Prólogos mellizos. Prólogo uno. Incesantes disparos en off: el espíritu del western se impone por medio del popular sonido de la balacera. El plano, blanco. Era una pantalla de autocine. La épica no se inscribe en la imagen, el sonido alcanza para la evocación de un género ya perimido a fines de los sesenta, década en la cuál el Sueño Americano ya se autorizaba a trastabillar incluso desde Hollywood. Un hombre se baña en las duchas de una casilla de madera; canta alegremente. Acto seguido se viste. De cowboy. No solo un anacronismo de época: su indumentaria es la del cine. Pero lo relevante no es la acción de vestirse, sino cada elemento del equipo. Primer plano de perfil cuando se pone el sombrero; plano detalle del cinturón, plano detalle de las botas, plano medio con el objeto de exhibir las charreteras en los hombros de la camisa. Ya vestido, ensaya un duelo frente al espejo. Sale con una valija. En un rato, el destino del texano será la mítica Nueva York, donde vivirá no el Sueño sino la pesadilla americana. Al caminar un trecho, pasa al lado de un viejo local de venta de muebles usadísimos, gastadísimos, que se venden adentro y en vía pública. El local en los viejos tiempos fue un cine en el cual todavía cuelgan restos de un cartel: “John Wayne. El álamo”, vieja leyenda que se puede reconstruir, aun faltándole letras. Muy probablemente el cartel caído en desgracia tenga nueve años, momento en que aquella película dirigida y protagonizada por Wayne se estrenó. Una de las tantas sostenedoras del Sueño. Y una más del mexicano como el otro.
Prólogo dos. Reconocibles planos generales de un paisaje árido, despojado; evidentemente es el Sur de los cincuenta estados. El sonido es del viento suave que suena en la mañana. El interior en penumbra de la vivienda de un hombre bien mayor se prepara para dejar entrar las primeras luces. Plano detalle de un cigarrillo que se enciende y de la mano que enciende una vieja radio en la cual se escucha Con el tiempo y un ganchito de Pedro Infante, cantante y actor de la Edad de Oro del Cine Mexicano. Los encuadres que lo fragmentan continúan hasta abarcar su cuerpo de cada mañana: los pies calzándose las pantuflas, las piernas, el arrugado torso frente al espejo, parte del rostro por donde pasa su afeitadora, la limpieza bucal y la nuca que autoriza la visión del peinado sobre el cabello gastado. El cigarrillo encendido va a parar al cenicero de un comedor. Mientras el tabaco se consume, el nonagenario hace sus ejercicios matinales. Manos, pies, espalda, su cuerpo entero, se dejan ver en la sucesión de planos. Toma leche de la heladera. El cierre de la pulsera, del cinturón, la campera, las botas y de un gastado sombrero texano con el cuál cierra el ritual del vestuario, son los pasos previos a la salida de la casa. La puerta se cierra. En el exterior, el cielo celeste tiñe el cuadro completo, sobre el cuál se hará presente – recién ahora – su rostro: un primer plano que lo descubre mayor, pero con ganas de mantener la narrativa de los tiempos de gloria. Enciende el segundo cigarrillo del día, fuma una pitada y mira hacia arriba. El director, como si lo complaciera, sobreimprime el nombre del actor en tipografía destacada, a la vieja usanza. De este modo se completa el contrapicado de su rostro. En el plano siguiente, sobreimprime el título de la película, mucho mas grande. El viejo altivo y de buen humor va al bar donde es habitué, todos lo conocen y lo saludan. Al salir, pasa por un estacionamiento al aire libre con frágil estructura. Arriba, una leyenda de lo que fue un bar en tiempos remotos: “Stagecoach – Saloon and grill”. Stagecoach – La diligencia– fue otro western legendario de 1939, también con Wayne.
Rescate de la épica. Comparando ambos prólogos, no existen elementos que lleven a pensar en una cita u homenaje de una película a la otra: ciertos usos del plano detalle hace décadas que son un lugar común, y las leyendas mencionadas no ocupan un lugar destacado en ninguna de las producciones. Pero lo que sí se presenta evidente es la repetición de los recursos, por ejemplo en el modo de presentar en este caso al personaje pos épica. Dejar atrás el Sueño en el primer caso para demolerlo, en el segundo para sostenerlo desde la nostalgia. La subjetividad del sureño, la fetichización de su vestuario, ese México lindante que de un modo u otro respira en la nuca de los fronterizos. Y el western, condensado en su actor más representativo. Dos carteles en desuso que aluden a la misma Gloria.
El problema es que de Cowboy de medianoche (John Schlesinger) a Lucky (John Carroll Lynch) pasaron cuarenta y ocho años. Mucha agua bajo el puente – o sea, mucho cine – de 1969 a 2017. A pesar de esto, el cine institucional, más específicamente el estadounidense, se empecina en insistir con sus tópicos. Sosteniendo su sistema de representaciones hasta con los mismos planos. Interpretar dichas imágenes desde una supuesta autoconciencia del cine muestra solo un aspecto de la cuestión, altamente insuficiente y sobre todo centralista: se trata de una mera e invariable cristalización de recursos a través del tiempo. Como efecto, dicha reconfirmación constante suele ser de lo más tranquilizadora: si todo se repite, el cine es esto y no otra cosa. El cliché se termina demandando. Todo queda atrapado en una encerrona en donde la búsqueda de nuevas imágenes ni se contempla.
El personaje, Lucky, no forma ya parte de la gran Historia: es el pasado. A diferencia de aquel falso cowboy de la película de Schlesinger, que ni siquiera pertenecía a la vieja gesta sino que necesitaba aferrarse al Sueño como realidad, como si los géneros cinematográficos fuesen reales y no ficciones, Lucky, un hombre del cual sabremos lo mínimo necesario, ya no se encuentra subido a caballo de una misión, de una épica. Su narración se debilitó. Le queda la nostalgia y ese futuro en el cual no había reparado hasta entonces, y que por un hecho fortuito comienza a repensar y valorar su presente, a sabiendas de que luego “no hay nada”. De este modo, la cámara lo acompaña en su itinerario de autoconciencia. El derrotero cotidiano de unas horas sin llegar a devenir en errabundo sin horizonte, como aquel trío de Mas extraño que el paraíso (1984) de Jim Jarmusch. Si bien comparte con estos últimos esa nada en el horizonte, paradojalmente en Lucky la idea de trascendencia se preserva, en un intento de salvataje de los viejos tiempos, con un marco geográfico embellecido por planos generales diurnos que tiñen de esperanza y Fe en el Hombre. Refundación del Sueño.
Una de las más pronunciadas sonrisas del personaje en la película se produce en su conversación con un ex marine que conoce ocasionalmente. Lucky le cuenta que fue cocinero en un barco durante la Segunda Guerra. Evocación de tiempos que le iluminan el rostro. En su relato aparece que peleó contra Japón, contra los kamikazes. Pero lo más relevante es el monólogo de su interlocutor que a su vez cuenta que, camino a Fillipinas, hicieron dos paradas intermedias. “Paramos en Tarawa y Okinawa en el camino, solo para mostrarles qué temer.” Temer. El poderío norteamericano, promovido a través de décadas de cine, vuelve a cobrar vida por medio de la evocación. “Los japoneses dijeron que íbamos a violar y matar a todos.”. La psicología de Sparks desde el primer plano deja ver el ardid típico del género bélico: el hombre que reflexiona, el pensamiento racional, un dolor que no pudo llegar a elaborar del todo y que se llevará a la tumba. Desde ahí, la masacre sembrada es blanqueada por medio de su punto de vista: “… aseguramos la playa y los lugareños que sobrevivieron a esa maldita pelea de fuego comenzaron a arrojar a sus hijos por los acantilados. Y luego los siguieron. Supongo que pensaron que el suicidio era mejor que enfrentarnos.” Los asiáticos como quienes reaccionan en tanto barbarie. Ese maldito primer plano que promueve la más miserable de las identificaciones expía la responsabilidad del genocida, quien finalmente, menciona a una niña budista de siete años que esperaba la muerte con una sonrisa. “Aquí estábamos, todos cubiertos de mierda, trozos de personas en todas partes, y no pude ver un árbol de pie. Y ella estaba sonriendo de oreja a oreja.”. Una masacre “necesaria” de población civil. Como fueron las justificaciones de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Cada “héroe” cuenta su historia, como dos hermanos unidos por el mismo frente de batalla. Lucky, de este modo, cierra su pasado bélico en modo compensatorio.
