Este año estrenaron dos películas del bastante devaluado Alex de la Iglesia. A propósito del último de ellos, variación explícita de El gran carnaval (Ace in the Hole) de Billy Wilder, escriben un par de redactores cuyas críticas llevan como título dos antieslóganes.
Es no sentir de verdad. Alex de la Iglesiamonta una pomposa comedia con referencias al circo romano que toma a Coca-Cola como caso –y cliente- para mostrar (no denunciar) la descarnada crisis económica española con una hipocresía igual a la de las odiosas publicidades de la multinacional que hacen gala de una solidaridad, una emotividad y un humanitarismo descaradamente espurios. Lo de Alex puede llegar a ser peor que lo de Coca-Cola, que siempre fue o aspiro a ser por su naturaleza comercial el monstruo que es. El cine de aquel, sin embargo, alguna vez fue uno de poco andamiaje, delirante cinismo y cero moralina. Es como si estuviera recorriendo los mismos pasos que su referente Peter Jackson, otro director que nos hizo sentir y ahora solo nos ofrece ver.
Sin embargo, puede ser que el valor de La chispa de la vida resida, precisamente, en su no sentir, posible gracias a una puesta en escena perfeccionista que nos obliga a adoptar una subjetividad insensible o paralizada. La acción nos sitúa en las ruinas de un antiguo teatro romano recién descubiertas por un grupo de empresarios que pretenden convertirlas en un museo. En el centro del ‘escenario’ se encuentra el protagonista, Roberto (José Moca), que luego de un extravagante accidente queda postrado entre los fierros de la construcción e imposibilitado de moverse debido a que uno de ellos se clavó en su cráneo. Centrar la tensión en la cabeza suprime la atención en el cuerpo, que parece un muñeco de trapo lanzado desde gran altura cuando lo vemos en algunos pocos planos cenitales.
Esta cabeza en primer plano -por un rato también la nuestra- es la de un ex creativo publicitario, creador casual de un exitoso slogan – “La chispa de la vida”- para una campaña de Coca-Cola. Años después, desocupado y desesperado por mantener su nivel de vida y la felicidad de su esposa Luisa (Salma Hayek), mujerona latina de profundo instinto maternal que funciona como contrapunto físico y emocional del protagonista, encuentra la posibilidad de lucrar con su desgracia para asegurar el futuro de su familia. Para esto se presta al juego mediático moderno que, debido a la dimensión alegórica sugerida por el escenario, apenas difiere de los espectáculos del viejo circo romano.
Sobre la obra en construcción se va montando la comedia (o agonía) de la vida de Roberto y a su espectáculo arriban curiosos ciudadanos, vampirescos empresarios, estériles médicos y familiares angustiados. La película es tan evidente y calculada en sus formas que termina insensibilizando al espectador, anulando los efectos de su melodramático final con tintes del más gélido Almodóvar. Ni la muerte ni el último gesto de dignidad sobreactuada de la Hayeklogran mover un pelo. De tan efectista se vuelve anodina y la moraleja evidencia una impostura digna del simulado compromiso y olor publicitario de esta película.
Morir sin las botas puestas. Si les hablara de Roberto Gómez, español cerca de los 50, padre de familia y publicista desempleado, creerían que me refiero a un ejemplo más de la crisis que atraviesa España hoy, pero me refiero al personaje principal de La chispa de la vida (Álex de la Iglesia, 2011).
Hace dos años que Roberto (José Mota) no consigue trabajo. Un día como tantos otros se levanta para dirigirse a una entrevista en la empresa multinacional de un antiguo amigo que también le niega el puesto de trabajo. Abrumado por las circunstancias, decide ir al hotel “Paraíso” de Cartagena donde paso la luna de miel con su esposa Luisa (Salma Hayek). Cuando llega se encuentra en su lugar con un museo y, dentro de él, un teatro romano. Cuando atraído por el lugar se dirige a una zona prohibida al público es avistado por un guardia de seguridad, se asusta, tropieza con una estatua amarrada a una grua, termina colgando sobre el vacío abrazado a ella, y finalmente cae sobre una malla metalica. Todo su cuerpo está intacto. El único inconveniente es la barra de metal incrustada en su cabeza.
De la Iglesia sigue utilizando el humor negro y absurdo que lo caracterizan. Al desarrollar la película en un antiguo teatro romano, resalta la conexión intrínseca entre tragedia y comedia. Retroalimentación que marca el ritmo de las acciones, haciendo posible que una misma circunstancia contenga una carga ambivalente, como cuando los enfermeros le preguntan al doctor Velasco (Antonio Garrido) por el estado de Roberto y este pone cara de aterrado luego de revisarlo y haberles dicho que está bien. La chispa de la vida son 94 minutos de estas idas y vueltas sobre una cuerda floja que logran llegar a buen puerto dramático, pero el discurso que crítica a los medios públicos y a los poderes políticos y económicos deseosos de sacar provecho de la situación de Roberto se va volviendo chato. Las peroratas antisistema que suelta Roberto enajenado son chubascos pasajeros sin fuerza ni sustento. Toda esta moralina termina jugando en contra, desestabilizando ese frágil equilibrio que venían sosteniendo en conjunto el drama y el humor.
El tono general es derrotista y no es que me desagrade el pesimismo, del que hace gala De la Iglesia en Muertos de risa (1999), pero aquí desluce a la comedia. El pesimismo llega a su punto culminante momentos antes de la operación. Roberto le pide a su hijo vestido de gótico que, si muere, no use más las botas con plataforma que lleva puestas, símbolo de valentía para hacerle frente a las adversidades. Ese pedido funciona como la negación misma del pobre discurso esbozado durante gran parte de la película, además de anticipar la muerte de Roberto luego afirmada por el llanto de su esposa e hija. De la Iglesiadecide reconfirmarla cuando el hijo tira las botas afuera de la tienda de operaciones ambulatoria y, como si no fuera suficiente, le enfoca los pies descalzos. Ese énfasis excesivo en lo minúsculo del hombre frente a la capacidad depredadora del capitalismo pone en evidencia que nos damos cuenta de ello sólo en momentos apremiantes, cuando es demasiado tarde, se está demasiado solo y avasallado para hacerle frente. No hay nada concreto en La chispa de la vida que logre envalentonarnos, ni siquiera la indignación y la furia de Luisa ante tanto salvajismo.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes sobre Las brujas de Zagarramundi y esta película.
La chispa de la vida (España, 2011), de Alex de la Iglesia, c/ José Mota, Salma Hayek, Blanca Portillo, Juan Luis Galiardo, 94′.
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