La pregunta es cuál fue el punto de partida que llevó a que Pablo Torre decidiera hacer una película sobre su padre, Leopoldo Torre Nilsson. Hipótesis que el documental disemina pero no reafirma durante su hora y media de duración: 1.No encontrar la estrella con el nombre de su padre que, le han dicho, pusieron en calle Corrientes; 2.La tristeza que le provoca la plazoleta gris y desolada que evoca su nombre en Buenos Aires; 3.La decisión de digitalizar las películas de su padre (sacarlas de las latas que las guardan, darles aire, ponerlas a la luz); 4.El regreso a las cartas que el padre enviaba desde diferentes lugares del mundo y que su hermano Javier guardó siempre en una caja. Cualquiera de ellas que haya sido, señala un tiempo presente marcado por ese desacomodamiento de la memoria que perpetúa el pasado como olvido. Pablo Torre no lo dice explícitamente, pero parece suscribir a esa idea de la carencia de lazos en las que desde hace casi 30 años se sume el cine argentino actual. Como si la dictadura del 76 y sus consecuencias fueran la frontera que marca un más allá de un aparente desierto que nadie se atreve a explorar.

Si se piensa con algún detenimiento, la última vez que circuló el nombre de Torre Nilsson con algo más de asiduidad, fueron los tiempos de la edición de El gran Babsy, el libro de Monica Martin, o los ciclos de reposición de su obra que en su momento encaró el ya desaparecido canal de cable Retro. No es que Mi padre y yo venga a subsanar esa ausencia: su apuesta parece algo más modesta y se liga con la necesidad personal de Torre de reivindicar el lugar ocupado por su padre. No trata siquiera de resituarlo en una línea histórica –solo se limita a seguir el linaje familiar que proviene de Leopoldo Torres Ríos- ni de ponerlo en relación con el cine de su tiempo. Torre cree que la obra de su padre tiene el peso suficiente para valerse por sí misma y ese es el motivo por el cual las escenas de las películas que se ven en el documental son las que hicieron su padre y su abuelo. Como si se tratara del sedimento que dejaron esos mundos cerrados que narraba Torre Nilsson en sus películas, Torre cree que para explicar a su padre alcanza con cerrarse sobre sus propias películas.

“¿Lo conocí realmente a mi padre?” es la pregunta que Torre se hace promediando el documental (la repite hacia el final, enunciada casi como una imposibilidad de contestarla). Pero la pregunta no habilita una búsqueda o una investigación, sino que deriva hacia lo ya constatado. Es un intento de reconstrucción lo que sigue a partir de ese momento, de Leopoldo Torre Nilsson desde dos perspectivas.

La primera es la del director de cine que desarrolló una obra a lo largo de casi tres décadas y que se recorre resaltando los vaivenes económicos, los éxitos y fracasos, la proyección y el reconocimiento internacional y la necesidad de volver siempre a filmar en Argentina. Los fragmentos de sus películas –en ese arco que va de Para vestir santos a Piedra libre, aunque en algunas se detenga más que en otras- parecen funcionar con un interés ilustrativo, pero sobre todo permiten observar el trabajo sobre la imagen en función de la narrativa de la escena. Y lo interesante es que esa posibilidad proviene de la decisión de Torre de no fragmentar de manera exagerada, sino de trabajar sobre escenas completas.

La segunda es una imagen ligada más a una intimidad que tiene que ver con la relación entre padre e hijo. Allí juegan un rol específico las cartas rescatadas de ese espacio familiar como punto de partida para comprender esa relación. En ellas se expone la distancia física y el afecto continuo, en la que la ausencia aparece como elemento irreparable. Torre Nilsson es, en ese pasado recuperado por el hijo, más que un padre ausente, uno epistolar. Es una serie de letras escritas en un papel y una imagen que solo puede ser recuperada en relación directa con el cine (en la filmación, en las películas, en las entrevistas). Al desentenderse de la posibilidad de construir a Torre Nilsson desde la visión de los otros (véase que solo aparecen un par de voces ajenas, como las de viejas entrevistas a Graciela Borges y Norma Aleandro haciendo referencias puntuales a experiencias de filmación), Pablo Torre restringe su conocimiento a las cartas, a ese fragmento que asomaba entre los diferentes viajes, entre filmaciones y que solo se corta en los tramos finales de su vida (como se percibe en el relato de la última vez que fueron juntos al cine a ver El huevo de la serpiente).

Más allá de los mínimos rasgos en los que hijo y padre parecen poder reconocerse (entrar al cine como ayudantes de sus respectivos padres, el aburrimiento que el cine les producía), la relación entre ambos parece resignificarse en la constatación que hace Torre en las fotos: “Yo no aparezco en ninguna de esas fotos; aparezco de costado o en las sombras”, reconoce como si ni siquiera en ellas pudiera encontrar un espacio de convivencia pleno con su padre. Sin embargo, es otro detalle de esa vida personal el que el documental remarca y termina imponiéndose. El Torre Nilsson que gana dinero con sus películas y a partir de ello lleva una vida alocada, como señala su hijo. El centro de esa vida, no obstante, no era la dilapidación dispendiosa. Al recuperar la idea de Torre Nilsson apostador –a partir de las carreras de caballos-, logra trasladarlo a su faceta de director. “Para poder filmar necesito apostarlo todo” dice su voz, como si admitiera que la única forma en que podía trabajar era vaciándose completamente para reconstruirse. Mi padre y yo parece entonces proceder de ese vacío generado por la muerte y el olvido, para poder ir llenando, de a poco, la imagen de Leopoldo Torre Nilsson.

Mi padre y yo (Argentina, 2024). Guion y dirección: Pablo Torre. Edición: Liliana Nadal.

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