El comienzo de Los libros cautivos plantea, ya desde antes de los títulos, una idea que se sostiene en el recorte del material de archivo que utiliza. Más que en esa especie de resumen de las voces que veremos a lo largo del documental, el punto de partida está puesto en las breves imágenes del dictador Jorge Rafael Videla en su primer discurso como presidente de facto tras el golpe de 1976. Si en aquellas hay una suerte de dispersión provocada por la decisión de recuperar fragmentos que tienden a la evocación de un pasaje -del gobierno de Isabel Perón a la dictadura, del boom editorial a la carencia de papel, de la libertad a la persecución-, en la voz de Videla lo que aparece es la contundencia de un discurso que concentra una idea madre: la cultura como elemento central en la perspectiva de la dictadura militar y su relación directa con la idea de la tradición cristiana.

Es esa voz la que organiza el discurso que se seguirá de allí en más. El territorio que se explora no es el de un caso específico y aislado, sino que se entiende que esos posibles casos deben ser ilustrativos de una totalidad que se entronca con la del discurso inaugural de Videla. Un contradiscurso, en definitiva, que trabaja sobre el discurso original para contestarle, para contrarrestarlo y restaurar la escena como una batalla cultural. De allí que la mirada, si bien necesariamente retrospectiva, se asienta sobre la construcción de un entorno que rompa con aquello que señala Amanda Toubes: el vacío histórico que rodea a los hechos y que le quita su implicancia política y social.

Por esa razón, el documental procede de forma derivativa, estableciendo una línea que va llevando de una estructura general al caso particular. De la misma manera que su narrativa tiende a resaltar el cambio que se produce en el universo editorial con la irrupción del golpe de estado -y que va más allá de la censura y la persecución contra escritores y editores-, construye la escena en la que esa ruptura se produce como una totalidad que se liga con el planteo de Videla. No hay una persecución sectorizada, sino que los testimonios van sumando los elementos que remarcan la existencia de un plan. Es Judith Gociol quien traza, de esa manera, un paralelismo esencial, pero que no siempre aparece resaltado en la escena cultural: como hubo un plan sistemático para secuestrar y desaparecer personas, como lo hubo también para borrar la identidad de los niños apropiados, hubo un plan sistemático que tomó a la cultura como objetivo central.

Para ello, Los libros cautivos se sostiene sobre la documentación hallada de manera fortuita en el Banco Nacional de Desarrollo, prueba de la forma en que el gobierno militar trabajó en relación con su proyecto cultural. Si ese proyecto, como señala Gociol, funcionaba desde la destrucción de una idea que se pretende desterrar y reemplazar por otra -esa que señalaba Videla, basado en la tradición conservadora cristiana-, lo hacía no desde un movimiento espasmódico, sino desde la enarbolación de un sistema complejo. Dos elementos parecen, en el documental, definir las características de ese sistema. El primero es la conjunción del trabajo sobre la cultura que involucraba al Ministerio del Interior y al Ministerio de Cultura y Educación: una estructura en la que se unen los aspectos educativos con los de la seguridad interior. Más que la forma en que esa organización se podía verificar en los informes sobre el material que se analizaba para censurar y en la evidencia de la intervención de personas con formación en literatura, donde se manifiesta de manera contundente esa unión es en el cuadernillo enviado a las escuelas en el año 1978: allí, el texto se titulaba “Conozcamos a nuestro enemigo” y estaba cifrado en la forma de descubrir a esa idea enemiga en el entorno escolar. El segundo es la construcción de una estructura burocrática que comenzaba en el análisis de todo texto a publicar y finalizaba, en el peor de los casos, y luego de sucesivos informes de instancias intermedias, en la publicación de un decreto que prohibía la edición y circulación de determinados materiales. Es esa misma lógica la que se sigue en el momento en que el documental aborda la quema de libros del Centro Editor de América Latina: en el relato de los dos entrevistados que pertenecieron a la editorial, se resalta que todo comienza con una inspección municipal en uno de los depósitos que fue derivando luego a la intervención policial, la detención de los empleados, y una instancia judicial influida por los informes realizados por la Secretaría de Inteligencia del Estado. Es en esa instancia, en el caso particular que se aborda, que el sistema queda expuesto en cada una de sus partes, conformado como una complejidad que evade la simplificación de la censura como acto.

La valoración que el documental hace de lo sistémico -y que lo aplica también a la construcción que realiza desde los testimonios que va relacionando- no funciona simplemente como estrategia descriptiva. Su intención es ir más allá de esa etapa para reconfigurar una posición respecto a la relación entre los militares que usurparon el poder en el 76 y la cultura. La sistematización -que asume también la forma de una militarización aplicada a la totalidad de los ámbitos sociales, incluyendo la escuela como instancia de formación- apunta principalmente a desmentir la idea de brutalidad de los militares -entendido como ignorancia de aquello con lo que lidiaban- para instalarse en el territorio más incómodo de señalarlo, como una batalla cultural que excedió a los años de la dictadura. Para ello, trabaja en principio desde el planteo de lo que había, y que se decidió combatir. Por un lado, y volviendo a la postura generalista, recupera la potencia de una industria editorial diversificada entre los libros y la profusión de los fascículos que permitían el acceso a la lectura a sectores habitualmente postergados. Por el otro, desde lo particular, se sumerge en una serie de publicaciones especialmente infantiles, que planteaban una visión del mundo más liberada de las ataduras de las ideas conservadoras. Ambas confluyen en aquello que el poder militar etiquetó -de la misma forma generalista- como “subversivo”. Del editor que planteaba que un libro no debía valer más que un kilo de pan a los libros que planteaban huelgas de animales o fantasías “ilimitadas”, el poder militar entendía en ellos la amenaza del adoctrinamiento a partir de formas diferentes de entender el mundo. Lo interesantees que lo que hacen los testimonios que recoge el documental reafirman aquello que los militares observaban, pero invirtiendo el signo. “La literatura infantil es subversiva” señala Judith Gociol, para comprender que en realidad “lo que está mal visto es lo subversivo”. Allí opera también un pasaje: de lo subversivo como amenaza armada al territorio a una visión como resquebrajamiento de lo instituido, lo genéricamente conservador. La diferencia es que lo que en una se omite en la otra se pone de manifiesto: lo subversivo es atacar la raíz del sistema capitalista. Esa es la disputa que en el terreno de la cultura estableció la dictadura militar y cuyas victorias diseminaron las esquirlas que persisten en el acceso popular a los libros y a la conformación de un mercado editorial concentrado.

El armazón del documental termina confluyendo hacia el caso particular del Centro Editor de América Latina, porque el espesor que revela el caso se vuelve emblemático. Y sobre todo, porque allí hay documentos que se suman a los testimonios que relatan la quema de los libros. Lo que los testimonios rescatan es la individualidad de esos libros y fascículos, poniéndoles nombre, de la misma manera que la aparición de los restos de los desaparecidos y su identificación los sacan del anonimato. Si para los militares e incluso para las fotos que fueron tomadas en el hecho, solo parece ser una acumulación de papeles, para el relato de Los libros cautivos se vuelven objetos con nombres precisos que revelan la existencia de ese sistema de eliminación volcado en este caso a la cultura. Allí está el mérito mayor del documental: no solo en exponer la historia, sino dotarla de nombres, de fechas y de actos para romper con el vacío en el que pretendió situarse los hechos de la dictadura.

Los libros cautivos (Argentina, 2022). Dirección: Gabriela A. Fernández. Fotografía: Franco Palazzo. Montaje: María Lucrecia Caramagna. Entrevistas: Judith Gociol, Amanda Toubes, Ricardo Figueira, Gabriela Pesclevi, Florencia Bossié. Duración: 61 minutos.

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