La noción de una vida “de a ratos” se nos escapa. Nuestra idea de la vida no contempla más que la continuidad que, en el peor de los casos, tolera algún momento de interrupción. Pero pensar en la vida de a ratos es situarla en un espacio menor, como islotes incomunicados en un océano de vacío. Instantes en los que un cuerpo despierta de un letargo, de una detención, para asomarse a la vida. De alguna manera un poco más cruda, lo define Javier Lombardo en un video grabado hace un tiempo: sentirse entre medio del mundo de los vivos y de los muertos. Morir de a ratos, vivir de a ratos. “Todo lo que sos, desaparece”, dice como respuesta a lo que produce el Parkinson, esa enfermedad que le hizo pensar que no le quedaba más vida.

Sin embargo, se sigue. Una operación realizada hace tres años atrás, le devolvió a Lombardo una parte de esa vida que solo se vivía de a ratos. Una entrevista con su médico revela los detalles, los contrasta con el miedo, se superpone a la realidad con elementos que todavía pueden pensarse como fantásticos (el casco para operarlo, el cable implantado en el cerebro para inhibir células anómalas). Lo esencial de aquel pasado –los movimientos descontrolados, la rigidez que impide moverse- se va diluyendo. Quedan algunas pocas secuelas visibles –la forma de caminar, el tartamudeo en el habla-, pero Javier Lombardo vuelve a la vida.

El documental revela no solamente el cambio en lo físico. El Lombardo del presente se sitúa en una especie de punto medio entre el que se movía “como un lavarropas” como reconoce ahora y el que registran las imágenes de sus películas que completan el retrato -en especial Historias mínimas (Carlos Sorín) y El peor día de mi vida (Daniel Alvaredo)-. Pero también se ocupa de ese otro lugar en el que el cambio se advierte en una concepción diferente de la vida a partir del dolor propio. Esa desconexión lenta del mundo que fue registrando (el olfato, el habla) es el camino de la enfermedad manifestándose. Y así su propia experiencia, se cruza con la palabra de Ruediger Dahlker, el médico alemán que trabaja la idea de la enfermedad como camino, lo que implica comprenderla, evitar caer en su trampa.

Pero La vida de a ratos se corre de la necesidad de focalizar en la enfermedad, aunque su rastro se sobreimprime en todos los relatos. Prefiere encontrar su punto de apoyo en una serie de dualidades que lo atraviesan. Entonces establece una dinámica que ofrece por un lado, el registro de ese Javier Lombardo que fue en el pasado, el actor, el comediante con cierto reconocimiento –el que hizo, entre otras cosas, y aunque aquí no aparezca, esa extrañeza maravillosa que fue Lucho y Tito mecánicos del espacio con José Luis Oliver; por el otro, el Javier Lombardo actual, que reemplazó la actuación por otras formas de expresión que le permiten salir de la cárcel invisible de la enfermedad, desde la escritura, la participación en grupos de lectura o la conducción de un programa de radio.

Quizás más importante que ello, el documental explora, a partir del cuerpo de Lombardo, el cruce entre ser observado y observarse. En esas escenas del pasado en su casa, se evoca el cuerpo como objeto de la observación del otro –de otras personas en la calle en el relato; de la cámara que lo registra-. Las viejas filmaciones familiares delinean un territorio de felicidad en el que todo el cuerpo familiar es objeto de la mirada –Lombardo, su mujer, sus hijos-: las de esa etapa intermedia se detienen en Javier y su cuerpo, en el pasaje del movimiento descontrolado de los miembros a las dificultades para caminar. Las imágenes del presente que toma el documental, lo colocan, en cambio, en el lugar de observador. Sigue siendo objeto de la cámara, pero ahora los planos, cuando van hacia sus extremidades, lo hacen desde una cercanía para descubrir los ejercicios que complementan lo logrado por la operación a nivel neurológico. Lombardo se observa a sí mismo en el pasado, descubriendo esa gestualidad que en su momento relativizaba. Se detiene en algunos detalles. Sitúa su mirada desde un presente en el que todo es más luminoso, hacia ese pasado que, como si fuera signo de otra cosa, se ofrece en imágenes particularmente oscuras, descoloridas. Se observa incluso en un fragmento en el presente, filmado en una esquina, para advertirse como un hombre que está sufriendo. Esa duplicidad de la observación es lo que hace de La vida de a ratos, un trabajo que logra escaparse de la lógica de la continuidad entre la enfermedad y la respuesta bajo la forma de la sanación.

Bernarda Pagés, directora del documental, compartió hace un par de décadas con Lombardo, el trabajo en la película El favor (Pablo Sofovich), que a pesar de sus fallas, planteaba algunos elementos inusuales en su trama para ese momento. Bernarda era una chica de ciudad, joven y elegante, en pareja con otra mujer (Victoria Onetto). Javier era su hermano, un hombre de campo, al que ella convocaba para proponerle que insemine a su pareja. El documental rescata algunas de las escenas compartidas entre ambos, que en su mayoría trabajaban sobre el gag visual. Pero una escena los muestra sentados al uno al lado de la otra, en un breve gesto de amorosa hermandad. La vida de a ratos es la posible traducción de esa escena a un documental sobre ese hombre que pudo volver a ser.

La vida de a ratos (Argentina, 2025). Guion y dirección: Bernarda Pagés. Duración: 107 minutos.

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