Concordia fronteriza. Otro capítulo en el orden de las compensaciones se encuentra inmediatamente luego de la mencionada escena, en el momento en que el protagonista es invitado a la fiesta al aire libre de una familia mexicana. En ella los anfitriones cantan con los mariachis Las mañanitas de María Dolores Pradera. Lucky irrumpe con Volver volver de Fernando Z. Maldonado. El pueblo mexicano propone el clima, pero el cierre lo da el norteamericano. Su imagen, a los ojos del resto, es conmovedora: un viejo que impone amablemente su presencia desde una melodía popular. El gran país del Norte y México ya son una Nación. Conciliación con el pasado bélico, negación de un presente de ocupación. Exhibición de la integración cultural, en un país donde por un lado Donald Trump dice que los mexicanos son narcotraficantes, violadores y estafadores; y por otro el director los rescata románticamente. Analizar la película como opositora a la actual gestión no invalida lo que se encuentra en su sistema de representaciones.
Así como en Cowboy de medianoche emergía en la superficie la Estados Unidos negada en los géneros tradicionales, John Carroll Lynch con Lucky vuelve a la tradición por medio de la cuál Estados Unidos tiene la voz cantante, en este caso literalmente. Es anecdótica la empatía real del actor Harry Dent Stanton con México, los mexicanos y su música.
El problema mayor es que muy habitualmente a la hora de analizar estos materiales se priorizan más que nada las historias individuales naturalizando el dispositivo identificatorio propuesto por el Norte. Se presentan necesarias otras miradas o categorías por fuera de tal mecanismo. Por ejemplo, que se puedan pensar desde Latinoamerica para comparar con aquellas en las que se mira a Latinoamérica.
Mas acá en el tiempo. Pero Lynch también se nutre, para su combo tradicionalista, de elementos más contemporáneos. Los guiños son en diferentes direcciones: si miramos, revisitamos y nos reconciliamos con el pasado político y cinematográfico – en dicho orden de cosas, es lo mismo -, también incorporaremos estandarizaciones de épocas recientes, aún efectivas. En tal sentido, David Lynch es un director del cuál se ha extendido bastante no solo su filmografía, sino sus tópicos. Por esto, uno de los amigos más cercanos del protagonista lo encarna el famoso director, como una suerte de alter ego de sí mismo. Pero con un ingrediente surrealista: el plato justo para un director que basa parte de su estética (sobre todo en sus comienzos) en elementos de dicha corriente estética. Porque David Lynch encarna a un amigo del viejo que acaba de perder a su querida tortuga y, a pesar de la pérdida, pretende dejarle su herencia. La tortuga se llama Presidente Roosevelt, del mismo modo en que uno de los personajes centrales de las dos primeras temporadas de Twin Peaks se llama Harry Truman. John Carroll no solo le da a David un personaje a la medida de sus habituales construcciones, sino que parece guiñarle un ojo con respecto a su mundo ficcional. Dos presidentes. Otra vez Estados Unidos, ahora directamente desde los nombres de los Representantes del Estado. Parodia, absurdo. Pero también – y sobre todo – otro modo de presencia.
Cuerpo. El director le pide a Harry Dean Stanton una actuación no profesional. Que se exprese desde su cotidianeidad más mimética, mas lejana a la técnica. Eso se deja percibir durante toda la película. El actor, fallecido hace poco, ya camina enclenque por las limitaciones de la edad, directamente proporcional al personaje cercano a la muerte. Inclusive su mirada es tan frágil como el cuerpo; ya no es la mirada segura y sin dilaciones del western. Su vestimenta y actitud de cowboy destila tiempos lejanos, fuera de toda actualidad. Indumentaria vieja, pero también un anexo de su piel gastada, la que no tiene pudor en exhibir en la presentación de su cuerpo durante el prólogo. Nostalgia por ese viejo cine que Lucky, con la exhibición del cuerpo del actor, vendrá a decir que está viejo pero no muerto. Desde ese lugar también aparecen citas, referencias y clichés cinéfilos como la actitud constante del personaje de encender un cigarrillo: lo relevante es el acto del encendido, no el hecho de fumar. O la referencia – otra vez – a John Wayne.
Lucky de John Carroll Lynch se mueve entre citas, autorreferencialidades, exhibición de tópicos y omisiones, con la intención de refundar el Sueño de siempre.
Aquí puede leerse otra crítica de la misma película.
Lucky (Estados Unidos, 2017). Dirección: John Carroll Lynch. Guion: Logan Sparks, Drago Sumonja. Fotrografía: Tim Suhrstedt. Montaje: Slobodan Gajic. Elenco: Harry Dean Stanton, David Lynch, Ron Livingston, Tom Skerritt, Beth Grant. Duración: 88 minutos.
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