000ab809_mediumEn diciembre se recuerda en Japón el aniversario de la acción principal que se relata en el Chushingura o la historia de los 47 ronin: la toma de la residencia de Kira, el responsable por la muerte de Asano, señor de Ako, amo de los samurai que ahora buscan venganza. Este hecho, ocurrido hace más de 300 años, se ha vuelto central para la cultura tradicional japonesa y se sigue representando en obras de teatro, óperas e infinitas nuevas versiones para cine y televisión. En 1941 se estrenó la que probablemente sea la mejor versión de esta historia en cine (¿habrá alguien que pueda decir que vio todas sus versiones?): la que dirigió Kenji Mizoguchi y que algunas décedas después se estrenó en Argentina con el título Los leales 47 Ronin.

En plena Segunda Guerra Mundial, por encargo del ejército japonés, Mizoguchi filmó esta obra maestra de modernidad arcaizante, posiblemente la más radical no-película que podía ofrecer el cine clásico, una especie de experimento absurdo envuelto en los paños de la tradición precinematográfica.

En 1935, Jorge Luis Borges escribió su propia versión de la historia de los 47 ronin en Historia universal de la infamia. Su texto dice: “Sigo la redacción de A. B. Mitford, que omite las continuas distracciones que obra el color local y prefiere atender al movimiento del glorioso episodio. Esa buena falta de “orientalismo” deja sospechar que se trata de una versión directa del japonés.” Mizoguchi, japonés, filmó esta historia japonesa durante una época de imperialismo bélico y parece, sin embargo, fascinado por la japonesidad de su propio relato. Pero la japonesidad de Mizoguchi no tiene nada que ver con el nacionalismo soberbio o la exaltación de valores de abnegación y lealtad, como probablemente esperaban quienes encargaron la película, sino con algo diferente: las formas, los modos, las ropas, los espacios, los rituales, el ritmo de la existencia y del pensamiento de un Japón lejano, diferente de aquel Japón que pretendía exaltarlo como autoglorificación.

historiauniversaldelainfamiaLa radicalidad de esta obra de Mizoguchi puede explicarse en pocas frases: en una película de casi cuatro horas, los hechos que desencadenan la tragedia se desapachan en una sola escena de escasos planos, en los primeros cinco minutos de metraje; la sanguinaria venganza, larga y trabajosamente planeada por los samurai sin amo, queda totalmente fuera de campo y la narran dos mujeres que leen una carta; a pesar de las muertes y seppuku varios que implica esta historia, no vemos apenas gotas de sangre y ni una hoja de katana entrar en carne humana. Lo que quedan son minutos infinitos de un metraje generoso, poblado de pasillos de palacios, vestidos y kimono de seda que crujen, biombos y puertas que se abren y cierran, hombres sentados y arrodillados, hombres que discuten sobre lo que conviene o no hacer, las salas bajas y salones varios donde funciona el entretelón de un palacio, jerarquías y ceremonias del shogunato, leyes y conveniencias, mujeres, viudas y madres, el fervor por servir, el fervor por hacer lo que se considera correcto, pelos largos, sueltos y atados, cortados y enmoñados, algún número musical ligero, la severidad del deber, algunas ramas de cerezo en flor que se escapan por la esquina de un encuadre, una obra de teatro noh, padres e hijos que no se entienden, maridos y esposas que se entienden sin que medie palabra, hombres enfrentados a la seguridad de la muerte.

Recién en el último cuarto de película, cuando ya la venganza se ha consumado y cualquier otra película hubiera terminado su narración, Mizoguchi introduce un motivo melodramático que recuerda más cabalmente a sus otras películas. Los samurai fueron arrestados y esperan pacientemente la condena que saben que caerá sobre ellos por haber cumplido con su honor y a la vez desafiado las leyes del shogun. Pasan los días encerrados, atendidos con respeto por otros samurai que saben que hicieron lo correcto. Finalmente, llega la orden de que cometan seppuku y en ese último día una mujer disfrazada de hombre logra infiltrarse en el palacio e intenta acercarse a uno de los ronin. Oishi, el jefe de los ronin, reconoce la trampa y le pregunta a la joven por qué se cortó el pelo como hombre y qué busca; ella confiesa su vergüenza: hace aproximadamente un año conoció a un joven del que se enamoró y que prometió casarse con ella. Su padre preparó una gran boda, contrató un gran salón para los festejos, pero el día de la ceremonia, el novio no apareció. Ella cayó en desgracia y su padre la hechó de casa. Algunos meses después, al escuchar la noticia de la venganza de los ronin, sospechó que podría encontrar a su amado. Lo único que quiere saber, ya en ese último día, es si ese hombre alguna vez la amó o si solo la usó como un instrumento para conseguir información para el plan que estaban tramando. Conmovido por la joven y su historia, Oishi le pide que no insista en ver a su amado, porque teme que verla ahora lo haga dudar en el momento clave de toda su existencia: el momento en el que se quitará su propia vida en el ritual de seppuku. Finalmente, sin que medien palabras, Oishi acepta reunirlos.

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Incluso con este último episodio de amor y muerte, es interesante cómo trabaja Mizoguchi los motivos de un melodrama desatado dentro de la parquedad samurai, de formas breves y efusiones nulas, a la que cada tanto se le desbordan algunas actuaciones pero que se mantiene siempre dentro de los límites del rigor.

El amor melodramático es un motivo más dentro del enorme tapiz  que es Los leales 47 ronin: una película abstracta obsesionada por los detalles más concretos de una época regida por la ritualidad.

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