Como muchas otras películas premiadas, el interés que despierta La separación es sobre todo sociológico. Para buena parte de los espectadores que la veamos en Occidente, la experiencia consistirá en sentarse a ver una película proveniente de una cultura más o menos exótica pero ya bastante asimilada a los códigos globales (Irán) que trata un tema adulto (el divorcio) y poco más. Eso no garantiza una fuerte identidad estética sino todo lo contrario, pero al menos sirve en bandeja un tema de conversación importante con aderezos inusuales. En tal sentido es muy parecida a 4 meses, 3 semanas, 2 días, película rumana con la que comparte la lejanía cultural con el país de origen, una cuestión problemática (en aquella era el aborto), una coyuntura política no abiertamente democrática y un final retórico (no tan exhibicionista pero igualmente hueco).
No voy a contar el de La separación, pero sí voy a decir que es un final abierto. En realidad, un falso final abierto. A uno de los personajes se le plantean un par de opciones y la decisión queda fuera de la película. Pero digo que es falso porque a lo largo de ella hubo suficientes indicios para imaginarnos cuál será. Y esa decisión que la película toma por nosotros mientras dura es la verdaderamente importante, razón por la cual ya no le interesa mostrar la de la nena (el tratamiento de los chicos como sujetos nunca despliega la hondura y complejidad de otras ficciones iraníes conocidas hace unos años y, si bien no cae en el exceso sentimental del neorrealismo tardío italiano o el del Bollywood de los ’50, tampoco desdeña la explotación de la tristeza infantil en primer plano). Aquella decisión es, por lo menos, polémica en varios sentidos, proviniendo la película de un estado teocrático y patriarcal no exento de abusos que la película no condena porque ni siquiera visibiliza a pesar de que se vende a sí misma –o deja que el mundo la compre- como una ficción política.
Mi problema con esta película es que en arte no concibo otra política válida que la del extremismo formal y conceptual, rasgos de los que La separación carece por completo porque es un producto calculado para no agredir a nadie, y esa concepción de lo político cercana a la de lo diplomático como evasión de todo conflicto resulta est(éticamente) cobarde y fraudulenta. La separaciónconcreta un par de estafas narrativas flagrantes: no nos muestra el hecho que mueve a la empleada doméstica a tomar acciones contra el padre de familia de clase media acomodada para el que trabaja y, en uno de los gestos más torpes o canallas o ambos que se hayan visto en mucho tiempo, siembra la duda sobre la integridad de uno de los personajes sin resolver jamás el hecho. Esto se condice con la puesta en escena de la película, que concatena en muy poco tiempo una serie de dificultades y miserias valiéndose de un montaje veloz efectivo para evitar que el espectador advierta el forzamiento del verosímil, que no responde al realismo fáctico aparente sino a intenciones moralizantes expuestas desde el vamos.
Luego de los títulos hay un plano significativo de una pareja en disputa de divorcio mirando y hablando a cámara. Ella (Leila Hatami) es tan hermosa como insoportable. Un mechón de pelo rojo debajo del chador es signo de testarudez y sexualidad, uno de los detalles más interesantes si pensamos el contexto de (auto)censura en el que se mueve el cine iraní. La razón asiste casi siempre al protagonista masculino, incluso hasta cuando miente, lo que no sé si califica solamente al personaje o a la concepción de la figura paterna, poco menos que idealizada, que transmite la película. El hombre planeaba viajar con su esposa al exterior, pero el Alzheimer avanzado de su padre se lo impide y, aunque está dispuesto a darle el divorcio para que ella viaje, no quiere desprenderse de su hija. Cada uno de estos temas (irse o quedarse de un país puede marcar la posición del individuo frente a un estado como el iraní; el grado de independencia de la mujer en esa sociedad; la tenencia de los hijos; el afecto después de años de relación contractual-matrimonial) importa en grado sumo por sí mismo, pero la posición de la cámara es quizá el mayor gesto formal de ese comienzo.
Los personajes comparecen ante ella, que nos brinda el plano subjetivo de un juez al que nunca vemos porque es el lugar que se nos ha destinado como espectadores. De allí en más la película deja de lado la cuestión del divorcio y se concentra en la de la relación entre personajes de distinta clase social y creencias. La mirada de la película, si bien siempre parece concentrarse en hechos concretos, invita a la lectura interpretativa de los personajes como estereotipos y, ante la disyuntiva de tratarlos como sujetos de carne y hueso o encarnaciones de categorías, opta por un medio tono inofensivo que es el de esa entelequia llamada clase media, más o menos culta, más o menos intelectual, a la que pertenecemos buena parte de los ciudadanos de las sociedades democráticas. En un país en el que Jafar Panahi es encarcelado por hacer películas y en el que Abbas Kiarostami filma ensanchando los límites ontológicos del cine a costas de la corrección política y el deber ser laico como pocos lo hicieron desde Welles, esta ficción efectista sabe a poco, casi nada.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: