A propósito de Sinécdoque Nueva York. Esta puesta de motor de la ficción es llevada al extremo por Charlie Kaufman quien sucumbe en su propia maquinaria. La ficción anula la experiencia. Hablar de experiencia cinematográfica es un oxímoron fenomenológico. Es la invención de Morel, tenemos visiones, anagnórisis, epifanías, teofanías. La ficción es un virus que se expande en el imaginario y puede modelarlo. La sinécdoque es la figura exacta. Se pensaría en el artefacto de la metáfora para elaborar una ficción sobre el concepto de representación, pero se elige certeramente la sinécdoque. Una figura proliferante que terminará por golpear, como la sucesión de las piezas de dominó que caen, al propio creador. El creador que, en la búsqueda de la creación absoluta, abre las compuertas al caudal de la imaginación total, tanto que rendirá cualquier represa de contención psíquica, se atiene a lo definitivo, a un fundido a negro final. La nada de La historia sin fin. Como en el cuento de Kusenberg La bala, ese proyectil hará un largo recorrido pero volverá, por la espalda, al tambor que la disparó. El creador que suelta la sinécdoque de la ficción, suelta una epidemia proliferante que acabará, por supuesto, con la muerte del propio creador, su propia muerte. Una metalepsis podría ser la figura del Dios absoluto que muere, que no descansa, que al séptimo día, al término de la jornada y con su obra total finalizada, muere. Lo que deja, la materia creada, se debate entre la obra perfecta o la obra que, abandonada a su merced, reconduce y retoma el camino de la imperfección, porque en su representación total no está incluido su creador.
Dios no existe porque su obra, el universo, es una ficción tan perfecta y precisa en sus reglas, que lo expulsó de un modo definitivo. No se percibe la presencia del creador en la obra. No ha dejado huellas de su sensibilidad (D.H. Lawrence, Lo que el hombre hace[i]). La ficción no tiene otro camino entonces que volverse entrópica e incierta para acercarse por un principio irrevocable a lo real: en el elemento caótico, en el residuo, se tocan, e incluso se hacen permeables (a veces hasta la confusión) lo ficticio y lo real. El acierto poético y estético, el verdadero valor cinematográfico de Sinécdoque Nueva York consiste en su fracaso. En devenir una película fallida y repetir en paralelo, en otro paradigma, en este caso la realidad, la peripecia de su héroe: el fracaso de la inabarcable obra de teatro del protagonista se replica en la realidad. Solamente alguien del genio de Fellini pudo realizar la obra total del cine dentro del cine, dejar la huella de su presencia, imponer el sello de su sensibilidad en 8 y ½ y… triunfar. Ser el creador absoluto. Investirse Dios y no sucumbir ante su propia creación. Alcanzar la obra total de la representación y saltar justo, apenas, un pelín antes del naufragio del barco de la sinécdoque (Pierce: la cadena de pensamiento que detiene la acción). Ese umbral definitivo que únicamente los grandes, los grandes de verdad, pueden franquear y seguir en pie.
[i] Cualquier cosa hecha por el hombre y hecha / vívidamente / vive a causa de la vida depositada en ella. / En un metro de muselina de la India está la vida / hindú. / Y un indígena navajo, tejiendo en su manta / la forma de su sueño, / tiene que dejar una pequeña brecha en ésta / para que su alma salga, y pueda luego retornar a / quien la hizo. // Pero en el singular diseño, deja sus huellas / como una serpiente las deja sobre la arena.
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