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Todo pasa y todo queda. A poco más de un año de la muerte de Leonardo Favio, el dolor de su partida, cercano como el de un familiar, empieza a acomodarse en nuestro ánimo. Los homenajes en forma de libros, reposiciones, ciclos de su cine y todas las posibilidades que la memoria ofrece, comenzarán a sucederse. La Muestraexhibida en la Casa Nacional del Bicentenario tiene un mérito inicial: ser la primera de una serie que imaginamos vasta.  No obstante no es la ventaja cronológica su mayor mérito, antes hay que destacar el personal conocimiento y el cariño que sus curadores y participantes (su ex productor Víctor Bassuk, Ana Amado, Marcelo Figueras, Ariel Piluso, los artistas Claudio Capellini, Andrés Echeveste, Carlos Trilnick y Juan Carlos Villareal entre tantos) pusieron en la realización de este recorrido por la vida y la obra de Favio. Hay un tono íntimo que es el resultado de esa cercanía; ni mármol ni mausoleos, la incomparable simpleza de Favio, la que lo hizo grande, está en espíritu y objeto en los pasillos de la Casa del Bicentenario, poemas, fotos, películas, discos. Cine, música y política, el peronismo como una forma de vida, y la materia que esa vida produjo como resultado. Está el interior de la casa de infancia de Favio en Mendoza, recreado por Claudio Capellini , y el set de rodaje de una de sus primeras películas por Andrés Etcheveste; hay un living urbano con sillones y un “combinado” sesentista en el que se pueden escuchar sus canciones. Están sus películas, claro, rodando para siempre en las bobinas, hay documentales sobre el peronismo, fotos de rodaje, poemas  y textos escritos a las apuradas. No hay fin ni principio, uno podría entrar a la muestra por cualquier lugar y el sentido sería el mismo.

Hay en cambio, apretados en los pasillos, dos altares, llamémosle así, dos lugares en donde los objetos apelmazados, superpuestos, amontonados –LP’s de vinilo, imágenes del Gauchito Gil, ropa de escena, viejos recortes de diarios, fotos- se ofrecen como un tributo que pide reconocimiento; hay en esos lugares claves de la muestra un sentido que escapa a toda explicación, esa abigarrada junta de objetos sueltos es, de alguna manera, una parte de lo que Favio fue a nuestra cultura: un rancho del suburbio de cualquier pueblo, con pisos de tierra higiénicamente compactados, regados permanentemente con agua, limpieza de pobre, dignidad de habitación única con olor a humo de cocina de leña; el interior de esas habitaciones que eran al mismo tiempo dormitorio, cocina y comedor, como la que construye Capellini. Si uno, que viene desde otro lugar, que apenas visitó el dulzón olor de esos interiores, pudiera explicar la estética –que también es una ética- de esos ranchos, evocada por el capricho de la memoria emotiva en los altares de la muestra, sería capaz de explicar ese barroco inocente que constituyó a Favio como artista.

Un lugar común referido a su trilogía inicial –Crónica de un niño solo, El romance del Aniceto y la Francisca, El dependiente– decía que Favio era un artista bressoniano; en algún escrito lejano yo también he incurrido en ese juicio. Nada más errado, tanto en la trilogía como en su obra posterior Leonardo Favio desarrolló una estética austera, discerniblemente propia, ni mejor ni peor que el esencial y grandioso ascetismo católico bressoniano, una estética tan frugal que en momentos se hacía deslumbrante y necesariamente barroca, un barroquismo azaroso, hijo de la necesidad, de los espacios reducidos en ranchos y cuartos de pensión. Ni el parco barroco religioso de la Europa protestante, volutas bachianas que quieren trepar al paraíso; ni el petulante barroco tropical, desbordado de riquezas naturales, angustiado en el Aleijadinho por la imposibilidad del goce; el de Favio es apenas una acumulación de objetos descartables rescatados por el cariño y la memoria, amontonados allí en donde se puede, un exvoto, un sapo disecado por una curandera, la foto de un muerto querido al que se invoca en beneficio, un programa de cine, un boleto de colectivo, otra foto de un artista mersa, todo junto y sumado sin orden aparente, puro cariño cursi. Eso es Leonardo Favio entre tantas otras cosas. Esa, su prepotente ternura, nos convoca en la muestra de la Casa del Bicentenario.

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