El porteñocentrismo no es solo cuestión de distribución y exhibición. Triunfar en Buenos Aires –en el sentido de que un artista sea reconocido y aceptado- implica necesariamente la negación de todo aquello que no llega. Las fronteras simbólicas –para usar un lugar común, la General Paz- se vuelven reales: lo que no las traspasa no existe, es ajeno y no reconocido. Lo que involucra incluso a ciudades grandes que pueden funcionar como centro de irradiación y convergencia cultural, como Córdoba o Rosario. Buenos Aires no es la meca, sino el faro desviado: una luz cegadora que invisibiliza todo lo que no está a su alcance.

En algún tiempo ya lejano, las formas musicales de las provincias, tenían su lugar –pequeño, algo marginal- en canales de televisión y radios AM de la Capital. En esas épocas –que incluyen desde “De mi pago con humor” a “Folclorísimo”-, más que la validación triunfalista, que también existía, pesaba más el concepto de difusión. Hoy, esos espacios están limitados a la transmisión de festivales en verano, en los que, de todas maneras, se privilegia el número hiperconocido en todo el país, antes que proponerse como plataforma para difundir a aquellos que no han podido superar esa barrera del reconocimiento. Una serie de documentales producidos en los últimos años han intentado reparar en parte esas omisiones. Desde el rescate de la figura de Vitillo Abalos – Ábalos, una historia de cinco hermanos (Zavalía Ábalos, Noé; 2017)-, o del Cuchi Leguizamón –Gustavo Leguizamón. Creando la tierra (Koremblit, 2020)- hasta las exploraciones alrededor del folklore santiagueño –Chacarera (Miño, 2012); Salidos de la Salamanca (Zavalía Ábalos, 2023)-, y mendocino – Pulsando la vida (Piastrellini, 2023)-, han venido dando cuenta, constituyéndose como documentos de esa cultura negada, ocultada y menospreciada en el centralismo porteño.

Hace algunos años, Ignacio Blaconá emprendió un rescate de la música litoraleña que comenzó con Hoy toca Isaco (2015), sobre Isaco Abitbol. Si tanto Abitbol como Elpidio Herrera lograron con los años una cierta trascendencia –aunque menor si se los compara con Antonio Tarrago Ros o el Chango Spasiuk- fue porque León Gieco los reivindicó tempranamente en la década del 80 en su proyecto “De Ushuaia a La Quiaca”. Pero Monchito Merlo parece haber quedado desfasado. Cuando los músicos mayores encontraron ese espacio, recién estaba comenzando su carrera; cuando llegó Spasiuk, su trayectoria era extensa, pero pertenecía a otra generación. Merlo aparece entonces, de manera implícita en el documental de Blaconá, como una suerte de eslabón perdido entre dos generaciones del chamamé: aquella de la que se nutrió y aquella de la que se volvió referente.

Son justamente ellos los que reconstruyen no solo la figura de Merlo sino el lugar que ocupa en la música litoraleña en particular y en la música popular en general. Músicos populares que recuperan el valor de otro músico popular. Un gesto que el documental rescata para ponerlo en el centro del relato es el de Horacio Guarany en el año 2001. Merlo y el chamamé venían sufriendo la exclusión en el Festival de Cosquín, una suerte de prohibición no escrita en años en que el posmenemismo era un disfraz y el menemismo como forma de entender la cultura se perpetuaba en las sombras del grito inicial de Julio Mahárbiz. Como años antes había hecho Jorge Cafrune con Mercedes Sosa, Guarany decide romper con esa interdicción. Hace subir a Merlo al escenario durante su actuación. Comparten la música para el público. La escena se repite al año siguiente en la TV Pública, sumando a Ramona Galarza. Esa escena de Cosquín amplia un reconocimiento que las instancias oficiales negaban. Son siempre los músicos los que salen al rescate de otros músicos.

Hay algo que circula en el documental sin subrayados y que funciona como descripción y explicación a la vez. La escena inicial que se plantea es, quizás, insospechada. Para el porteñocentrismo, escuchar a Tarrago Ros diciendo que “si no hubiera sido por Rosario, el chamamé hubiera desaparecido”, puede sonar a exageración (y hasta puede pensarse como una afrenta a esa centralidad declamada y ejecutada). Pero los relatos confluyen en esa idea: Rosario como refugio de una música que en su tierra era rechazada (al menos por parte de los empresarios, los dueños del negocio). En Rosario, un principio autogestivo llevó a Tarrago Ros padre y a Ramón Merlo –padre de Monchito- a constituir espacios de contención e irradiación, que fueron a su vez, punto de inicio para el aprendizaje de Monchito. Entonces quedó, por un lado, el espacio de convergencia y supervivencia de los músicos; y por el otro, el pueblo que escuchaba y bailaba esa música.

Merlo, así como se lo postula como unión entre dos generaciones, parece ser quien viene a suturar ese corte. Sin premeditaciones y apoyado en desarrollar su música a lo largo de los años. No se trata simplemente de un músico popular. Hay algo que excede al título y a esos temas que fueron éxitos de venta (no deja de tener su encanto que incluso aquí, la medida del éxito de un músico siga siendo la comparación con “Thriller” de Michael Jackson). “Cuando arrancaba a tocar, era como una patada en el pecho” dice el músico Marcos Montes, graficando lo que ocurría con su música. Una conexión física, visceral, que excedía el baile al que invitaba. Otro episodio que el documental pone en escena es el de la actuación en el Festival de Chamamé de Federal del año 2022, con la gente volviendo a sus lugares en medio de una tormenta y una lluvia torrencial para escucharlo. Hay un cruce entre músico y público que se escapa de cualquier explicación de virtuosismo. Merlo, recalca el documental, viaja por todo el país, yendo a los lugares donde está la música popular. Si, como se plantea, “la gente elige a sus músicos” habrá que convenir que la cercanía que establece un artista con esa gente es esencial. No solamente por ir a aquellos lugares donde otros no van, sino porque el encuentro con el público involucra otros elementos. Que sea la gente de clase trabajadora la que se constituya en su público mayoritario o que, como dice Raúl Barboza, se trate de alguien que “trabaja para los hombres del pueblo guaraní”, están señalando una pertenencia (“El que va a bailar tiene que saber que su artista lo ama”). Un artista es exitoso no solamente porque en sus composiciones se acerque al gusto popular. Hay otra cosa. Para que “Por llegar a San Javier”, “Jineteando en Tostado” o “Galopando por llegar” persistan en la memoria popular, hay que generar otro tipo de conexión. Esa que plantea Barboza cuando dice que “la gente necesita del músico que es obrero, que sube a poner los ladrillos arriba”. Y cada canción, cada disco no es más que eso: un músico dispuesto a seguir poniendo esos ladrillos, a seguir siendo un obrero.

¡Monchito viejo nomá! (Argentina, 2024). Guion, dirección y edición: Ignacio Blaconá. Fotografía: Javier Martínez. Duración: 79 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: