
En Germania, en la provincia de Buenos Aires, asoma un misterio. Un misterio que tiene nombre y apellido y que proviene de un pasado que solo los habitantes de más edad del pueblo recuerdan. La recuperación de los retazos de esa historia huele a mito, a leyenda. La existencia de ese personaje que responde al nombre de Rufino Tibaldi se reduce a los relatos orales que la película va recogiendo de algunos habitantes del pueblo. Incluso algunos de esos relatos se perciben indirectos: relatos de un relato, historias contadas por alguien que las recibió de otro, un proceso en el que ya resulta imposible establecer qué parte del discurso es cierta, cuál es invención, cuál es derivación inevitable del pasaje de una voz a otra.
El pueblo es el que relata al personaje. Lo construye con ciertos poderes que no resultan del todo claros. Se le atribuye haber adivinado, haber advertido sobre lo que sucedería en el presente del pueblo -aunque tampoco se aclara específicamente a qué se refiere. Alguno se atreve a señalar que su muerte trajo una maldición de la que el pueblo no habría podido escapar. Hay quien hace mención a la mediación con espíritus (cuenta que le contaron que habló con el espíritu de Pancho Sierra) y quien sostiene que había sesiones especiales de las que solo participaba un grupo cerrado y cercano. Rufino es lo que se dice que fue: una historia oral en la que no hay documentación que avale esa especie de culto que practican algunos de los habitantes del pueblo.
De allí que se vuelva un tanto esquivo en todas las dimensiones posibles. En esa construcción oralizada, hay más dispersión que concentración. La forma en que lo mencionan algunos (como el hermano Rufino) parece acercarlo a los parámetros de la Iglesia Católica. Pero incluso en esos entrevistados la figura de Rufino aparece siempre incompleta. Hay un perfil que parece amalgamarse en algún momento del documental: la idea del hombre bueno, que hacía el bien por los demás, que no pedía nada a cambio, que aceptaba lo que le daban y lo entregaba a familias pobres (hay incluso quien menciona que le daba a 400 familias) y que vivía de su jubilación. El hombre bueno cuyas acciones trascendieron la frontera del pueblo para proyectarse a pueblos y partidos vecinos e incluso llegar como una suerte de rumor a la ciudad de Buenos Aires.
La otra dimensión en la que el personaje resulta esquivo es en la imagen. No hay, hasta cerca del final, ninguna foto del personaje. No sabemos cómo es hasta que en una de las casas, su cara aparece como parte de un almanaque. A esa foto le reza una creyente pagana, convirtiéndola en una especie de estampita, casi desvirtuando su posible carácter real por comparación con la iconografía de la cristiandad. Y eso es todo lo que hay del personaje. Eso y el olvido de la parte del pueblo que no lo conoció, porque murió hace 45 años. Eso y su nombre rubricando el acceso a la ciudad desde la ruta: un nombre que para una parte de ese pueblo no significa nada.
Hay algo del personaje de Rufino que puede vincularse con el aún más extraño personaje de la película El espanto: como éste, Rufino ejercía una suerte de medicina paralela, de sanación particular (una de las entrevistadas dice que “el hermano Rufino manejaba la salud”) que fue la base de sustentación de ese grupo de fieles creyentes. Pero donde El espanto se convertía en un relato que compaginaba diferentes caras del personaje, sin entrar en contradicciones, El Portal elige un camino diferente. A esa percepción de la feligresía personal le opone al menos un par de contrastes. Uno de los entrevistados focaliza toda la carga de tensión en el miedo: un miedo a hablar pero no por las posibles consecuencias, sino porque el relato mismo lo genera a quien lo puede enunciar. Otra parece llamada a desmenuzar y desvirtuar todo intento de credibilidad de esos relatos populares, desde una postura científica y al menos agnóstica. Desde esa perspectiva, puede pensarse a El portal como un relato que a medida que se va armando, también parece desarmarse, como si las bases sobre las cuales se ha establecido, fueran tan endebles que la voz de una persona puede desvirtuarlas.
Donde definitivamente El portal parece separarse de cualquier referencia previa que quiera buscarse, es en la forma en que el espacio que circunda a Germania es construido desde la imagen y lo sonoro. Hay, en esos intersticios que se abren entre las apariciones de los entrevistados, una ominosidad que se hace presente desde lo sonoro y que va desde el silencio de los campos aledaños a la insistencia de la propaladora que anuncia la muerte de uno de los habitantes de la ciudad. Instancia en la que la ciudad y sus alrededores parecen reflejarse, como imágenes que hubieran quedado congeladas en el tiempo -lo cual es un logro de sugerencia de la película, en tanto no hay una intención de comparar imágenes presentes con pasadas-, una detención material de la que solo no participan los cuerpos, las voces, los recuerdos. La Germania de hoy es, en esencia, la misma en la que vivió Rufino, la misma que sigue hablando desde los recuerdos y que quizás solo pueda cambiar cuando ya no haya nadie para recordar su historia.
El Portal (Argentina, 2023). Guion y dirección: Andrés Perugini. Fotografía y cámara: Florencia Labat, Andrés Perugini. Montaje: Mario Bocchicchio. Elenco: Margarita Malla, Margarita Beliza, Néstor Herrera, Nancy Álvarez, Daniel González, Eduardo Petralia. Duración: 65 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: