6 de enero de 2017. Viernes. Estuve trabajando toda la noche; llegué a casa por la mañana y entre desayuno, compras en el mercado y algunos trámites, las horas pasaron y se me hizo el mediodía. Almorcé alguna fruta y me fui a dormir pensando que con el cumplimiento de las tareas matutinas había dejado el mundo más o menos en equilibrio, con la ingenua certeza de que a la tarde, cuando despertara, todo iba a seguir ahí, en su sitio. El sueño tiene la capacidad de ocupar el lugar del refugio, es una línea de fuga, es el paraíso que nos pone a salvo del hastío y del desamparo de lo cotidiano. Nos acostamos y nos perdemos en él, sabiendo que dentro de unas horas vamos a volver al mundo conocido, que no sólo comprende la casa que habitamos y las calles que recorremos, sino que también abarca el pasado y las cosas que muchas veces amamos en secreto, silenciosamente, a la distancia: la música y el cine, los libros y las mujeres.
Queremos que todo siga ahí a nuestro retorno. Creemos estar seguros de que todo va a seguir ahí. Pero desperté y Piglia ya no estaba. La otra noche me acosté y a la mañana siguiente se habían ido Rivera y Laiseca. Entonces me puse a pensar que ya ni el sueño era un lugar seguro, que en realidad no hay dónde ponerse a salvo y que no existe seguridad ni control alguno sobre las cosas. Que esas relaciones anónimas pero al mismo tiempo cómplices que establecemos con los artistas a través de sus obras, relaciones distantes y secretas pero no por eso menos físicas, construidas a lo largo de los años, pueden venirse abajo o desaparecer en muy pocas horas sin que nos demos cuenta, sin que podamos hacer nada.
Tres escritores en dos semanas. Tres escritores monumentales que a través de sus libros -a Piglia y a Rivera los leí mucho; a Laiseca un poco menos- nos revelaron un sinfín de posibilidades para la fuga, un sinfín de planes de evasión para cuando hiciera falta retirarse de la rutina abúlica del día. En este tiempo también se fueron Carrie Fisher y Debbie Reynolds, dos mujeres unidas por el lazo familiar y por Hollywood, dos formas de la felicidad; pero a ellas el cine las salvó, las dejó eternizadas en la imagen para que siempre podamos volver y amarlas. Plata quemada y La revolución es un sueño eterno tuvieron sus adaptaciones cinematográficas, Laiseca participó en El artista de Cohn y Duprat, pero el cine no le hizo justicia a ninguno de los tres, no nos dejó en la ficción una sola imagen perdurable de ellos, no los creó -ni siquiera 327 cuadernos, el documental de Andrés Di Tella sobre Piglia que tal vez con el tiempo se vuelva un reparo posible para el encuentro, un espacio que habitar, alcanza para sublimar la figura del escritor-, no hay forma de reconocerlos en esas representaciones; no hay rostro que acariciar, no hay cuerpo ni obra que amar allí.
Es por esto que sus partidas duelen más; sin embargo, ante esos rostros que se nos escapan siempre nos quedará el consuelo feliz de sus libros, que, como dijo Borges, son extensiones de la memoria y no sólo representan horas de lectura en la cama o en el sillón, no sólo representan el hábito de leer y la revelación de mundos posibles, sino que también hablan de una experiencia mucho más física, más palpable. En los subrayados de los párrafos, en las anotaciones en los márgenes de sus hojas se esconden puestas en marcha que son huellas de lo vivo, informaciones del futuro, justificaciones del movimiento: en ellos está mi amigo Lisandro yéndose a trabajar al sur durante el verano y yo regalándole Hay que matar de Rivera; estoy yo viajando al Tigre después de leer La cuidad ausente de Piglia y está Cristina Jones, mi profesora de literatura de quinto año de la secundaria recomendándonos Respiración artificial y El Fármer, trayendo esas novelas de su casa para leerlas en clase y así dejar de lado el atroz y desmoralizante programa escolar. Lo mismo hizo con El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez y con Responso, de Saer. Lo mismo hizo con Okupas y con Mundo Grúa. Lo mismo con Imaginaria, de Walsh.
De ella hoy no sé nada -y espero que sepan disculpar esta sensiblería cursi-, pero quisiera pensar que aún sigue por ahí divulgando las novelas y las películas que le gustan, alzando con sus manos el libro en el aire y diciendo, con su voz gastada de Graciela Borges, “esta novela es una maravilla, vamos a leerla”. Quisiera, sobre todo, decirle lo importante que fue para mí encontrarme con su materia, tenerla como profesora en esos años, que también fue una forma de tener a todos esos escritores. No quisiera, por el contrario, despertarme un día de la siesta y enterarme que también se fue, como me pasó con Piglia ayer a la tarde.
Es así. Es inevitable e inobjetable: de un tiempo a esta parte, todos esos refugios construidos durante la adolescencia, pequeñas patrias hechas de novelas y películas, de canciones y besos, de a poco se han ido derrumbando y dejándonos desamparados. Y lo peor es que no se puede hacer nada, salvo escribir. Escribir para no morir, como dijo alguien por ahí; escribir, como me dijo Marcos Vieytes alguna vez, para señalar que estamos vivos.
La última imagen que tengo de Ricardo Piglia es la de sus clases analizando la obra de Borges en la pantalla de la Televisión Pública. Nunca vi a nadie arrojar tanta luz sobre el tema, nunca vi a nadie ordenar con tanta lucidez -y salir ileso- el caos que supone la forma laberíntica e impredecible de ese universo inabarcable. Eso ya no va a ocurrir de nuevo, esa luz ya no va a ser la misma. Desde ayer, todo es un poco más opaco. Y yo no quiero dormir más.
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Hola, Gabriel! Me llamó la atención tu texto, ya que puse en Google el nombre de la profe, Cristina Jones , buscándola y me saltó tu texto, que lindo, veo q a muchos nos pasó lo mismo. Saludos
Gracias por el comentario, Daniela. La profesora Jones nos enseñó mucho, nos hizo descubrir mucha literatura. Para mí fue muy importante y quise reflejar eso en el texto. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo.