“La verdadera mentira no es la mentira intencional, destinada a perder al otro o a burlarlo, que muestra el teatro; es la mentira involuntaria, la mentira de todos los días, que el ser extraviado improvisa porque necesita salvar las apariencias (no destruirlas) y que a menudo lo corroe hasta su muerte.”
Pascal Bonitzer
Una mujer joven de piel muy blanca y pelo rojizo crema conversa en primer plano con el hombre algo mayor que la corteja. La mujer responde a uno de esos modelos femeninos lánguidos y nítidos del prerrafaelismo de los que Bresson se valió durante toda su filmografía y a los que Rohmer dotó de sexualidad en El romance de Astrea y Celedón. Entre ella y la cámara tiembla una hoja desenfocada. Luego, un contraplano en escorzo del interlocutor masculino con las mismas hojas. La luz y la retórica con que se hablan nos hacen sospechar acerca del contexto espacial y temporal de lo que vemos hasta que los interrumpe rápidamente la voz en off recriminatoria de una directora teatral. Segundos más tardes un plano general nos mostrará la sala de ensayo mientras se vacía. En el escenario quedan un banco de plaza, un arbolito de utilería y el fondo pintado.
Estamos en una película de Pascal Bonitzer, director, teórico, docente y habitual guionista de Rivette, entre otros. Estamos, parece, en una de esas películas francesas en las que el vaivén entre la escena teatral y la cotidiana es precisa, veloz y ligeramente fantástico. Sin embargo, casi no volveremos al teatro después de esa primera secuencia. Como un reflejo de la escena descrita, poco después de ella el actor cuyo beso reprochó la directora encarnada por Kristin Scott Thomas la besará mientras la lleva de regreso a casa en su auto. Ella lo rechaza sin demasiado énfasis, anticipando el deseo que siente y se manifestará más tarde como juego apenas más histérico que seductor, finalmente se baja del auto y camina sola por unas calles que no son céntricas, sino fabriles y periféricas. Hay soledad, un poco de sorpresa, desarraigo y expectativas (la gracia leve de Bonitzer, como la de Techine, con quien también ha escrito guiones, está en la imposible cristalización del tono de sus películas, narradas con la eficacia convencional del estadounidense clásico, pero sin la pretensión de fijar el estado de ánimo del espectador a un registro unívoco).
La edición nos traslada a la espalda, la nuca y la calva de Jean-Pierre Bacri en plano cenital. Un hombre se despierta en su cama matrimonial, estira el brazo derecho, pero no toca a nadie. Scott Thomas todavía no llegó, pero no será esta la elipsis adúltera, sino otra que acontecerá más tarde, carente de toda estridencia. ¿Quién es Jean-Pierre Bacri? Un hombre que suele hacer de Nadie, encarnación de personajes anónimos, no demasiado atractivos físicamente, de más de 50 años, opacos, deslucidos, ligeramente preocupados, diligentes o distraídos, pero siempre un poco corridos de sí mismos, de ese eje imaginario que llamamos identidad. En la cartelera argentina lo conocimos hace más de una década cuando se estrenó Como una imagen, escrita por él junto a su pareja y directora Agnes Jaoui, e incluso un poco antes en Conozco la canción de Resnais. A contramano de lo que pudiéramos pensar, no es el personaje de la directora teatral el protagonista de la película a pesar de que es el primero de peso que vemos, sino el de este hombre que no pocas veces hace de madre del hijo de unos 12 años, trabaja dando cursos sobre cultura china para hombres de negocios, lleva los papeles de la casa y anda detrás de su padre, importante funcionario estatal, debido a que el cuñado le pidió que intercediera a favor de una inmigrante ilegal serbia a quien pueden echar del país en cualquier momento, pero también porque ese padre es el inasible objeto de deseo que nunca tuvo ni habrá de tener.
Esa última diligencia tiene más densidad metafísica, al modo de las peripecias kafkianas en las que los personajes son incapaces de llevar a cabo definitivamente algo, que política. La consistencia del discurso progresista implícito carece de certezas tanto como de filo; no hay lugar para la violencia apasionada ni para la crítica corrosiva, y hasta la revolución es una entelequia que parece colarse, diluida por el tiempo y cierta vaga poética misteriosa, en la figura del viejo obrero chino de overol azul entrevisto por el protagonista un año antes de Tienanmen durante un viaje por el lejano Oriente que reaparece en un andén de provincias sólo para el espectador. No hay nada de oscuro dolor en primer plano, si acaso un desencanto general en clave de divertimento que no llega a la densidad del teatro del absurdo pero late como posibilidad, y se condice con la voluntariosa actitud del protagonista que asume el día a día como un héroe clásico sus tareas en una historieta revisionista.
Con más estoica resignación que ímpetu épico y sin la eficaz misantropía de un Dr. House, mencionado al pasar por el hijo del protagonista como quien no quiere la cosa y al que se parece físicamente en algún primer plano, este hombre va y viene sin saber muy bien desde y hacia dónde, pega y pega y pega sin identificar quién es el adversario, el blanco o, tan siquiera, la bolsa de entrenamiento. La imagen es pura metáfora, pues este civil no pierde los estribos nunca ni tampoco junta tanta mierda como para enchastrar a nadie en un estallido inconcebible dentro de tanto orden. Ni uno ni otro extremo lo caracterizan. La cara ósea de Bacri, su calva en las antípodas de la narcisista y ganadora de Piccoli, esa cara sombreada por una barba que como nunca llega a ser hirsuta parece siempre mal afeitada, unas ojeras que contagian de cansancio antes que de reviente a la mirada, la ropa sin color y ese continuo desplazamiento en función de una voluntad ajena antes que propia, lo definen como una especie de secundario al que esta vez le ha tocado ser protagonista, pero no quiere darse por enterado. El personaje de Bacri es un ciudadano francés urbano relativamente culto más, lo suficientemente humanista como para sentirse tranquilo consigo mismo y no demasiado frustrado porque sus anhelos no hayan coincidido con un momento histórico propicio para el cambio.
La búsqueda del beckettiano título refiere a un funcionario estatal superior al padre del protagonista que lo recibirá sin consecuencia alguna para la trama. La relación con el padre es otro eslabón de esa búsqueda de una ley superior ya definitivamente perdida, y tanto el episodio erótico, suavemente gracioso con el mozo japonés, como el ida y vuelta de una pistola que no se dispara pero recibe una última mirada de soslayo apuntan a la misma falta de certezas que acosa a estos hombres y mujeres a medida que se ponen viejos y advierten la magnitud de la libertad conquistada al precio de no creer en nada. Cherchez Hortense no es una comedia ni una tragedia, pues ambos excesos son ajenos al racionalismo burgués, sino una farsa, género escéptico, irónico y agridulce que los franceses filman desde La regla del juego con dosis parejas de acidez y circunspección. En las mejores se encarnan las virtudes y los defectos de una clase, la civilidad como conquista social y pérdida de la experiencia o del sentido de lo sagrado, la relación incómoda y pendular con la política, el malestar de la cultura, el teatro de las apariencias como remolino festivo y angustioso a la vez. Cherchez Hortense se parece a una miniatura. Pensamos que se trata de algo insignificante y cuando nos acercamos a ella encontramos la ilustración parcial, precisa, compuesta y nada pretenciosa del funcionamiento de una época.
Cherchez Hortense (Francia, 2012), de Pascal Bonitzer, c/ Jean-Pierre Bacri, Kristin Scott Thomas, Isabelle Carré, Claude Rich, Benoit Jacquot, 100′.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: