La separación respecto de los padres, como acontecimiento necesario para el advenimiento de un adulto que se orienta por un deseo más libre de las determinaciones de la novela familiar, es un proceso que se va produciendo a lo largo de las distintas etapas de la vida. Llegados a la edad adulta, ¿alcanza con la distancia física respecto de ellos? ¿O la separación implica más bien una acto del orden de lo simbólico?
Estas son algunas de las preguntas que abre desde el inicio el segundo largometraje de la realizadora rumana Ana Lungu, titulado Auto-retrato de la hija obediente (2015), que cuenta con el apoyo de la productora del conocido realizador del mismo país Cristi Puiu. Se trata de una ficción, en clave de realismo costumbrista, basada en experiencias autobiográficas de la directora (de hecho sus padres interpretan a los padres de la protagonista) y que está focalizada desde el punto de vista de su personaje protagónico.
Cristiana (Elena Popa) es una joven mujer de 30 años proveniente de una familia de clase media en buena posición económica. Los padres se han mudado a otro departamento y le han dejado el que tradicionalmente fue de la familia. Al inicio vemos a la protagonista en medio de cajas, de telas cubren algunos muebles y espacios vacíos, separando aquello que tiene uso de lo que no, lo cual arroja en una bolsa de consorcio. La situación supone la conquista de la anhelada libertad. Pero a lo largo del film surge que Cristiana tiene que apropiarse de ese hogar.
El primer acierto de la directora es hacer de la transformación que va sufriendo el hogar de Cristiana, y de ciertos elementos claves de la puesta en escena, el correlato de la metamofosis interna y de los estados emocionales de Cristiana. El padre (Dan Lungu) de Cristiana es un hombre culto, apasionado por las reliquias antiguas que compra en sus viajes y en anticuarios. Por lo tanto, representa la tradición, en oposición al cambio que propone Cristiana, quien desde pequeña siempre quiso tener un perro y ahora que vive sola siente que es el momento de concretar su deseo.
Un primer punto de conflicto se suscita porque la joven vive de su beca del doctorado, pero como el ingreso es magro, depende económicamente aún de sus padres. De esta manera, a la fuerza del deseo de Cristiana que pugna por un cambio, se contraponen las obligaciones, prescripciones y prohibiciones de su padre, quien considera como prioridad en la vida de su hija que finalice el doctorado y consiga un trabajo. Que Cristiana estudie ingeniería en Seguridad Sísmica no es un dato menor. Como bien le explica su tutor, el terremoto implica el movimiento de la tierra que afecta a los cimientos, y que luego se propaga a toda la estructura arquitectónica. ¿Podrá Cristiana conmover las viejas, estáticas y anquilosadas determinaciones y estructuras de su vida?
En este punto, los ideales del padre pesan y aplastan a esta hija que, devota (como lo indica su nombre), se apega a ellos con obediencia. Lungu trabaja la intrusión paterna a través de los cuadros que él le lega para decorar su casa, donde la ruptura accidental de uno de ellos, de iconografía religiosa, muestra un primer acto de desobediencia respecto al mandato paterno. Al mismo tiempo, el living de la casa paterna está abarrotado de cuadros y objetos, definiendo el ambiente asfixiante y de aplastamiento subjetivo que encuentra Cristiana cada vez que los visita.
La cámara, generalmente fija, toma y enmarca a la protagonista a través de puertas, pasillos y hasta de un balcón cerrado, posiciones que traducen el estancamiento y el encierro que padece en su vida. A estos momentos se contraponen los travellings y los planos generales que la siguen en sus viajes en bicicleta por las calles y parques de Bucarest, donde cobra mayor movimiento y libertad.
Pero Cristiana no es sólo una hija, es también una mujer y en este punto representa, en contraposición al destino impuesto, la pregunta, la apertura a lo nuevo, a lo otro. El conflicto no se juega solamente entre Cristiana y su padre, sino en el interior de ella misma, dividida entre la hija y la mujer.
En la línea de lo femenino que supone más enigmas que respuestas, Cristiana es una mujer que está a la búsqueda, que sostiene la pregunta de qué es ser una mujer, que se vehiculiza en las conversaciones que mantiene con sus amigos Alex (Andrei Enache) y Michelle (Iris Spiridon), y en los encuentros sexuales que mantiene ocasionalmente, desde hace un tiempo, con Dan (Emilian Oprea), un médico conocido de la familia que está casado. En este punto de lo irrepresentable e indecible de lo femenino: ¿qué mujer inventarse? ¿Dónde ubicarse: del lado de la mujer que goza del sexo o de la que quiere ser madre? ¿De la mujer que es deseada por los hombres o de aquella que es amada por un hombre? Este tironeo, que es propio de la posición femenina, está trabajado por la directora mediante un cuadro en la puesta en escena de la conversación de Cristiana con Michelle, en el que se representa a una mujer en dos partes que están separadas en distintos estantes de la biblioteca: su cabeza y su cuerpo.
Cristiana mira y se mira en la foto de la bella y enigmática esposa de Dan en la pantalla de su notebook. La maniobra de la joven es intentar localizar su ser de mujer a través del deseo de Dan por su esposa y de la identificación a esta otra mujer. Es un rodeo a través del hombre, y de la otra mujer, para intentar responder a la pregunta por lo femenino, como si ellos tuvieran ese saber que le daría consistencia a su ser.
Pero se trata de una solución infructuosa, como lo muestra la escena post-sexo que juega con la oposición entre el cuadro de la cabecera de la cama que retrata cuerpos entrelazados bailando, pero estáticos, en espejo a sus cuerpos enredados en la cama e inmóviles. No hay localización para el extravío de lo femenino que pueda venir de allí, sino una fijeza estereotipada. En la relación con Dan, Cristiana encuentra el mismo encierro que en la relación con sus padres. El encuentro sexual, que en principio parecería ser liberador, se mortifica en un ritual que la cosifica, la devalúa y que la despoja del entusiasmo vivificante y mutable de la poética amorosa.
Entonces, así como el portazo libera a la Nora de Ibsen en Casa de muñecas del encierro en la relación con Teobaldo, aquí también el portazo de Cristiana es el pasaje posible de la princesa obediente a la mujer desafiante y vital.
La película de Lungu se afirma en el trabajo sutil y minucioso desde lo formal, con el cual consigue hacer a su contenido, sin caer es patetismos o subrayados explícitos. Al apoyarse en la puesta en escena y en un arco narrativo cuasi episódico y fragmentario, no sólo transmite la condición del personaje que busca definir su identidad sino también la idea del devenir y la errancia, que conviene a la lógica de lo femenino.
Calificación: 8/10
Auto-retrato de la hija obediente (Autoportretul unei fete cuminti, 2015). Guion y dirección: Ana Lungu. Fotografía: Silviu Stavilã. Montaje: Dana Bunescu. Elenco: Elena Popa, Emilian Oprea, Adrei Enache, Iris Spiridon, Alexandru Lustig. Duración: 81 minutos. Disponible en https://www.cineueargentina.com/
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: