la-vida-de-adele-la-vie-dadeleLa vida de Marianne, novela inacabada del comediógrafo francés Pierre de Marivaux (1688-1763), es uno de los mejores exponentes de un estilo de comedia cortesana del siglo XVIII que inaugura por entonces un acercamiento directo, casi metafísico, a la experiencia del amor y el deseo. Pero no a cualquier experiencia, sino a la del origen, a la del confuso y extasiado alboroto de su aparición. Con un secreto temor frente a la posible monotonía de la vida, sus personajes –tímidos y renuentes, a veces- quieren vivir algo, aún con los riesgos que eso implica. A diferencia del mundo de los mitos donde la vida en la comarca es aparentemente feliz y el peligro que se avecina siempre supone la ruptura de ese equilibro inicial, las obras de Marivaux -como Juegos del amor y el azar (1730)- instalan un tiempo de aventura, incertidumbre, riesgo. El mismo que Abdellatif Kechiche asume al ponerse en contacto con ese universo.

Adèle (Adèle Exarchopoulos) es una adolescente que vive con sus padres en la ciudad de Lille al norte de Francia; va al colegio secundario, se apasiona por la literatura, la vida política y la comida de manera intensa e intermitente, se divierte con sus amigas, descubre su propio encanto, sus debilidades, la gloria y la desazón de su propio deseo. Kechiche no solo ensaya un relato de iniciación, sino que desborda esos límites contagiando al espectador la experiencia de la vida tal como la abraza y la sufre Adèle. La lectura escolar de La vida de Mariannele permite el primer coqueteo sexual de la película: la experiencia del relato se convierte en un arma de seducción, junto con su pelo enredado que enrosca y desenrosca en una colita desgreñada, sus ojos húmedos llenos de vida y ansiedad, sus labios carnosos que enmarcan una sonrisa inocente y algo pícara. Ese encuentro con Thomas, amoroso y sexual, la llena de dudas e inquietudes que parecen tomar un color definido cuando una chica de pelo azul llama su atención en plena calle.

Atractiva, enigmática, inevitable, Emma (Léa Seydoux) abre las puertas de un recorrido único, ambiguo y esquivo a través de un deseo que se torna concreto y material para el espectador en cada escena, en cada gesto de la increíble Adèle Exarchopoulos, en los desvíos de sus miradas, en los movimientos de sus manos, en la humedad de sus labios. Kechiche logra una intensidad insólita en cada segundo que vemos a Adèle proyectarse con tensión hacia una pasión que la intriga y la consume al mismo tiempo. Sus escenas prolongadas son tan exactas, tan justas que nada sobra ni falta, ni el detalle del sexo y la masturbación, la cercanía de la intimidad, las gotas del llanto lleno de pena y tristeza. Esa curiosa dilatación del tiempo fílmico que Kechiche había probado con resultados dispares en Juegos de amor esquivo (2003) cuando el grupo de adolescentes de los suburbios pobres de París ensayaba una obra de Marivaux una y otra vez, desdoblando la realidad y la representación a partir de sus múltiples desavenencias, o en Cous Cous, la gran cena (2007) cuando la hija del protagonista insistía obsesivamente a su beba que haga pis en la pelela y no en el pañal llegando al límite de la irritación y el maltrato, aquí roza la perfección. Lo que logra esta permanencia de la cámara en momentos que parecen exigir el corte o la elipsis es exponer al espectador a aquello que elude la existencia cinematográfica y que es atributo único de lo real. No es la originalidad de las situaciones lo que nos emociona y nos conmueve (hay cientos de películas sobre amores y desamores heterosexuales y homosexuales, sobre el aprendizaje, el crecimiento y la madurez), sino la capacidad de presentar en imágenes el poder de la atracción que empuja un cuerpo sobre otro, lo desarma, lo descoloca, lo vuelve torpe y lúcido al mismo tiempo, permitiéndonos acceder así a una experiencia durable y narrable como pocas en el cine.

blue-1La vida de Adèle está basada en la novela gráfica de Julie Maroh El azul es un color cálido, que cambió su nombre en la adaptación cinematográfica porque Kechiche decidió regalarle el título a su protagonista y actriz (el personaje se llamaba Clementine en la historieta). El reconocimiento al trabajo de Exarchopoulos y Seydoux también llegó de la mano del jurado de Cannes cuando decidió que la Palma de Oro era compartida, que el trabajo del director se completaba con la descarnada interpretación de ambas actrices. Además, La vida de Adèle está dividida en dos capítulos. El primero es bello y luminoso y nos muestra la pertenencia de Adèle a una familia de clase trabajadora, con las aspiraciones de seguridad y previsión que eso conlleva. Ella disfruta de los fideos con tuco que prepara su padre, quiere ser maestra de primaria, llora con mocos y lagrimones como una nena. Las elipsis que deslizan el tiempo del crecimiento y el aprendizaje son tenues y sugeridas, todo transcurre con una fluidez inmejorable, percibimos la exquisita administración de un tiempo que pasa y no se detiene, que se contiene en el magnetismo de los besos en la plaza, de las miradas cómplices en las pocas cenas familiares.

La familia de Emma es más canchera y algo snob, ella es estudiante de arte y no tiene preocupaciones financieras, su madre y su padrastro son burgueses con buen gusto que preparan ostras y mariscos (el único plato que a Adèle no le gusta) y hablan de vinos y pintura. El segundo capítulo de esta historia desnuda una tristeza incierta que se escapa entre los resquicios de las imágenes: ahora vemos a Adèle ya crecida, trabajando como maestra en un jardín de infantes, buscando todavía a tientas su identidad, que no solamente tiene que ver con su sexualidad sino fundamentalmente con su condición social. El éxtasis de la exploración inicial dio paso a la definición de los roles: Adèle es la musa y Emma la artista, Adèle es la anfitriona improvisada de una vida doméstica que parece confortable y aburrida al mismo tiempo, busca ser querida, mimada. Mientras tanto Emma la impulsa a desafíos como el ejercicio de la escritura (que son intereses más propios que de Adèle), se muestra a gusto con sus amigos intelectuales y prepara los detalles de su próxima exposición.

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Para Kechiche, al igual que para Marivaux, el individuo es prisionero de su condición social por más disfraces que asuma, por más espejos en los que busque reafirmarse. Las últimas escenas de la película nos muestran, con la misma ferocidad que el deseo arrollador en la primera parte, el dolor profundo de la pérdida y la amenaza del olvido. Más allá de esos largos minutos de sexo explícito de los que tanto se habló desde su presentación en Cannes, lo esencial de La vida de Adèle es la infinita desazón que nos embarga cuando algo querido se pierde o resquebraja, cuando sentimos que el mundo se torna hostil y se nos hace difícil seguir respirando y viviendo día a día, cuando la vida adulta es tan cruel que nos resulta insoportable. Adèle afronta sus momentos felices y desdichados con una magia única que la preserva de cualquier daño aunque lo sufra, y la erige sobre los miedos y los peligros como una eterna sobreviviente. Descubrir lo que uno quiere, alcanzarlo, perderlo y anhelar recuperarlo es lo que ha logrado mostrar Kechiche en su maravillosa película.

La vida de Adèle(La vie d’ Adèle, Francia, 2013), de Abdellatif Kechiche, c/Adèle Exarchopoulos, Léa Seydoux, Aurélien Recoing, Catherine, Salée, Salim Kechiouche, Alma Jodorowsky, Mona Walravens, 179’.

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