: Leonardo Cauteruccio, Noelia Garín. Fotografía y cámara: Alejandro Tarraf. Montaje y sonido: Leonardo Cauteruccio. Elenco: Mirta Flores, Rubén Suárez. Duración: 68 minutos.
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