Todo empieza con un momento. Al inicio, al final, en el medio, no importa. Para entrarle al cine de Hong Sang-soo habría que abandonar el capricho que nos obliga a ordenar las imágenes de manera cronológica, y también el otro, más ingenuo y banal, de desordenar todo para reordenarlo al final. En el planeta del gran cineasta coreano el punto de partida no existe porque todo es circular, espiralado o zigzagueante, una red de situaciones que parecen contiguas pero podrían ser distantes. Siempre hay una primera imagen, pero es imposible ubicarla dentro de una estructura lineal, imposible saber si sólo es la primera o también la última. Es el espectador el que decide desde qué instante, gesto o escena armar su propio recorrido y cómo darle forma para que la película se mantenga siempre en curso, siempre dentro de un cauce más allá de las oscilaciones, el desplazamiento de los cuerpos, la condición flotante de las miradas.

En el otro texto publicado en este sitio, José Luis Visconti elige un fragmento distinto, más poético (en el sentido de que establece una suerte de poética para pensar en la totalidad de la película, con reverberaciones en otras del mismo cineasta), pero el momento al que me refiero es aquel que reúne a un hombre, dueño de una pequeña editorial, con una joven que trabaja con él desde hace unas horas: ella está sentada en un escritorio, mirando hacia un monitor, revisando unos archivos o trabajando en vaya saber qué, mientras el hombre se acerca, le hace un par de comentarios, y finalmente, antes de irse o mientras se está yendo (imposible saber el momento exacto en que un cuerpo empieza a abandonar un lugar), le dice que sus manos son bellas. La joven responde, tímida, halagada, y él se va, profesional, distante, cordial, como si se lo tragaran las tareas cotidianas. No hay nada de sobreactuación en el comentario, ni cambio en su comportamiento luego de hacerlo y escaparse. La seducción es tan perfecta que es imposible saber si existió.

En El día después, como en general sucede en las películas de Sang-soo, y más allá de sus repeticiones, saltos, idas y vueltas, la trama que estructura los deseos y los caminos más evidentes, es simple: la mujer del hombre de la editorial sospecha que su marido la engaña con su secretaria, la secretaria renuncia, la relación se termina, el hombre contrata a otra, la de las manos bellas, esta vez más joven, a la que también seduce en su primer día de trabajo (aunque se haga el que no), su mujer llega a la editorial y maltrata a la nueva pensando que es la vieja. A pesar de que esta base podría alimentar un melodrama, y de hecho varias veces el hombre, alrededor del cual giran los personajes femeninos, se quiebra en llanto de manera súbita, un poco inexplicable en su fervor, todo se resuelve de manera armónica. El género está de igual modo presente, pero sin responder necesariamente a la tradición cinematográfica sino, al menos para nosotros de este lado del mundo, a la telenovela más arraigada en la cultura popular, en la que los cuerpos desbordados y la cámara con sus panorámicas y sus increíbles zooms exageran cada cosa olvidándose de la corrección y de aquello que dudosamente se entiende por buen gusto.

Así se mueve el cine de Hong Sang-soo: las emociones son intensas pero no hay demasiada distinción entre un diálogo en apariencia superfluo, reflexiones cuasi filosóficas o momentos dolorosos, como si el cineasta coreano hubiera aliviado el melodrama hasta el límite de lo sutil, lo hubiera mezclado con un poco de comedia de enredos (porque cuando el melodrama se lleva al extremo se vuelve parodia) y lo hubiera conectado extrañamente con el universo de Ozu, en el que las preguntas sobre la muerte, el paso del tiempo o el amor podían tener la misma importancia que una mano pelando una naranja. Y la aparición del llanto, que no es un simple llanto y que a veces aparece de una manera tan fuerte que se acerca al desgarro de un niño cuando se lastima o está cansado, no niega esta fluidez, sino que la ubica como parte de un malestar existencial. Luego de correr unos metros, una noche fría, el hombre se sienta en una de esas máquinas de ejercicios que también existen en las plazas de Corea del Sur y se larga a llorar de manera desconsolada. Lo hace, también, con el mismo desconsuelo pero esta vez acompañado por una música melosa, luego de explicarle a su nueva secretaria que la va a tener que echar porque su vieja amante regresó y no tiene lugar para dos empleadas (eso, además de un problema presupuestario significaría una tragedia emocional). Y rompe en llanto no porque sea un idiota o un inmaduro sino porque no soporta el peso de las cosas y necesita soltarlas todo el tiempo, sin que le importen demasiado los buenos modales y demás mentiras. Este no es un dolor que se carga todos los días. Acá se libera luego del llanto y se pasa a otra cosa, para después, mañana o pasado, llorar de nuevo.

Por eso quizás es tan fuerte el olvido, el extrañamiento o el desconcierto en las películas de Sang-soo. Los personajes se mueven en un estado presente que los hace convivir con lo plácido y lo insoportable como si fuera la primera y la última vez que los viven. Cuando se cruzan de nuevo, sin que sepamos cuánto tiempo pasó, pueden desconocerse y conocerse de nuevo. Todo esto por supuesto habilita la multiplicidad de trayectos, la posibilidad de que distintas dimensiones puedan coexistir y todo el sustento que alimenta en iguales proporciones pero con raíces y alcances opuestos a la meditación filosófica y a la sanata new age. En definitiva no importa. El día después, como todo el cine de Hong Sang-soo, podría suceder ayer, la semana que viene u hoy, pero siempre será un juego temporal en curso, siempre abierto a todo tipo de conexiones.

Es curioso lo que sucede con sus películas. Se presentan como objetos efímeros, imposibles de atrapar o manipular, y por eso quizás generan la impresión de que hay que verlas sólo una vez. Las primeras veces suelen ser estimulantes, placenteras e intensas, a veces gloriosas en su falsa simpleza y después pueden parecer morosas y redundantes. Es posible que se deba a que la repetición, la duplicidad y la amnesia están contenidas en su mismo entramado. O que, como sucede para los seductores, el artilugio funciona sólo una vez y después hay que pasar a otra cosa.

El día después (Geu-hu, Corea del Sur, 2017), de Hong Sang-soo, c/Kwon Haehyo, Kim Min-hee, Kim Sae-byeok, Cho Yunhee, 92′.

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