Transcendence-Johnny-Depp-posterAl azar de las ideas, las que siguen son algunas reflexiones inspiradas Identidad virtual.

Dirigida por Wally Pfister, pollo de Christopher Nolan, Identidad virtual demuestra que no siempre el discípulo supera al maestro y que, de hecho, a veces, lo termina avergonzando bastante. Lo cual, conste en actas, no celebro ni me regodeo en ello, para nada, porque las fichas puestas en el tablero habían logrado ilusionarme: Pfister ganó el Oscar a mejor director de fotografía por El origen (2010), la temática de la película ofrecía muchísima tela para cortar −enseguida hablaremos de ello− y el reparto era prometedor: Johnny Depp, que debe dormir en una tinaja de formol, Morgan Freeman, creador de la tinaja, y otros alfiles menores de la industria que el espectador promedio de cine por cable es capaz de reconocer sin mayor dificultad como Paul Bettany (protagonista de Wimbledon, secundario en todo lo demás), Cillian Murphy (el Espantapájaros en Batman inicia) y Rebecca Hall, cuyo rostro casi perfecto −donde ese “casi” sintetiza la suma de la exquisitez, la limpia del aburrimiento de las divas− me sonaba vagamente familiar, hasta que me di cuenta de que es Vicky en Vicky Cristina Barcelona.

Antes y además de ser el título de un gran álbum de The Police, “El fantasma en la máquina” -“Ghost in the machine”-, es una expresión acuñada por Gilbert Ryle para describir la separación entre espíritu y materia que en los albores de la modernidad Descartes instituyó como base de sus disquisiciones filosóficas y cuyo ascendiente sobre el pensamiento y la cultura se extiende hasta nuestros días. El fantasma en la máquina es dogma oficial en las tres grandes religiones monoteístas y en buena parte de la tradición oriental, y, además, alimenta las estupideces new-age sobre la reencarnación, dándole de comer a especímenes como Deepak Chopra o Sri Sri Shankar, llena libros de autoayuda e, incluso, acompañando algunas formas de culturalismo extremo, permea nuestros debates académicos.

Según la doctrina del fantasma en la máquina −explica Ryle−, todo ser humano posee un cuerpo y una mente que, si bien habitualmente se hayan conectados, obedecen a principios diferentes. El cuerpo sería una entidad material, espacial, extensa, y respondería a leyes mecánicas. La mente, lo opuesto. La conciencia y la personalidad, entonces, estarían hechas de pensamientos y nada más que de pensamientos, no siendo reducibles a unidades más elementales, a una fenomenología más básica. Nuestro yo, lo que llamamos conciencia, vendría a ser algo así como una suerte de espectro, un centro de comando inasible que, escondido detrás de los ojos, tira de los hilos del cuerpo sin ser el cuerpo y, por lo tanto, no habría impedimento teórico para que el alma siga existiendo luego de la destrucción física del cuerpo. Trascendencia. Por supuesto, este tipo de “dualismo” −así se llama a esta doctrina en la jerga de los filósofos− no sólo carece de cualquier fundamento empírico, sino que además contradice absolutamente todo lo que hemos llegado a descubrir acerca del funcionamiento del cuerpo y el cerebro. La mente es el producto del funcionamiento del cerebro, enseñan los psicólogos cognitivos y lo resumen en un axioma al que cito en idioma original por su sencillez y  elegancia: Mind is what the brain does.

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¿Cómo no me di cuenta? Un par ajustes aquí y allá, convencemos a los productores para reducir el presupuesto de pólvora, encargamos a algún músico indie para que se ocupe de la banda sonora, y el argumento de la película es prácticamente un calco. Bueno, quizás exagero: el punto de partida, en todo caso, las premisas, la inspiración. Habría que cambiar el final también, bajar los niveles de chauvinismo yanqui, la tónica general, pero el resultado neto sería el mismo: una persona solitaria hablando con una máquina y también, no quiero dejarlo pasar pues hace a las filias inconfesables que caracterizan a este tipo de films, entregándose a la fantasía de tener relaciones sexuales y amorosas con una máquina, salteando los apuros en que los que nos colocan las personas reales. Si les suena vagamente familiar, no se sorprendan. Sin estas fantasías, las redes sociales dejarían de existir. Ah, lo más importante, lo que quería decirles desde el principio: Transcendence es Her de Spike Jonze.

(En relación con Her, se publicaron varios textos muy iluminadores en HLC. Aprovechen y visítenlos porque no tienen desperdicio).

El libro donde Gilbert Ryle critica estas ideas se llama “El concepto de mente” y fue publicado en 1949. La obra en la cual Descartes expone por primera vez la doctrina del fantasma data de 1641, estaba escrita en latín y se la suele conocer como “Meditaciones metafísicas”. Su título completo es, en realidad, “Meditaciones metafísicas en las que se demuestran la existencia de Dios y la inmortalidad del alma”. A confesión de parte…

Quienes quieran seguir indagando en estos temas, busquen libros de Danniel Dennett, Sam Harris o Steven Pinker. Se requiere un poco de paciencia, pero hay algunos dando vueltas, se consiguen.

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Algún día, alguien muy preparado, tendrá que escribir una ponencia, una crítica o −por qué no− un poema que se titule “Spike Jonze y los límites del ego”, “Spike Jonze y psicoanálisis”, “Spike Jonze, cineasta de lo inconsciente”. No seré yo, entre otras cosas por el odio visceral que me provoca el psicoanálisis y porque Spike Jonze es un gigante y los gigantes me atemorizan. Pero más que nada, por vago.

Dato estrictamente empírico, sin un gramo de chamuyo o exageración. Hasta donde llegan nuestras observaciones, el cerebro humano es la estructura más compleja del universo conocido. Ningún otro objeto o agrupación de objetos allá fuera se le equipara remotamente: ni la arquitectura giratoria de las galaxias, ni el caos de las partículas elementales, ni la factoría orgánica de la célula. Nada en el mundo biológico, químico o físico. La infinitud habita dentro nuestro, en los trillones y trillones de sinapsis simultáneas que conforman la materialidad del pensamiento. “The Stuff of Thought” −como lleva por título un libro del psicólogo experimental Steven Pinker−, donde el vocablo “stuff” quiere decir “cosa”, “materia”, “sustancia”, y también “relleno”. Como la guata que engorda un muñeco. No se puede creer que aún hoy, expresar una idea tan trajinada como que el pensamiento es el resultado de una configuración compleja de la materia provoque escándalo, tenga algo de tabú. Así que, repitámoslo juntos: el pensamiento es materia, básicamente es el resultado de múltiples sistemas de procesamiento de información operando de manera coordinada. Ustedes son materia.

Perdón si me repito, pero palabras más, palabras menos, esta es la premisa sobre la cual se apoya Identidad virtual, que, por lo demás, resulta una película notable por lo falaz y lo deshonesta.

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Johnny Depp representa el arquetipo clásico del hombre fáustico o, como se le dice en mi barrio, “el científico loco”. Quiere ser inmortal, quiere ser dios. Por un atentado que se produce en los primeros 15 minutos de la película, tendrá su chance cuando “descarguen” su conciencia a una computadora para salvarle la vida. Falta un montón, pero actualmente ya disponemos de computadoras cuya capacidad de procesamiento se acerca mucho a la de la mente humana: la hipótesis no es completamente inimaginable. Y, además, es ciencia-ficción. La cuestión es que las cosas se van de madre. Una vez convertido en una mente virtual, Depp comienza a intervenir en la realidad, produciendo avances científicos impresionantes −recordemos que, sin las limitaciones orgánicas, puede subir su conciencia a la web y acceder a una cantidad inagotable de información−, curando enfermedades, modificando el clima y, he aquí la desmesura fáustica, manipulando y controlando la mente de otras personas.

En este escenario, Paul Bettany es la siempre amargada y aburrida voz de la mesura, la mesura griega -aunque los griegos se la pasaran bebiendo vino y propasándose con menores, eran pura “hybris” (gracias Nelson Castro por recuperar este concepto para las masas televisivas)-, el grito de resistencia frankfurtiano contra los abusos de la técnica moderna; sin embargo, sinceramente, no le da el cuero. Este papel alcanzó un pico insuperable el día que Jeff Goldblum se puso la piel de Ian Malcolm en Jurassic Park. Para el imaginario de mi generación, Ian Malcolm es Frankfurt y es más que Frankfurt porque representa también el costado luminoso del saber científico, porque es fiestero y mujeriego, porque imita a Elvis y no le importa hacer el ridículo, porque profetiza desde los grandes arcanos de la teoría del caos. Sobre todo, Malcom es Casandra.

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Siento una atracción y un respeto tremendo por las historias de la ciencia ficción y su delicadísima alquimia. La delgada línea de la ciencia ficción, donde caer en el ridículo es tan fácil … oh nena. Con tanta ocasión para excederse con los efectos especiales, con tanta licencia para derrapar en el plano argumental, se puede dar un paso en falso de un instante a otro. Estadísticamente, Hollywood ha abundado en esta dirección. El cine catástrofe, las películas de terror, el suspenso psicológico, la fantasía épica (no sé cómo rotularla), la nueva y sumamente lamentable ola de invasiones zombies, son todas primas hermanas de la ciencia ficción, ramas divergentes del mismo árbol genealógico. Y eso es justamente Identidad virtual: un buen intento que se salió de madre. Demasiado pochoclero para hacer una pausa y prodigarse en el tratamiento sutil que exigen sus temáticas −el estatus de la mente y del alma, la inmortalidad, el precio del poder, etc.−, demasiado metafísico y pretencioso para ser un film de entretenimiento o aventuras.

Identidad virtual (Trascendence, EUA/Reino Unido/China, 2014), de Wally Pfister, c/ Johnny Depp, Rebecca Hall, Paul Bettany, Morgan Freeman, Cillian Murphy, 119’.

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