Ana es argentina de ascendencia china. Sus rasgos lo demuestran, pero la película no tarda en indicarnos que ella no habla chino y que, además, entiende poco de esa cultura. Estuvo de novia con Alonso, un médico argentino con quien tiene una relación complicada cuando empieza la película. Ana, claro, habla en perfecto español y tiene tonada porteña. Además, trabaja en un CGP de la Ciudad de Buenos Aires, encargándose específicamente de la habilitación de locales en el barrio chino. Ahí es donde empieza el problema porque ahí es donde ella empieza a codearse con la mafia china y con la porteña, con los sobornos y la corrupción, y con la gente que no quiere hacer bien su trabajo. Entonces empieza una historia que trata, más que nada, sobre la impenetrable sociedad argentina (más que nada, porteña), sobre esa otredad que nunca es aceptada del todo, y sobre la “pureza” que, entonces, cada grupo lucha por mantener ridículamente casi como para convertirla en un arma de defensa. Porque parece que la amenaza viene siempre de afuera, de quienes son distintos.
Entonces toda esta película es en una amenaza porque viene de afuera, de algo que no se viene viendo en el cine argentino: Mujer conejo es un híbrido de géneros. No pertenece a ninguno porque, a su vez, pertenece a todos: el policial, la ciencia ficción, el drama social, el animé, algo de gore… Todo eso está en la tercera ficción de Verónica Chen, hija de padre chino y madre argentina que lleva la mezcla en su sangre. Justamente de esa mezcla se hace cargo –y de cabo a rabo– esta película que termina siendo, ella misma, una outsider (interesante y bienvenidísima) dentro del panorama del cine argentino actual.
Mutante película, entonces, Mujer conejo tiene varios problemas, sobre todo en cuanto a las actuaciones, que dejan muchísimo que desear, tanto que por momentos molestan, hasta distraen y le quitan fuerza a la historia, la mezcla, el sexo, el amor, el conflicto, a todo… Sin embargo, esta película de Verónica Chen es admirable sobre todo por lo que logra en su trabajo con el espacio. El barrio chino, por ejemplo, parece una ciudad, parece un país, parece otro país. El relato consigue que los lugares contrasten todo el tiempo con esa mezcla evidente en varios de sus personajes, esa mezcla que parece molestar en Buenos Aires, esa mezcla que termina por contaminar a aquellos conejos alterados genéticamente. Todo ese conjunto de híbridos (chinos que no son chinos, conejos que son su propio alimento, inspectores que transan con cualquiera) se ve sólo en los personajes y nunca en los lugares, en los escenarios por donde ellos se mueven en el relato. Aquellos lugares, aquellos escenarios, son puros en el sentido más nazi del término. Y eso hace que contrasten con los personajes que intentan llevar su identidad bien alta en un lugar que los discrimina bastante (de hecho, la escena de la reunión en el restaurante chino es casi una parodia a la forma en que muchos argentinos hablan de los chinos y de sus costumbres). En Mujer conejo los lugares están impregnados de su gente y marcan un límite con quien desentona con el paisaje. Tanto el barrio chino (que parece el de cualquier país, pero que también parece China) como el campo (que es solamente el campo, puro y duro) aquí son ejemplos de una pureza casi xenofóbica. Y eso es algo que Chen parece haber buscado minuciosamente. Los conejos carnívoros que crían los chinos destruyen el campo y a quienes viven allí (los empobrecen) porque representan la otredad dentro de un paisaje que debe ser siempre homogéneo (aún en sus diferencias internas debe mantenerse igual a sí mismo).
Y ahí, entonces, está Ana, esa mujer que cuando camina por el barrio chino hace que nos cueste sentirla ajena a él, y cuando habla con la gente del CGP o cena con sus amigos hace que nos cueste sentirla ajena a la Argentina. Poreso su personaje es el único que está verdaderamente en trance durante toda la película. Ella busca un lugar que claramente no está dentro del relato y que tampoco está en sus márgenes… En esta historia Ana debe crear su lugar, su espacio homogéneo (como el campo o el barrio chino). En cambio, ella decide quebrar esa ridícula estabilidad y generar algo híbrido no solamente en su persona sino también en el paisaje. Quizás por eso la directora recorre al animé, un espacio de clara reminiscencia oriental pero, a la vez, un espacio de exportación y, también, un espacio inexistente. En ese Buenos Aires de manga, entonces, esas diferencias quizás puedan convivir mejor que en el Buenos Aires real. Verónica Chen hace el intento y así lleva esta película al extremo de lo híbrido, para no volver nunca.
En intentos como ese (que se suceden a lo largo de toda la película) Mujer conejo es extraordinaria aún con sus tropiezos, sus caídas, sus errores y sus barrabasadas. Porque este relato es más que sus personajes, su historia o su estética. Mujer conejo tiene una capacidad que este año se vio poco en el cine argentino: la de crear no personajes, ni climas, ni relaciones, sino espacios que vivan por sí solos, lugares que, aún deshabitados, pueden contar una o mil historias, siempre.
Mujer conejo (Argentina, 2013), de Verónica Chen, c/Haien Qiu, Luciano Cáceres, Wu Chao Ting, Gloria Carrá, 85’.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: