* Hay que empezar por saldar un planteo de base: un documental sobre José Luis Cabezas y su asesinato es necesario. La distancia temporal con el hecho implica la necesidad de ponerlo nuevamente en la agenda pública, saliendo de la habitualidad del recuerdo en cada mes de enero cuando se produce un nuevo aniversario. Hay al menos una generación de argentinos que nacieron después del hecho y hay otras anteriores que lo han dejado en el olvido más impiadoso. Que el documental sea producido y difundido por una plataforma internacional implica una exposición que posiblemente se multiplique. Sin embargo, ello conlleva implícita una limitación: pasaron 25 años sin que nadie en Argentina haya concretado un documental sobre el hecho, como si el desinterés, el temor y el olvido hubieran hecho un trabajo sobre esa materia.

* El carácter necesario, entonces, de El fotógrafo y el cartero –un título que podría considerarse desafortunado desde sus pretensiones elípticas, asociadas a su decisión de no trabajar sobre la ironía- es indiscutible. Lo que hay que poner en juego es otra cosa: las estrategias que utiliza para volver sobre la historia. Y hay que partir de algo que terminará resultando inevitable: si la producción de Netflix implica una poderosa proyección nacional e internacional (aunque por alguna misteriosa razón parece hablarse menos de este documental que de la miniserie sobre la muerte de María Marta García Belsunce, realizada por el mismo director y productores), lo hace a costa de negar asperezas, rugosidades. Como una réplica del modelo de documental industrial que Netflix introdujo y profundizó, El fotógrafo y el cartero refulge desde su prolijidad profesional y su narración ajustada como producto del trabajo de edición. Pero en ese mismo elemento denota la carencia de riesgos asumidos, la reconstrucción distanciada y, en cierto sentido, tranquilizadora que aborda.

* La evidencia que proporciona el documental es que su interés es puramente reconstructivo. Y que esa reconstrucción es el de una narrativa. Esa narrativa está asentada en el pasado y lo que hace el documental es traerla al presente, como queda resaltado en la similitud casi calcada de los relatos en los dos tiempos, especialmente verificables en los testimonios de Gabriel Michi y Alejandro Vecchi. El problema de la actualización al presente es que la narrativa termina operando como reiteración: dice solo algo del pasado, sin trasladar su peso al presente y sin señalar a éste siquiera desde alguna lateralidad u oblicuidad. Lo necesario del rescate histórico entonces cede su lugar a la pregunta sobre cuál es el sentido de retrotraerse al pasado para narrar lo ocurrido desde una linealidad que pretende un (falso) presente.

* La narrativa de El fotógrafo y el cartero se configura desde la prescindencia (aparente) de una mirada. No hay una voz que organice el relato y que se aparte de la lógica sostenida desde la sucesión de entrevistas. Quien organiza el devenir del documental lo hace resaltando su propia invisibilidad. Esa decisión implica dejar que hablen los otros y los hechos: una presunción de objetivismo que se limita a mostrar sin intervenir, haciendo que sean otros los que, desde los fragmentos, contribuyan a la reconstrucción de la historia. De esa manera, la intervención del realizador se limitaría a unir esos fragmentos y colocarlos en una secuencia que les otorgue sentido y, posiblemente, coherencia.

* Esa determinación esconde, sin embargo, que el montaje constituye en sí mismo una intervención. Por partida doble: por el recorte que hace de las entrevistas y los archivos disponibles y por la forma en que esos fragmentos se ordenan en la serie discursiva. Si toda elección es, en definitiva, una intervención –en tanto es imposible no manipular de alguna manera el material- su intención de invisibilización funciona como estrategia en varias direcciones. En primer lugar, la anulación del lugar del entrevistador se corresponde con el recorte que se privilegia en las entrevistas: las acciones, los hechos, por sobre las visiones personales. En segundo lugar, la forma en que esos relatos verbales se articulan con la utilización de archivos visuales que funcionan con un interés meramente ilustrativo. Ambos elementos confluyen generando la sensación de un relato que se construye solo sobre los retazos del pasado. En ese sentido, aunque haya mayor prolijidad y producción por detrás, no logra salir de una concepción televisiva: el documental, de esa manera, podría ser visto como si se tratara de un especial de cualquier canal de cable que se interese en el tema, antes que como un documental más cercano a lo cinematográfico.

* La decisión de ampararse en una objetividad aparente –de la que participan tanto el formato de las entrevistas como el dejar que los archivos “hablen por sí mismos”- denota la ausencia de voluntad por trascender los hechos cristalizados en el pasado. No es que un documental deba, obligatoriamente, efectuar un aporte novedoso, pero la renuncia a entrar tanto en un terreno más ligado a lo investigativo como a desplegar algún tipo de hipótesis que vertebren el trabajo, plantean una limitación inicial en el camino a seguir. Unos pocos, escasos momentos, parecen entreabrir la puerta a una dimensión que exceda el simple encadenamiento de los hechos: el listado de empresas que manejaba Yabrán en áreas estratégicas del comercio y la comunicación, la referencia a la seguridad privada del empresario plagada de militares retirados tras la dictadura, la metodología del crimen asimilada a los de la dictadura de 1976/83, la estrategia de la vigilancia privada superpuesta a la vigilancia periodística. Pero quedan en menciones que no se ponen en contexto ni se desarrollan más allá de cierta previsibilidad. Si el relato, entonces, decide recuperar la visión del hecho cristalizada en el imaginario colectivo desde todas sus aristas, sin cuestionar ninguna de ellas –desde la disputa entre Cavallo y Yabrán al móvil aparente del asesinato centrado en la publicación de la foto en la revista Noticias- su función se reduce, como en el uso que hace de los archivos, a lo ilustrativo, a la puesta en imágenes de un relato que solo tiende a repetirse como garantía de perdurabilidad, pero negando la posibilidad de preguntarse sobre el mismo, de ponerlo en duda o de registrar la existencia de agujeros negros que el relato oficial ha pretendido ocultar.

* Tratándose de un hecho político en toda su dimensión, resulta llamativo que el único representante de la política que aparece en el documental sea el por entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde (no quedan demasiadas dudas, por otro lado, que su participación proviene de que el relato oficial lo deja bien parado, por ser parte importante en la resolución del caso y en el desarme de la pista falsa que pretendían llevar a la banda de Pepita la Pistolera). En la entrevista que el director y la productora dieron al diario Página/12, señalan específicamente que “muchos no quisieron hablar”. Pero eso no está en la película, salvo como una ausencia tácita. No hay nombres de quienes no quieren hablar del tema ni en la entrevista ni en el documental. Pero ese elemento parece no interesar. Un documental sobre un hecho político que no se pregunta por el lugar de la política a partir del material que maneja –y del que le retacean- no solo contribuye a la cristalización del relato que retoma, sino que revela la incapacidad o la falta de decisión para ir más allá en el significado que el hecho tuvo y tiene en relación con el entramado del poder en la Argentina. No es lo mismo, por caso, que la impunidad se plantee desde la declaración pasada en una entrevista o de la percepción popular en el pasado que desde la afirmación de un proceso que deriva, como en el caso de la justicia aplicada en el asesinato de Cabezas, en el presente. Ello se refleja en el hecho de que el documental termine con el dictado de la sentencia en el juicio. Las placas posteriores donde se menciona la reducción de las condenas y la salida en libertad de casi todos los imputados no alcanza para comprender la dimensión que alcanza el hecho. La simple enumeración sin precisar motivos y circunstancias en que se produjo, vuelve a reducir a la historia a una sucesión de hechos, restándole justamente su dimensión política al retacear el entorno y las fuerzas en pugna que determinan o presionan para llegar a una resolución en un sentido o en otro. El apego a los hechos, cuyo recuerdo es necesario, obtura la posibilidad de instalarlos como parte de un sistema que aquí no se describe sino como un vago telón de fondo de las acciones. Esa dimensión perdida del relato, en definitiva, termina anulando toda la potencialidad que podía tener un documental que aborda el asesinato de José Luis Cabezas, para reducirlo a una ilustración precisa pero carente de todo riesgo. 

El fotógrafo y el cartero: El crimen de Cabezas (Argentina, 2022). Dirección: Alejandro Hartmann. Guion: Gabriel Bobillo, Tatiana Mereñuk, Alejandro Hartmann. Fotografía: Alejandra Martín. Montaje: Santiago Parisow. Duración: 106 minutos. Disponible en: Netflix.

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