Atención: Se revelan detalles de la trama.
Woody Allen vuelve a su Coney Island natal para desgarrar la alegría postrera que se presenta detrás del entramado de lo real, donde el guion flojo y predecible se pone al servicio de la desmitificación de la pureza del parque de diversiones, haciendo aflorar la pesadez que corroe tanto los espacios como los personajes que los circulan, quienes piensan y viven enmarcados en el contexto de la tragedia.
La rueda de la maravilla del título, que se erige desde el primer plano como ente omnipresente y todopoderoso en el espacio, se presenta no solo como ironía semiótica en las vidas de los desventurados protagonistas, sino además como representación simbólica de la concepción circular que el Destino tenía para los griegos; un Destino que la tragedia instauraba como inapelable, una fuerza que Allen ya había trabajado anteriormente -y de manera más fluida-, en Match Point (2005). Esta vez al director no le interesa la fluidez en los recursos, o la armonía en el relato, sino jugar con la representación y sus diferentes formas, sin abandonar con ello los recursos estilísticos que han caracterizado su cine: ruptura de la cuarta pared, enredos amorosos, conversaciones profundas…
El personaje encargado de contar la historia es Mickey (Justin Timberlake), quien se presenta a sí mismo como dramaturgo soñador. Su introducción es extravagante e hiperbólica, por lo tanto el espectador se encuentra ante un relato (re)construido por ese personaje definido como poeta, quien se propone narrar su aventura con una mujer infelizmente casada, Ginny (Kate Winslet), hasta que se enamora de la hijastra de esta, Carolina (Juno Temple). El personaje de Winslet recuerda al de Barbara Stanwyck en Encuentros en la noche (Fritz Lang, 1952), quien también se casa con un pescador para luego enamorarse de otro hombre. Los personajes de La rueda de la maravilla se muestran langeanos en el sentido de que son atormentados por sus propias debilidades.
La algarabía del parque de diversiones, con sus risas, sus colores brillantes y su promesa de diversión se reprime al entrar en la pequeña y humilde casa en que Ginny vive con su esposo y su hijo. En la intimidad, de cerca, ese lugar se muestra en su pura decadencia: lugar de cuento de hadas ruidoso, le dice Ginny a Carolina cuando llega. De esa forma, ese Coney Island que resplandece en colores chillones puede, en un instante, desencantarse hasta la incomodidad extrema de un pueblo gris, abandonado a su suerte. Porque, en realidad, ese parque de atracciones, ese lugar de maravillas, está en franca decadencia; una decadencia que no sólo es económica sino que se traduce en una decadencia en el poderío hedonista.
Desde el comienzo todo es una reconstrucción desde la mirada del dramaturgo -un personaje que se construye a sí mismo según su ideal-, y con una mesera que dice que en su vida actúa todo el tiempo. Se cuenta desde la artificialidad, desde el teatro, desde un dispositivo que desde el primer momento se asume como tal y por lo tanto puede exagerar sus formas hasta la parodia en forma de homenaje, en forma de melancolía. Los personajes sueñan, el demiurgo, no. Allen no se entrega a añoranza del pasado, sino la asfixia provocada por los sueños rotos, llantos de desamor que salen de su garganta, siendo que se sitúa en el lugar y la época de su niñez, ese lugar del que ya había hablado en Robó, huyó y lo pescaron (1969) y en Annie Hall (1977), en la que se personifica como un niño pelirrojo que vive bajo una montaña rusa y que asiste al psicólogo (en esta, además, es piromaníaco). Pero Allen se desdobla una vez más: en el personaje neurótico que encarna Winslet. Los gestos y las maneras de Ginny se manifiestan casi paródicas de los personajes de Allen encarnándose básicamente a sí mismo.
A excepción de Carolina y su padre, todos los personajes viven en un mundo de ilusiones, de artificio. Ginny recurre a los recuerdos de su sueño de ser actriz para afrontar su vida de mesera. Escucha programas radiales sobre estrellas y lee revistas del espectáculo, y comparte con su hijo cinéfilo la obsesión por la representación. Ella le dice a Mickey que está interpretando el papel de una mesera -todo el tiempo se remarca el tema de la ficción, del metalenguaje-, y también interpreta ante sí misma la forma en que le confesará que es casada.
Mickey también vive dentro de una ficción: la teoría, la filosofía y los libros. Quien ha vivido la vida “real” es Carolina, y aun ella ha tenido una vida muy cinematográfica. Todos viven dentro de esa fantasía para poder subsistir, y el personaje que no lo hace, desaparece de la escena como castigo por afrontar la realidad. Por ello se hace referencia a Eugene O’Neill diciendo que sus personajes tienen que mentir para sobrevivir, referencia que al mismo tiempo es inspiración y cita. “Un sueño hermoso, pero un sueño”, dice Mickey, demarcando su dificultad para delimitar realidades, al tiempo que Ginny confiesa: “No hay nada realista en un jardín chino a mitad de Staten Island, pero es donde quiero estar con él”. No importa el realismo sino lo que se construya para evadirlo. En ese contexto se inscribe la fotografía de Vittorio Storaro: artificial, simbólica, dura, pero a la vez mágica.
Al anclarse en un universo donde todo es engaño, le teatralidad se filtra en los diálogos poéticos, en las actuaciones que por momentos pecan de ampulosas; incluso la forma en la que los personajes recorren el espacio es teatral. Pero el personaje que narra no es el que guía la acción ni el que ofrece el punto de vista. Micky es el personaje que cuenta, pero no es su mirada con la que se identifica el espectador. De a poco es el personaje de Winslet el que va tomando en la película ese protagonismo que ella deseaba para su carrera en el plano de la ficción. Ese Destino, ese azar del que los personajes hablan, se manifiesta también en la forma en que el relato devanea por sobre los personajes hasta apersonarse en uno y adoptar su mirada. Mirada cada vez más dislocada que de a poco distancia al espectador para abandonarse hacia el final en las maneras de Bette Davis o Gloria Swanson, en sus estados de afección, en medio de una luz dura que le golpea el rostro entre brumas de cigarrillo, que se esfuerza por esconder el maquillaje corrido, exacerbado, encarnando a la actriz que una vez fue y que mantiene viva en su mente.
En ese momento de locura desaparece el narrador dentro de la tragedia. Ya no hay forma de desdoblarse en otra instancia narrativa alejada del dolor, “objetiva”, y solo queda por única guía, por identificación posible, el personaje de Winslet, condenado a esa rueda, a esa vuelta en el carrusel de su marido.
Acá puede leerse un texto de José Luis Visconti sobre la película.
La rueda de la maravilla (Wonder Wheel; EE. UU; 2017), de Woody Allen, c/ Kate Winsley, Jim Belushi, Juno Temple, Justin Timberlake, 101’.
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