Café Society no es más que un gran desengaño que funciona en tres niveles: el desengaño amoroso entre los protagonistas; el desengaño de Woody Allen con Hollywood; y el desengaño del espectador que esperaba una gran película.
Estilos tan marcados e improntas tan autorales hacen que el espectador, más o menos, anticipe lo que va a ver en pantalla con mayor o menor exactitud, por lo que es muy difícil que, dentro del rango esperado, la película en cuestión resulte del todo inaceptable. Esto es lo que pasa con Café Society: que es una película de Allen es tan indudable como que no es una de sus mejores.
En ciertas ocasiones, el ingenio humorístico aflora en los diálogos y reluce esa cualidad tan propia que le es insoslayable. Pero más allá de eso, el guion, aunque de buen ritmo, termina pasando de la simpleza a la flojera. En la relación triádica (una constante en su filmografía), en principio lo que falla es el casting: la única expresión que se plasma en el rostro de Kirsten Stewart (Vonnie), es la náusea. Es como si el personaje estuviera a punto de vomitar en cada plano. La empatía desde ese punto es imposible, y termina siendo incluso discordante con el universo que la circunda, siendo que a Jesse Eisenberg (Bobby), el papel de alter ego inocente y neurótico del guionista/director de la película le queda pintado. En contraposición a la situación de Stewart, Blake Lively brilla en los escasos minutos en pantalla, y la historia del personaje que le toca en suerte es escueta, dado que la relación con la esposa es dejada de lado; poco o importa a la narración porque termina siendo sólo un sustituto para intentar subsanar el despecho que el amor de Vonnie le ocasiona al protagonista.
Asimismo, la ciudad de Nueva York es un simple sustituto ante la desilusión que supone Hollywood. El desengaño hollywoodense se plasma un 80% gracias a la fotografía de Vittorio Storaro, en la que todo se maneja en bloques de color en tintes de melodrama clásico. Los ambientes se colorean expresando lo que pueden relucir o no. La década del 30 en Los Ángeles aparece bañada en oro, incluso desde el vestuario y las luces anaranjadas que resplandecen divinizándolo todo: un “todo” que, generalmente, se refiere a fiestas y reuniones donde el placer y el negocio se aúnan. Es el lugar de las estrellas y, desde los primeros segundos que trascurren luego de los títulos iniciales, la catarata de nombres astrales es un guiño que invoca sentimentalmente al espectador que los conoce, pero es también un toque hermético para aquel que no comparte ese código. La vida de las estrellas está vista como algo superfluo, pero a lo que es imposible escapar. De esa forma, esta no es sólo una película hermética en cuanto a sus ambientes, a los universos que recorre y al conocimiento que propugna, sino también íntima. No hay interés en mostrar la época más allá del retrato de esos dos universos cerrados (Hollywood y Nueva York); no hay referencias a la gran depresión más que en la forma de crimen organizado, cuyo objetivo es más cinematográfico que pensado como reflejo socioeconómico. Woody Allen suele ser hermético en tanto su cine es un cine en primera persona (de hecho, es él quien oficia de voz en off para guiar la historia), y el contexto es siempre algo cercano y no algo colectivo políticamente. Pero esta vez, ese universo es tan cerrado que incluso lo excluye a él. Allen nos tiene acostumbrados a los retratos del cine detrás de bambalinas, desde historias de representantes de artistas perseguidos por la mafia (Broadway Danny Rose; 1984); personajes que salen de la pantalla para encontrarse con sus espectadores (La rosa púrpura del Cairo; 1985); neurosis del mundo del entretenimiento y la cultura (Celebrity; 1998); bloqueo del escritor (Los secretos de Harry; 1997); un director que filma una película bajo una ceguera nerviosa (Hollywood ending; 2002)… por nombrar algunos ejemplos en los que sus personajes aparecen moviéndose por ambientes relacionados con la creación dentro de la industria cinematográfica desde un punto de vista que lo sitúa en medio de las problemáticas de la profesión. Sin embargo, ahora quien guía el relato está absolutamente por fuera de la industria, no es más que un muchacho con ambición de vivir algo que no termina de entender y que termina mirando con desdén. De hecho, a diferencia de Medianoche en Paris (2011), las estrellas invocadas nunca se hacen presentes, nunca se encarnan en la historia. Son sólo nombres, fantasmas que recorren la historia sin llegar a habitarla porque se mueven en un plano separado, inalcanzable.
El universo exclusivo es ese paraíso que no termina de satisfacer las expectativas de la imaginación y termina por derrumbarse. Sin embargo, el motivo del desencanto de Bobby por Hollywood no queda plasmado desde el guion: desde la fotografía, el ambiente cálido y amable será siempre el californiano, mientras que el neoyorquino se pinta de tonos grises y fríos, donde el humo puebla la pantalla antes habitada por piscinas y cócteles, y donde el ritual festivo es cambiado por un ritual mortuorio. La Mafia, siempre cercana, hace que Café Society termine remitiéndose al acento scorseseano de, por ejemplo, Buenos muchachos (1990).
Un amor no correspondido que lo lleva a la ciudad gris, que dice amar, pero que es sólo despecho y segunda opción de la panacea dorada. Hollywood ha sido la gran historia de desamor de Allen. Queda el resabio de la despedida triste. Lo más interesante es la incógnita de hasta dónde esa despedida del brillo de la ciudad de la industria cinematográfica cala en Allen a nivel personal de una posible despedida real.
Café Society (EE.UU/2016), de Woody Allen, c/ Jesse Eisenberg, Kristen Stewart, Steve Carell y Blake Lively, 96’.
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Hace un tiempo ya que este director deja transparentar cada vez su misoginia y desprecio por el espectador. Me cansó