
Milagro es una película partida en dos. En la primera parte, el centro es Cristina (Ioana Bugarin), una novicia que una mañana se va del convento al hospital. En el trayecto se produce la transformación de la novicia en una joven que puede confundirse entre las demás. La mirada del taxista y del médico con quien comparte el viaje cuando vuelve al auto transformada, refleja la extrañeza del cambio y se marca como una señal de algo que no termina de encajar. En la segunda parte, el centro es el inspector Marius (Emanuel Parvu), quien investiga el ataque que sufre Cristina mientras ella permanece internada en un hospital. Ambas partes se plantean como continuidad narrativa y como repetición del esquema. No solo porque la investigación policial implica volver sobre los hechos, sino porque ese retorno lleva a Marius a seguir el mismo recorrido de Cristina. Allí lo único que queda en claro es la imposibilidad: Marius no puede terminar de ocupar el lugar de Cristina y es eso lo que le impide llegar al conocimiento.
Las dos partes de la película funcionan, entonces, como espejos que plantean tanto la complementariedad como la imposibilidad de reconstruir. Los dos primeros planos-secuencia de cada tramo lo dejan en claro: parten de imágenes similares –el agua en el recipiente reflejando difusamente el entorno; el personaje saliendo del convento- para, en un momento, desviarse del recorrido. Ese efecto aparece remarcado en el segundo plano-secuencia, en el que los personajes están solos en su camino. En el momento en que se espera que los pasos de Marius repliquen los de Cristina yéndose por la puerta lateral, toda posibilidad de repetición se desvanece cuando se dirige a la puerta principal. Sin embargo, en Milagro se juega una y otra vez a trazar esas paralelas más o menos reconocibles –Marius yendo al hospital a ver a la médica, por ejemplo, en una escena que subraya lo que antes se había sobreentendido-, a veces más laterales –el paralelo entre el taxista que lleva a Cristina y el compañero que lleva a Marius; los diálogos sobre las creencias en ambas secuencias- con el propósito de reforzar la relación entre los personajes centrales.
La escena que resume la película no está en esos casos planteados. En las secuencias mencionadas, el peso de la palabra es un distractivo; en todo caso, elementos que revelan una gestualidad que se repite en los personajes -la incomodidad de Cristina ante el médico en el viaje; el hartazgo de Marius ante Misu (Ovidiu Crisan)-. Los dos personajes centrales revelan allí un desajuste respecto del entorno en el que se mueven y que la detención en el bosque termina de dejar en claro. Es el espacio en el que Cristina se despoja del traje de novicia y en el que Marius modifica la escena para incriminar al asesino. Es el espacio en el que la simulación que llevan a cabo hasta allí –la novicia pura, el policía ejemplar- en el ámbito cotidiano, queda al desnudo. El contacto entre los dos se resuelve en la escena del hospital. Allí hay un intento evidente de fundir a los dos personajes en una sola voz. Ante la negativa de Cristina a decir lo que Marius quiere que le diga, éste asume por sí la representación de su voz. Sin embargo, el momento en el que Cristina le dice a Marius algo al oído, que no podemos escuchar, termina desarticulando cualquier intento posterior de unificación.
De la misma manera, la última secuencia de ambas partes presupone el regreso de ambos a ese espacio de transformación. Ahora no están solos. La presencia del taxista irrumpe en ambos casos, haciendo ingresar una violencia hasta esos momentos ausente, y que constituye una nueva transformación de los personajes, pero forzada desde el entorno. Mientras la secuencia del ataque a Cristina está antecedida por cierta ambigüedad –entre la desconfianza de ella y la lógica aparente del taxista-, el desenlace impone la afirmación de las dudas. En la de Marius, la dirección en la que se ejerce la violencia se invierte: ahora es el taxista, detenido y acusado, quien la recibe, no quien la ejerce. La forma en que ambas son resueltas parecen opuestas, pero su sentido es el mismo: se trata de la puesta en escena de algo que separa la percepción del personaje de la del espectador. Ello lleva a que la previsibilidad que una y otra parecen estar señalando para el espectador, termine decantando hacia lo que perciben los personajes. Son los aspectos que las diferencian los que resaltan. En la del ataque a Cristina, hay un virtuoso alejamiento de la exposición de la violencia, a la vez que un equilibrio delicado entre lo que se muestra –la persecución, el comienzo del ataque- y lo que se sugiere –a partir de la banda sonora y lo que queda fuera del campo visual. Ese giro de la cámara de trescientos sesenta grados no implica no querer ver, sino una demostración de la forma en que el entorno prosigue su habitualidad sin que se detecte la ejecución de la violencia. En la secuencia de Marius, ese ejercicio de cámara se repite de manera algo más sofisticada: la cámara no gira literalmente, sino que acompaña al personaje en un desplazamiento que implica un recorrido que vuelve al punto de partida, instalando a esa secuencia como una ficción, un deseo, una imaginación. La diferencia entre ambas secuencias que refieren tanto a la obsesión como al ejercicio de la violencia para ponerla en práctica, es que en la segunda, el límite entre el deseo obsesivo y la realidad se salva en el momento preciso, antes de la concreción. Y allí se diferencia definitivamente, ya no solo a Marius del taxista, sino especialmente a éste –posible víctima- de Cristina –la víctima real.
Milagro (Miracol, Rumania/2021). Guion y dirección: Bogdan George Apetri. Fotografía: Oleg Mutu. Edición: Bogdan George Apetri. Elenco: Ioana Bugarin, Emanuel Parvu, ValeriuAndriuta, ValentinPopescu, CezarAntal, Ana Ularu. Duración: 118 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: