Si hay algo que caracteriza la filmografía del director estadounidense Steven Spielberg es la unión entre el abordaje de los géneros (terror, ciencia ficción, aventuras, histórico político, bélico) y un aparato de merchandising que lo ha convertido en uno de los grandes nombres de Hollywood desde que se estableció en la industria como parte del Nuevo Hollywood. De esa camada de prominentes cineastas, es hoy, junto con Martin Scorsese, uno de los pocos que continúa en actividad.

En sus últimos trabajos hay un retorno al thriller político de los años 70, como ocurre en The Post (2017), al clasicismo de Hollywood con la remake del musical Amor sin barreras (2021) y a sus primeros trabajos en la industria con la distopía futurista Ready Player One (2018). Siguiendo esta línea y ya acercándose a los ochenta años (¿acaso anticipando una suerte de despedida de su rol de director?), Spielberg nos presenta en Los Fabelman (The Fabelmans, 2022) una ficción autobiográfica de su familia y del despertar de su pasión por el cine. Ambientada en los años 50 y 60, en este sentido el film puede entenderse como un drama íntimo familiar o como un coming of age, hibridado con elementos de comedia, imbuido de clasicismo en sus formas y que está narrado desde el punto vista de su joven protagonista. 

En un abordaje realista, la película ofrece los hitos autobiográficos que forjaron a Spielberg como cineasta y que son harto conocidos: la influencia artística de su madre, su primer cortometraje casero realizado con un tren eléctrico de juguete, los cortometrajes con efectos especiales realizados con sus amigos scouts, el rechazo de su padre ingeniero electrónico por una labor que consideraba un hobby, la violencia escolar que sufrió por su condición de judío y su llegada como pasante a uno de los grandes estudios cinematográficos de Hollywood.

¿Pero qué puede interesar de esta película a quien no es fanático acérrimo del director, más que  incursionar en los primeros años de su vida, en el germen de quien es hoy como realizador y productor cinematográfico? Porque no se trata tampoco de hacer un psicoanálisis salvaje del director, ni tampoco me parece que haya sido su propósito por más que muchos la lean desde ese lugar. Desprendiéndose de la persona real de quien se trata, acaso sea posible servirse de ella en algún aspecto que vaya más allá de lo biográfico. Aquí es donde encuentra relevancia la dimensión de la ficción y su poder mágico. Diría que incluso Los Fabelman funciona mejor como película, cuando podemos tomarla como imaginarización simbólica de lo real.

Desde este aspecto, el último film de Spielberg captura muy bien que el secreto de goce femenino es aquello que hace familia. Efectivamente tenemos a Mitzi Fabelman (Michelle Williams), una esposa, ama de casa y madre de cuatro hijos que ha resignado su carrera como concertista de piano y su deseo femenino por la estabilidad de la familia tipo burguesa, de acuerdo a los ideales de su madre, al casarse con el amable y compresivo Burt (Paul Dao). Madre y Padre sustituyen y estabilizan el secreto del desencuentro sexual entre un hombre y una mujer. Y es precisamente este desarreglo, que organiza luego los lazos familiares en la diferencia entre un team científico (formado por Burt y las niñas) y un team artístico (formado por Mitzi y Sam), lo que se traduce y se cifra para el pequeño Sam (Mateo Zoryan) en la oscuridad de la sala de cine (y sentado en medio de sus padres), en esa primera experiencia cinematográfica y traumática de la escena del choque de trenes del film El espectáculo más grande del mundo (Cecil B. De Mille, 1952). Su recreación con el tren de juguete es un primer intento de domeñar la intrusión de un goce en el cuerpo que no se puede comprender ni ligar a representación alguna (de allí su efecto angustiante). La repetición del trauma a través el visionado reiterado de la escena filmada por Sam con la cámara de su padre es aquello que cada vez permitirá una mengua de dicho goce. He ahí la magia del cine permitiendo exorcizar los demonios.

En un segundo tiempo, ya en la adolescencia y en una escena que evoca al film Blow up (Antonioni, 1966), la edición de un cortometraje familiar, partiendo de lo que filmó en un viaje de campamento en Arizona, implicará para Sam (Gabriel LaBelle) la siniestra irrupción de aquello que el montaje familiar pretendía silenciar: el goce femenino, jugado en la tensión sexual que se presentifica entre Mitzi y Bennie (Seth Rogen), el mejor amigo de Burt. La familia realiza esfuerzos para no saber nada de ese goce que emergió y, como quien mete la miseria bajo la alfombra, huye del tercero en discordia con la mudanza a California en ocasión de la nueva oportunidad laboral de Burt. Mientras que con el amoroso Burt, Mitzi cumple con el rol social aceptado de madre y esposa pero se la ve amargada y aburrida, en cambio el deseo de y hacia Bennie la transforma en una mujer alegre y llena de vida. Se trata de una tristeza melancolizante que ni las monerías del primate que Mitzi ha adoptado logran apaciguar, llevando finalmente a la dolorosa disolución del lazo conyugal. En este punto es notoria la superyoica culpabilización de las niñas hacia la propia madre por el declive familiar, mientras que el padre -cuya exitosa carrera en el mundo de la computación se construyó sobre el sepultamiento del deseo de Mitzi- se mantiene para ellas idealizado.

El cortometraje familiar del campamento que presenta Sam a Mitzi (para paliar el dolor por la pérdida de su propia madre) manifiesta el doble envés de la ficción: por un lado vela lo real (en este punto Sam descarta los fotogramas que incluyen a su madre y Bennie), pero al mismo tiempo, en aquello mismo que escamotea, muestra su lazo a la verdad. La mudanza a California significará para el adolescente Sam no sólo el momento en que se separan definitivamente sus padres, sino también aquel del encuentro con la dimensión de la crueldad humana, encarnada en el bullying escolar que sufre por ser judío. Al mismo tiempo, y en esta línea, se entronca el divertido romance de Sam con una devota joven católica, que desplaza la ortodoxia judía de la que Spielberg siempre se avergonzó por el sufrimiento que le acarreaba. Aparece aquí un segundo cortometraje amateur sobre la jornada en la playa del último año del secundario, que Sam proyecta en la fiesta de fin de curso. Lejos de hacer de su antagonista un personaje malvado, como es en realidad, Sam lo presenta (por la perspectiva que adopta la cámara y por efecto del montaje) como una suerte de héroe del Olimpo, atlético y sensual, que lo lleva a éste a la reconciliación con su novia. La ficción tiene aquí el propósito de embellecer la oscura realidad e incluso conlleva un gesto humanitario para con su histórico rival.

El toque de modernidad en el film está dado por el desmontaje del artificio cinematográfico y por la puesta en abismo. Efectivamente a lo largo de la película en varias ocasiones asistimos al rodaje de los cortometrajes que realiza Sam, donde se visualizan los dispositivos técnicos de filmación improvisados y los efectos especiales caseros, como así también el proceso de montaje. La siguiente instancia es la de la proyección ante la familia o amigos, ya sea en el hogar o en alguna institución, que nos coloca como espectadores observando desde la pantalla de cine los cortometrajes que el joven Sam proyecta a su vez para su pequeño público. Es esta dimensión de la ficción, aunque se trata de una película enmarcada en el realismo histórico o biográfico, la que se apunta a resaltar. Y a mi entender la que da la clave desde la cual leer Los Fabelman.

¿Se podría tildar al film de autocomplaciente por tratarse de una ficción autobiográfica que filma el propio director y no un colega suyo en calidad de homenaje? Por supuesto toda interpretación es posible, pero esta lectura no es motivo per se para desvalorizar a la película. De hecho la mayoría de los realizadores parten de material biográfico al cual les dan un tratamiento para crear sus ficciones. Incluso su par Martin Scorsese se apoyó en vivencias biográficas de su infancia en Little Italy para realizar sus primeras películas del género de gángsters. Y hasta se podría decir que al elegir la ficción autobiográfica como género, Spielberg está en consonancia con la época, donde sea en las performances artísticas, en literatura o en cine, cada vez abunda más el género de autoficción  donde las líneas de demarcación entre realidad y artificio o entre privado y público se vuelven más difusas.

Tratándose de una ficción de iniciación o aprendizaje, es lícito preguntarnos qué saldo de saber obtiene Sam después de la dolorosa experiencia de hacerse grande, del derrumbe del mito de la familia burguesa feliz que se ve con los ojos de la infancia, de vivir la experiencia del rechazo hacia la otredad (ya sea que se encarne en lo femenino o en lo judío)? Pues precisamente que se pueden inventar ficciones para poder soportar la dura vida. En este punto me interesa detenerme en el encuentro de Sam con su admirado maestro John Ford (David Lynch) cuando ingresa a trabajar en el estudio como asistente. Éste le dice que le diga qué es lo que sabe de arte a partir de situar (en una serie de cuadros colgados en las paredes de su escritorio) el punto de fuga o de horizonte, que permite la perspectiva. Y tras ubicarlos, Ford le dice que situarlos por arriba o por abajo está bien (lo que determinaría un encuadre anómalo y disarmónico), mientras que ubicarlo en el centro es aburrido y soso.

A la luz de la filmografía posterior de Sam (alter-ego de Spielberg), uno diría que no aprendió la lección del maestro. Pero también se puede decir que sí entendió, sólo que ambos se sirven del cine de manera diferente y por eso forjan un estilo diverso y singular. El efecto disarmónico es consistente con un cineasta como Ford que apunta a derribar los mitos fundadores de la nación que planteaba el western clásico. Pero Spielberg no pretende deconstruir los sueños, ya sabe que en la realidad están rotos. De allí que apunte a un cine orientado a la familia, entretenido desde el género, siempre armónico en la restauración del orden y donde no falta la dimensión humanitaria frente a la otredad. En esta línea Los Fabelman da cuenta de cómo, a partir de las vivencias y contingencias singulares de la infancia y la adolescencia que marcan a un cuerpo, se forja un estilo de vivir la ficción.

De allí que sea uno de los representantes de esa maquinaria de sueños que es Hollywood y de que sus trabajos más aceptados sean aquellos que se alejan de la solemnidad del realismo histórico y que apuestan en cambio por lo maravilloso de la ficción de género para abordar la crueldad y la codicia humanas. Y Los Fabelman es eso: una clásica ficción de iniciación, prolija desde los técnico, bella desde el arte, correcta desde la interpretaciones y que incluso encuentra sus mejores momentos cuando se aleja del dramatismo realista para abrevar en la comedia. Lo que Spielberg hace pasar entonces en su última película es que podemos servirnos de ficciones e incluso inventarlas para soportar el duro peso de lo real. La película podrá gustar más o menos, pero de lo que no hay duda es de que se trata de un Spielberg de pura cepa que se degusta de principio a final.

Calificación: 7.5/10

Los Fabelman (The Fabelmans, Estados Unidos, 2022). Dirección: Steven Spielberg. Guion: Steven Spielberg, Tony Kushner. Fotografía: Janusz Kaminski. Montaje: Sarah Broshnar y Michael Kahn. Elenco: Michelle Williams, Paul Dano, Gabrielle LaBelle, Seth Rogen, Mateo Zoryan, Keeley Karsten, Julia Butters, Judd Hirsch. Duración: 151 minutos.

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