Si a algún ejecutivo sin talento se le hubiese ocurrido vender La ira de Dios como un spin off (sí o sí con el término yanki) de la pedorra serie El Reino, el “éxito” conseguido por esta película, ese que los medios hegemónicos pregonan sin ponerse colorados, hubiese sido aún mayor. Hay que recordar, entonces, para el suertudo que no perdió tiempo viéndola, que la serie mencionada la protagonizó Diego Peretti encarnando a un pastor evangelista -hablando claro, un delincuente-. Si esta película fuese entonces anunciada como un desprendimiento de aquella otra, una continuación enfocada en el personaje de Peretti, no hubiesen tenido que modificarle nada de todo lo que La ira de Dios cuenta. Encajarían perfecto. Entenderíamos que el pastor cambió de esposa, tuvo una hija y ahora, con el mismo tufo divino, predica mentiras bajo la pilcha de escritor. Pero bueno, La ira… no es una continuación, aunque la actuación del protagónista nos regale un tortuoso 2×1.

Ahora sí, este desastre dirigido por Sebastián Schindel arranca con un suspenso vergonzoso. La súbita escena inicial enfoca a Kloster (Peretti) y Luciana (Macarena Achaga) confrontados en lo alto de un palco en el tercer piso de un teatro. Se preveé que algo sustancial va a ocurrir. Cuando la cámara decide abandonarlos para enfocar a las personas que están en la planta baja, confirmamos que llega ese algo. El director elije mostrarnos la reacción de otros personajes, un secundario protagonizado por Juan Minujín y los extras que lo rodean, quienes se sorprenden con el estruendo producido por la evidente caída de un cuerpo. ¿Quién murió? ¿Quién cayó desde lo alto? La ira de Dios no lo revela, y desde ese arranque, elige retroceder doce años en la historia para empezar a construir cómo se llegó a esa escena que, se entiende, será develada en el último instante de la película. ¿Gran suspenso, sí?  Sí, genial, un clásico artilugio del género para atraparnos en la butaca. Pero claro que si en los títulos aparece “basada en la novela La muerte lenta de Luciana B, la tortuga ya huyó del cine y dobló en la esquina.

Macarena Achaga y Juan Minujín completan el cuadro de los protagónicos. Lo de Peretti ya lo dijimos, pero para redondear la idea, estamos en otro papel para el olvido, que si el nombre del personaje está inspirado en lo mal que actúa la Kloosterboer se la dejamos pasar, pero que mínimamente no aporta nada nuevo en su carrera. Lo de Macarena Achaga sigue en la misma línea de lo logrado en su papel de hija de Luis Miguel en la muy buena serie del cantante: está establecido culturalmente que es portadora de belleza y ella la saca a pasear. No hay más que eso. Y su actuación es tan mala que nos genera dos dudas sobre el guión: ¿Es la hija de la familia Ingalls o realmente está coqueteando con Kloster? ¿Sufre alucinaciones o tiene menos expresión que una palta?  

Juan Minujín está por encima de los dos protagónicos, pero sufre el guión. Un ejemplo pequeño de esto es cuando en la casa de Kloster (primera vez que se ven), convencido él de que este escritor es un asesino, se sirve un whisky sin pedir permiso, con una falta de miedo, educación y clima que asombran. Otro detalle, no menor, es el nombre de su personaje: Esteban Rey. Parece que la historia necesitaba un poco de terror, y Stephen King los inspiró un poco, ¿no? Arrastrada por el mismo tsunami, Mónica Antonópulos la caretea bastante bien, salvo cuando su escena debe dejar al descubierto unas marcas en su muñeca, y para esto la actriz se ve obligada a abrir una puerta de un modo tan espasmódico que da bronca.

Quizá el libro que envalentona esta película sea muy bueno, pero seguramente la narración no lleva los mismos caminos que este trabajo de Schindel. Después del arranque que ya mencionamos, se nos advierte que retrocedemos doce años. Minutos después aparece otro cartelito anunciando “hoy día”. Una vez cada anuncio. Luego, ya sin avisos, vamos para adelante, para atrás, al medio, una coctelera temporal que tenemos que adivinar en donde se sitúa prestando imposible atención a detalles menores como el maquillaje de las ojeras de Achaga, o analizando qué personaje ya está muerto. Porque la historia gira en las tragedias sospechosas que va sufriendo la familia de la hija de Luis Miguel. Van muriendo de a uno, en situaciones muy llamativas.

Vistiendo las escenas, configurando la credibilidad de los escenarios, La ira de Dios también funciona mal. Y en esto, sabiendo dónde se estrenó la película (Netflix), vale hacernos una pregunta: ¿cómo quiere el director que nos vean? ¿Qué sociedad presenta La ira de Dios? Al respecto señalamos detalles menores, pero que lo son todo. En un momento dado la escena transcurre sobre una vereda, en una noche muy ventosa. A ese clima inhóspito de papeles y bolsas de plástico volando, y de peligrosas calles desoladas, el director le suma dos hombres en situación de calle. Estos dos aparecen de pie, como «walking deads» acosando las vidrieras de un local de comidas. No es que La ira de Dios invente la existencia de pobres, ese no es el problema, sino que la participación de estos contribuya a la construcción del miedo, y con conductas muy poco comunes. A quien transite la ciudad sin esa mirada clasista le será mucho más sencillo encontrar a gente en esa situación, acovachados en recovecos más reparados, y sin molestar a nadie. Otro detalle de ese universo paralelo en el que transcurre la película lo ejemplifica la prolijidad con que estacionan los patrulleros, los policías convocados a un incendio que es parte de la trama. Estos parecen expuestos para la venta de una concesionaria, más que haber sido abandonados con la urgencia que demanda un siniestro como el que se muestra. Es la misma escena en la que un personaje anuncia que ya sacaron veinte cadáveres, que hay más, y que sigue muriendo gente. Vemos las llamas, entendemos la tragedia, pero también vemos cómo todos los asistentes al siniestro participan con menos compromiso que los once de San Lorenzo. Más que un incendio, parece la entrada a un shopping. Los dos primeros ejemplos señalados podrían responder a una construcción social ficticia que se pretende imponer y mostrar hacia afuera. El peligro de los pobres y la eficiencia y elegancia de la policía. Pero la tercera no puede responder a otra cosa que a un pedorrismo puro y sencillo.

El sonido de La ira de Dios es otro problema. En la escena que mencionamos antes, la del incendio, la tranquilidad que reina es asombrosa. En otros varios momentos, los parlamentos de los protagonistas son inentendibles. Pero el broche de oro son los efectos de sonido del segundo final. El primer final es el que nos dimos cuenta al minuto de inicio cuando el crack del director pone “basado en la novela…”. El segundo final acontece en esos minutos post descubrimiento de Luciana estampada contra el piso del teatro. Minutos al pedo donde Minujín se cruza con Peretti como dejando abierta una muy alocada posibilidad de secuela. Pero más allá de la osadía y la caradurez de soñar con continuar este desastre, la frutilla de este bodrio son unas llamas, una cruz, un ataúd y unos efectos sonoros que dan vergüenza y paso a los títulos finales. Un final sobrecondimentado que la caga un poco más y nos deja una última observación: ¿Se supone que la cuestión teológica guiaba la historia? ¿Algo de lo poco y burdo expresado por el pastor Peretti jugaba en el suspenso? Quizá el nombre de la película intentó apuntalar la idea, o quizá en el cielo haya un cine, y hasta el barbudo los está puteando.

La ira de Dios (Argetnina, 2022). Dirección: Sebastián Schindel. Guion: Sebastián Schindel y Pablo Del Teso. Fotografía: Fernando Lockett. Música: Iván Wyszogrod. Reparto: Juan Minujín, Macarena Achaga, Diego Peretti, Monica Antonopulos, Guillermo Arengo, Romina Pinto, Ornella D’Elía, Germán de Silva. Duración: 98 minutos.

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