Liebig es un pueblo de Entre Ríos marcado por la llegada de una fábrica inglesa que se instaló a principios del 1900 y sembró con ella las bases de una colonia para su fuerza de trabajo. Sus trabajadores encontraron un motivo para permanecer: les construyeron casas, centros deportivos, recreativos. La empresa cumplía, a pocas costas de sus excesivas ganancias. Estratégicamente, Liebig se conformaría durante la primera mitad del siglo XX como una de las fábricas alimenticias más importantes de Buenos Aires. Producía suficiente alimento para dotar a las tropas durante la primera y la segunda guerra mundial. La bonanza estaba enquistada. Producía cantidades impresionantes, de las que todo se aprovechaba y enlataban hasta la cola de las vacas; este utilitarismo absoluto del cadáver parece habilitar la omisión del genocidio animal en el relato, pero es difícil encontrar activistas con la panza llena. Hoy las calles del pueblo se ven llenas de perros callejeros, andan cerca porque siempre alguien les tira un hueso.

El conflicto sigue siendo el más popular: la empresa y sus empleados, la relación entre la  faena, los faenadores y los dueños. Estos obreros nunca cuestionaron sus salarios. Uno de ellos debió endeudarse para pagar un funeral en aquella época. Pero había paz con los gremios, estos incluso negociaron con la empresa ofertas de alimentos para sus trabajadores. Todo un circuito de mercado, abierto, completo y aceitado.

Los obreros tampoco se manifestaron cuando la fábrica decidió irse del país sin compromisos de transferir sus puestos de trabajo. Desistiendo, pero sin olvidar, los trabajadores aceptaron su destino con estremecedora pasividad. Los empleos se perdieron, aunque los trabajadores conservaron sus casas por muy poco valor. Una época terminaba, quedarían los escombros. Las instalaciones se vendieron y los nuevos dueños las dejaron morir. Aún hoy algunos se muestran agradecidos por la amabilidad de estos empresarios ingleses durante la época dorada; pocos olvidan mencionar su gentileza. Liebig incluso construyó una biblioteca. Hubiese sido interesante saber qué libros eligieron para nutrirla (¿estaría El leviatán de Hobbes?).

Los personajes del documental Liebig encajarían perfectamente en un capitulo en La peste de Camus. Observados indirectamente, gracias a la historia del pueblo, los vemos en su cotidianeidad, taciturnos, envueltos en la calma pueblerina que arde bajo el sol de la tarde, sobre los caminos de tierra. Uno de los que quedan arregla motores de autos viejos. No le gustan los autos nuevos. Se siente un inútil si no trabaja con motores. A eso se dedicaba en la fábrica, y así se lo ve hoy, disculpándose con su esposa mientras sostiene una pieza de motor en la mano, dentro de su casa, porque no le gusta salir.

Estos personajes, algunos incapaces de realizar autocriticas, quedan impregnados de ternura. Uno de ellos se irrita cuando descubre los insultos que escriben con liquid paper los adolescentes sobre la enorme lata de carne enlatada que oficia de monumento al costado de la ruta, símbolo de la remembranza de sus mejores épocas. La mirada evita emitir juicios o proyectar culpas sobre lo narrado, sino que pone en evidencia las controversias que surgen al escarbar en los recuerdos de estos olvidados.

Liebig despide el mismo olor que sale de un baúl al abrirse, uno que estuvo cerrado durante mucho tiempo. Cruje al recibir la luz en su interior, el olor a óxido y papel gastado emana y se mezcla con el espesor del polvo de las paredes, de las baldosas, en la tierra, en los calzados, en los motores de los autos, habitando progresivamente sobre los cuerpos, sobre las fachadas de las casas, corporizándose sobre las superficies como una fermentación melancólica; aquí conviven los trabajadores junto a sus recuerdos de prosperidad, confrontados unos con otros, reviviendo diariamente el cuerpo arcaico que solidifica su emoción dentro de un continuo retorno que atraviesa la misma historia, repetida todo el tiempo, que incluye también un festejo anual y actuaciones que evocan el trágico día que la fábrica cerró.

Liebig (Argentina, 2017), de Christian Ercolano, 68′.

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