En el Pop Wuj, los Señores del Infierno le invitan a jugar, a competir, al Cerbatanero Shbalanké… Cada vez que uno vence al otro en alguno de los retos del juego, el otro automáticamente se deja perder en el reto siguiente. Para los mayas-quichés, lo importante era el juego, la fricción universal, el movimiento perpetuo entre antagonistas. Ganar o perder debía ser transitorio, nunca decisivo ni definitivo; al final, siempre tenían que empatar o el Universo se les descompensaba, se destruía en su propia falta de balance.
En Escape a la victoria (Victory, 1981) del mítico John Houston, Hatch (Sylvester Stallone ), el peor arquero de la historia del cine, a metros/segundos de escaparse del cautiverio alemán por medio de un túnel secreto en un vestuario, decide abandonar la fuga, perder su transitoria libertad para volver al encierro del fútbol, del juego contra los nazis con un reclutado de “aliados” -con Pelé y Ardiles a la cabeza- para terminar un partido perdido que, sin embargo, se podía remontar y ganar. O, al menos, empatar. Para Hatch, después de atajar el último penal, la recompensa equilibra toda pérdida, consuma, incluso, una nueva oportunidad de libertad para el protagonista y todo su equipo; el juego, deja de ser algo recreativo y se vuelve un ritual simbólico, litúrgico, social, compartido.
En Hijos nuestros (2016) de Suárez y Gebauer, Hugo (interpretado de forma colosal por Carlos Portaluppi), un taxista obeso, fetichista, hincha de San Lorenzo, abrumado por un presente que lo carcome y un pasado donde podría haber sido un notable futbolista, decide, en el final del film, predicar(se) con su propio ejemplo después de desperdiciar la única chance de su vida de tener mujer y familia (¿”vida normal”?) y sale a correr por las calles de Buenos Aires para ponerse en forma; calles que, lejos de deberle algo, lo condenan a ser él mismo, a sacarse de alguna manera ese fuego sagrado que todavía lleva adentro, intacto, a pesar de tanta desgracia y decadencia en su vida.
En La partita (Un partido decisivo en la traduccción de Netflix), de Francesco Carnesecchi, todos los personaje del film, de un modo u otro, son presos de sus propias corrupciones, caretajes, traiciones, que, en esta suerte de tragicomedia italiana, se pueden traducir también como “pasiones”. Pasión por la plata, por la droga, por la familia, por el honor. Plata, droga, familia y honor son los que se ponen en juego con cada gol convertido o errado a propósito durante el desarrollo de la historia; con cada apuesta donde el fútbol, lejos de ser un deporte “puro” donde la pelota no se mancha, es un medio oportunista para que un padre corrompa a su hijo por dinero y viceversa; para que la vida o la muerte de una familia, de varias, se agriete o se salve. Pues lo más interesante en La partita es que las salvaciones, o son familiares, o no son salvaciones justamente. Lo individual es apenas un peón sacrificado en un turbio ajedrez casi marginal donde el jaque mate justifica todos los medios. El medio es el fútbol, el Calcio italiano, sus entrenadores, sus clubes de barrio, sus jugadores medio pelo, sus juventudes que lo practican, sus canchas de tierra, su gente de barrio. Carnesecchi caricaturiza, sí, pero también expone las miserias humanas con tormentas eléctricas de fondo, hermosas, luminosas, terribles, acechantes. Carnesecchi moraliza, sí, pero también ironiza sobre esa propia moralidad… Todo lo que vende lo vuelve a comprar para volverlo a vender, apostar más bien; corromper hasta su última potencialidad.
En La partita, Antonio (Gabrielle Fiore) debe decidir si jugar para él mismo, para su equipo, para su entrenador (gran trabajo de Francesco Pannofino como Claudio), para su padre, para su pequeña hermana que lo adora, para todos al mismo tiempo… o para ninguno. Antonio tiene que jugar un partido dentro de un partido. Lejos de sentirse “libre” jugando al fútbol, está encerrado en un entuerto de cajas chinas con consecuencias nefastas que él, apenas, avizora. Antonio es un pibe de dieciséis, diecisiete años como mucho, con el sueño -inocente y gratuito- de comerse el mundo siendo futbolista profesional. El mundo, sin embargo, tiene otros planes para él: planea comérselo primero. Por ello, Antonio, en noventa minutos y algo más, deberá tomar decisiones -es el jugador estrella de su equipo: el jugador en el que todos confían- que lo marcarán por siempre y para siempre; que determinarán de forma decisiva, la vida (o la muerte) de otras personas prisioneras -como él- en ese partido de barrio, en esa final intrascendente que se juega a la par que se transmite la final del Calcio italiano por la radio.
En La partita, todo futuro nace de un presente grotesco que es la condena de algún pasado siniestro. El juego de causas y efectos (consecuencias) que plantea Carnesecchi es un guiño bello y muy humano a la meritocracia “purista” capitalista: nadie es un alguien solo, todo es una trama. La partita es eso: trama llena de pequeñas subtramas con tiempos deliciosamente alineales, entremezclados, nunca graciosos del todo, nunca dramáticos del todo, siempre exagerados, teatrales, bien conscientes de la tradición fílmica italiana.
En La partita nada se sublima. Todo se va degradando. Todo parece ser la crónica de una muerte anunciada. Hacer un gol o errarlo complota para un mismo fin: la decadencia de un alguien más. Un familiar, un amigo, un hijo, un padre, no importa… Lo que importa es que alguien más se sentirá afectado; especialmente, cuando ese alguien más -Deleuzze y Guatari de por medio- es uno mismo.
En La partita, no hay shakespereanismos; no hay héroes ni villanos que conmuevan. Hay personas comunes en situaciones tan extraordinarias como ridículas, tan cotidianas como dantescas. El cielo y el infierno en un suburbio de Roma se complotan en una pelota y once jugadores de un lado contra otros once del otro. Todo vale en ese juego barrial menos el empate. Todo vale a pesar de que la vida, justamente, valga muy poco.
En La partita todo huele a parricidio. Todo huele a puterío familiar inevitable y eso vuelve la película una suerte de ucronía picaresca, cándida… todo vuelve la película un “Qué hubiera pasado si…”; no obstante, el film de Carnesecchi no quiere alentar utopías posibles y se centra en lo que hay… En el vivir como uno puede y no como uno quiere. Allí, entonces, está el partido, el juego, la confrontación, el fútbol como un medio, los señores infernales que no toleran derrotas a menos que la necesiten; donde las libertades individuales son imposibles por culpa de las prisiones ajenas, donde el fuego sagrado, si no se alimenta de alguna forma, finalmente, se termina extinguiendo… Termina implotando en la peor derrota de todas: la de decepcionarse de uno y con uno mismo por más que todos alrededor, de un modo u otro, te canten alguna victoria.
La partita (Italia, 2019). Guion y dirección: Francesco Carnesecchi. Fotografía: Stefano Ferrari. Montaje: Giovanni Pompetti. Elenco: Gabriele Fiore, Francesco Pannofino, Alberto Di Stasio, Giorgio Colangeli, Daniele Mariani, Lidia Vitale. Duración:94 minutos. Disponible en Netflix.
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