Vistas por separado, The Devil All The Time y Mignonnes son dos películas que parecieran no tener puntos de contacto entre sí más allá del sentido religioso que atraviesa a ambas. La primera transcurre a mediados de los 50 en el sur de los Estados Unidos, en un pueblo olvidado y miserable, según reza la voz en off del comienzo. La segunda, en una Francia urbana y actual, cosmopolita y, por lo tanto, universal en cuanto a las problemáticas que presenta. Pero si, como es el caso, uno hace el ejercicio de verlas en continuado, no se va a demorar nada en advertir que Mignonnes tiene todo lo que le falta a The Devil All The Time, que Maïmouna Doucuré, su directora, acierta allí donde Antonio Campos falla. O sea, en la puesta en escena, en la representación, en el cine que, si bien es el reino de la impostura y el exceso, también puede ser el terreno más fértil para que la realidad, al ser capturada en sus gestos más insignificantes, haga de esa aparente intrascendencia un acto sublime, revelador.
Bastan apenas quince minutos para entender la lógica de la película americana: voz en off como recurso para bajar línea y no dejar lugar para pensar lo contrario. Voz en off que obliga a creer en lo que se dice, que suple la incapacidad del director para narrar a través de las imágenes. Voz en off que cierra el sentido en vez de promover la ambigüedad de la imaginación. Los “modelos” que la pareja de asesinos levantan en la ruta son “víctimas” y punto. Más adelante, cuando se nos dice que el personaje de Bill Skarsgard (Willard), recién venido de la guerra, no puede mirar una cruz sin acordarse de Miller Jones, un soldado crucificado en el campo de batalla, Campos mete un plano de Skarsgard mirando una cruz. Un poco más adelante, cuando el mismo personaje golpea al hombre que unas escenas antes amenazó con acostarse con su esposa, la voz del narrador omnisciente afirma que Arvin, el hijo de Skarsgard, recordaría ese día como el mejor que pasó junto a su padre, y nosotros tenemos que creerle aunque no haya una sola idea (visual) que dé cuenta de esa sensación si no es porque luego el mismo Arvin repite el acto de su padre con los chicos que molestan a su hermana, incluidos el plano calcado de la mano ensangrentada por el golpe y el flashback para que el espectador poco observador, poco lúcido, comprenda la fatal repetición. Y así hasta el final. Cada cosa con su etiqueta inviolable. Cada plano con su moral a prueba de balas, con sus cosas que están bien y con sus cosas que están mal. Una postura, una pose fatalista e irreversible donde todo es lo que es y donde nada puede llegar a ser, donde nada puede parecer.
No deja de ser llamativo, aunque tampoco sorprende, que las referencias de The Devil All The Time sean literarias y no cinematográficas. Por la película de Campos andan William Faulkner, Flannery O’Connor, Cormac McCarthy y todos los nombres célebres del gótico sureño americano, lo cual hace que uno se la tenga que tomar en serio y considerarla importante por la mera pertenencia a esa tradición literaria. Pero para el cinéfilo preocupado porque los méritos que vuelvan valiosa a una película tengan que ver con el cine antes que nada, un título como de The Devil All The Time no puede más que remitir a El diablo, probablemente (1977), la penúltima película de Robert Bresson, mucho más lúgubre y desencantada que la de Campos, pero también mucho más lúcida e inteligente. La diferencia entre una y otra es que Campos se toma en serio aquello de lo que Bresson se ríe. Lo que para Campos es afirmación discursiva y certeza inobjetable (el diablo anda a todas horas metiendo la cola), para Bresson es una potencialidad que rápidamente se ve desarmada mediante el gag: su protagonista, que no es un agnóstico (“creo en la vida eterna tanto como puedo”, dice) sino un desencantado, un escéptico, mantiene un diálogo con su amigo arriba del colectivo; le comenta que para él los gobiernos tienen poca visión de las cosas . Un señor lo interrumpe y le dice que no es así, que se trata de “fuerzas oscuras cuyas leyes son inexplicables”. Otra mujer se mete a la charla y agrega que “algo nos conduce contra nuestra voluntad”. Entonces el joven pregunta qué es ese algo que nos maneja sin que nos demos cuenta y la charla termina con la conclusión del hombre: “el diablo, probablemente”. Es ahí cuando Bresson recurre al humor: el chofer del colectivo frena de repente y abandona el móvil sin más. La sospecha final se ve anulada por la evidencia material de un acto. La diferencia es sustancial: para Campos, el mundo es una mierda y las personas que lo habitan, también. Así piensa él y así hace pensar a sus personajes. En cambio, Bresson acepta el desencanto de sus criaturas pero sin resignar nunca la esperanza propia, la fe en la trascendencia. El final que le concede a su protagonista -éste se hace matar de un tiro-, si bien es un final buscado, no es un final ideal, porque los pensamientos sublimes no llegan, porque no hay revelación ni epifanía alguna y porque la última palabra se ve interrumpida por el sonido del balazo. Un final en el que Bresson parece decir basta, te entiendo, pero basta. El diablo, probablemente pertenece al tiempo de la decepción, al fin de las ilusiones y a la resignación de saber que ya no habrá revolución de ningún tipo (la historia transcurre casi diez años después del mayo francés con el mismo tipo de jóvenes universitarios que lo protagonizaron). Sin embargo, y a pesar de que en la película apenas si hay una semisonrisa (la de la chica que pasa a buscar en auto al protagonista rubio), Bresson no se deja llevar por la amargura y la seriedad que dan el saberlo todo en boca de sus jóvenes, sino que inserta el humor allí donde menos se lo espera: la escena en la catedral, llena de frases rotundas (“El cristianismo del futuro será sin religión”, “A la mierda con los tiempos”, “Dios no se revela por medio de la mediocridad”), continuadas a su vez por el tono disonante del órgano afinándose, es tal vez el mejor gag de la película, porque es el momento donde los estudiantes, que al principio se oponían a la utilización de eslóganes como arma para derribar las viejas fórmulas (el “Yo proclamo la destrucción” inicial tenía su contrapropuesta en el “¿Destruir qué? ¿Cómo?”), lanzan una leyenda atrás de otra. Mediante ese juego de tono trágico atravesado subrepticiamente por la comedia, Bresson no sólo abre el sentido y el empleo de las formas, sino que habilita la contradicción que puede hallarse en el uso de las mismas.
The Devil All The Time, en cambio, pertenece a un tiempo y espacio mucho menos legislado, lo cual dejaría el camino despejado para que la hostilidad sea la norma que gobierna el tono de la película, y que es lo que efectivamente ocurre. El problema es que se trata de una hostilidad direccionada, unívoca, sin matices. En la película de Campos, los buenos mueren porque en este mundo no hay lugar para la inocencia ni las buenas intenciones y, por el contrario, los malos persisten por prepotencia de maldad y punto, no hay nada más que decir. Una película de diseño, que se agota enseguida por su misma lógica de pose irreflexiva, apagada, estática.
Por suerte, ahí está Mignonnes, que tal vez no sea una gran película, pero que al menos tiene el gesto notable de generar incomodidad a través del movimiento -es decir, del cine, de las imágenes que vibran- y no de la provocación pensada como performance gratuita y conducta impresionable. De entrada, Maïmouna Doucuré hace chocar la mirada desencajada de su niña protagonista ante la obediencia del mandato religioso con la mirada fascinada de esa misma niña ante la intromisión de un elemento (el reggaeton) que no sólo va a generar extrañamiento y promover la fantasía sino que, a la larga, va a permitir también vislumbrar un sentido de comunidad heterogénea que, por esa misma razón, no estará exenta de crueldad e hipocresía. Algo que nunca pasa en la de Campos. A Doucuré no le molesta mostrar la diferencia ni simular nada. En todo caso, muestra con igual transparencia y naturalidad la malicia e irreverencia propias de cualquier grupo infantil así como la resignación adulta ante los rituales y la tradición. Pero lo mejor de su película no está en esas temáticas, asimilables tanto a la cultura occidental como a la musulmana, sino en momentos más precisos, más breves y ocultos, como aquel en el que a Amy (Fathia Youssouf), luego de sacarse una foto con el celular robado a su primo y subirla a las redes, se le iluminan los ojos ante el primer like recibido. Es una escena simple y a la vez compleja, porque la iluminación sale de la pantalla del celular, con la niña escondida, haciendo algo que no es propio de su edad ni de su comunidad, pero la otra luz, la de los parpados abriéndose para que los ojos negros muestren la emoción ante el reconocimiento de un otro, pertenecen a la reacción espontanea, a una impresión que no puede ser fingida ni por la mejor de las actrices. En esa escena, Doucuré le explica a Campos la diferencia entre pose y gesto: la foto, en tanto construcción deliberada, es pose; la reacción al efecto generado por la misma, es un gesto de esos que, aun en su insignificancia (recordar la mueca pícara de Jean-Pierre Léaud en Los cuatrocientos golpes cuando la asistente social le pregunta si tuvo sexo), hacen del cine un arte sublime y conmovedor. Y lo notable es que ese gesto se da en una película que trata, entre otras cosas, de alcanzar una performance que le permita a las Mignonnes (el grupo de niñas) ganar el concurso de baile. En medio de esa representación, lo real siempre se las ingenia para colarse y quedar impreso en la imagen. Sólo por esa escena vale la pena ver Mignonnes. Pero Doucuré sabe lo que quiere filmar. O al menos sabe lo que quiere evitar: la miseria, el efecto innecesario. A lo largo de la película nunca hay reto ni castigo. Nunca hay condena: el hermano menor de Amy inunda el departamento y no pasa nada; la protagonista tira el celular de su madre por la ventana y tampoco pasa nada. Corte y a otra cosa. Si en algún momento llega el castigo, no es más que para mostrar un ritual absurdo que ya no surte efecto: a esa altura, la protagonista ya ha incorporado el sentido de la simulación. Ya la hemos visto simular el ademán propio del rezo mientras miraba un video musical con auriculares, cubierta y a salvo por el hiyab típico de las mujeres musulmanas. Otro uso político que Doucuré resuelve apenas con dos planos: primero el rostro fascinado de la niña debajo de la ropa tradicional, y luego el contrapicado de la habitación para igualar, y de ese modo volver indiferente, el balanceo de las otras mujeres que también se encuentran rezando.
Ese es el otro aspecto notable de Mignonnes: que las polémicas que puede llegar a generar serán siempre a partir del cine que hay en sus imágenes y no por fuera de ellas. Imágenes complejas y difíciles de digerir para las sensibilidades propensas a escandalizarse ante la menor desviación o contraposición de sentidos, como puede ser la de ver a una nena musulmana no sólo incorporando un movimiento occidental, sensual, propio de una persona adulta, sino haciéndolo mejor. Mignonnes puede ser leída como una película del presente que deja en evidencia los preceptos de un mundo ya vetusto, difícil de asimilar para una niña que tiene que convivir con otras costumbres, y los contrapone a las diferencias de otro mundo igual de radicalizado, o incluso peor, pero al menos más sincero, más habitable. Sin embargo, y en oposición a la película de Campos, que pertenece al reino de la teatralidad y la sobreactuación seria, de la impostura y la pose arbitraria, de la palabra digerida, el valor real de la película de Doucuré pasa por su adscripción al cine, en tanto celebración del movimiento, y la calle, que no casualmente termina siendo el espacio en el que la protagonista, luego de debatirse entre aceptar los mandatos de su mundo original o pasar a formar parte del otro, opta por ser, antes que nada, una niña viviendo como una niña, entre fantasías y gestos milagrosos, y con el cine elevándola más allá de la hostilidad del mundo y sus limitaciones.
The Devil All The Time (Estados Unidos, 2020). Dirección: Antonio Campos. Guion: Antonio Campos, Paulo Campos, Donald Ray Pollock. Fotografía: Lol Crawley. Montaje: Sofia Subercaseaux. Elenco: Tom Holland, Bill Skarsgard, Robert Pattinson, Haley Bennett, Kristin Griggith, Riley Keough, Sebastian Stan, Eliza Scanlen. Duración: 138 minutos. Disponible en Netflix.
Mignonnes (Francia, 2020). Guion y dirección: Maïmouna Doucuré. Fotografía: Yann Maritaud. Montaje: Stéphane Mazalaigue, Mathilde Van de Moortel. Elenco: Fathia Youssof, Médina El Aidi-Azouni, Esther Gohourou, Ilanah Cami-Goursolas, Myriam Hamma, Maïmouna Gueye, Mbissine Thérèse Diop. Duración: 96 minutos. Disponible en Netflix.
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