Alguna vez escuché decir a alguien que citaba a Casanova como fuente de sus palabras que un amante se merece ser juzgado -¿o recordado?- por sus mejores noches. Estoy tentado a extender la fórmula a la crítica de cine y elegir lo que más me gustó de Ritual sangriento, sino fuera porque este criterio revelaría que lo que tuve delante de mis ojos se pareció más a una máquina que a un organismo. ¿Vale la pena ocuparse de aquello que puede ser analizado diseccionando fríamente sus partes y funcionamiento?
No me gusta la idea pero voy a ver si me dejo llevar y gracias a esta película me reconcilio o al menos me acerco de nuevo aunque más no sea parcialmente a una idea armónica de belleza. Si llega a pasar, se lo deberé a Julia Garner, Ryan Samul y Ada Smith, actriz, director de fotografía y directora de arte de esta película cuyo título en castellano promete una carnicería que solo se produce al final y en el contexto ceremonioso del título que rige anacrónica y agradablemente la puesta en escena desde un principio (las equívocas expectativas creadas por la publicidad que tuvo en nuestro país le juegan a favor si uno es de aquellos que está dispuesto a sorprenderse cuando va al cine).
Así que no es una película de terror ni una gore, sino un drama en el que el universo familiar cerrado y enfermizo ocupa el centro de atención y difunde su potencial alegórico sobre toda comunidad fuertemente endogámica. Lejos está, sin embargo, de la potencia y el sentido del humor feroz de Voraz (Ravenous, 1999), western montañés de la directora británica Antonia Bird estrenado hace más de una década que, sin las pretensiones pictóricas de esta película, hacía rendir mucho más el tabú que las hermana.
No obstante, el esteticismo de Ritual sangriento tiene virtudes: una de ellas se encarna en la marfileña belleza de una púber cuya piel es iluminada de un modo similar a como los modernistas escandían cisnes, cristales y porcelanas. Esa lámina translúcida que cubre los huesos de Julia Garner así como la trenza que corona su cabeza son la materialización más apropiada del mérito mayor de una película que se demora en superficies físicas, lumínicas, temporales y psicológicas encuadradas con nitidez preciosista.
A ese deleite moroso no le sienta mal el último banquete, ritual sangriento extraoficial, pero sí el efectismo posterior que nada tiene que ver con el tono general ni con el clímax e instala sin gracia alguna la noción de continuidad serial donde mejor hubiera cabido una clausura o, en caso contrario, un final abierto en vez de uno cíclico postulado con torpeza musical y zonza ironía.
El título original (We Are What We Are), como casi toda la película, carece de sensacionalismo y su opaca tautología tiene connotaciones teológicas (“Soy el que soy”, dice Jehová en unas cuantas versiones de la biblia) y fatalistas. La estilización general se hace eco del morbo incestuoso dominante en el guión vistiéndolo de galas neoclásicas en la figura de Garmer que materializa la perversión puritana, y ancla la mirada en un pasado que se disfraza de ideal e inmutable pero se pudre por dentro como se pudre la madre la madre al principio.
Recomiendo jugar el juego de las diferencias entre los afiches anglófono e hispanoparlante que acompañan este texto.
Ritual sangriento (We Are What We Are, EUA, 201e), de Jim Mickle, c/ Bill Sage, Ambyr Childers, Julia Garner, Kelly McGillis, 105’.
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una pena las atribuciones que se tomaron con el afiche en español. Hay una necesidad de explicar todo como si los espectadores (más aún los de cine de género) fuésemos una especie de personajes suavemente pelotudos que necesitan todo bien masticado y digerido antes de comer(lo). Y bueh… será que no somos lo que ellos creen que somos, la mayor parte del tiempo…